Ugo Nasi

Las Páginas Perdidas


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la tarde

      El padre Giuseppe Strickland, prior del Colegio jesuita de Villa Mondragone de Frascati, junto con el padre Agostino, responsable de la biblioteca del convento, rehizo por enésima vez el inventario de los treinta libros.

      Fue el Legado Pontificio, el cardenal Willem Van Rossum en persona, que pertenecía también a la congregación de los jesuitas, el que autorizó el traslado de la colección de volúmenes del Colegio Romano y de la Biblioteca General de los jesuitas, en Villa Mondragone, para salvarlos de las expropiaciones del nuevo Reino de Italia.

      Ahora, sin embargo, el prior tenía la ingrata obligación de preparar treinta de estos preciosísimos tomos y darlos, al día siguiente, al señor Wilfrid Voynich, un tratante de libros raros, de origen polaco naturalizado inglés, que había llegado desde Nueva York y que los compraría por una considerable suma de dinero.

      ¡Sólo Dios sabe con cuanto sufrimiento, justo él, el decano representante del Colegio, había escogido los libros para el anticuario!

      Era plenamente consciente de que los tomos, que había pertenecido durante siglos a la Iglesia de Roma, viajarían por derroteros desconocidos, dispersándose por los lugares más remotos del mundo, para satisfacción de millonarios que los encerrarían en sus cajas de seguridad o para aumentar la vanidad de museos e institutos universitarios extranjeros.

      En el mejor de los casos permitirían consultarlos de manera privada, en sus casas, para suscitar así la envidia de los coleccionistas rivales.

      ¿Era justo que estos libros y manuscritos, representaciones de la cultura cristiana, de la historia, del arte miniado, piezas raras, sino únicas, de la tradición cultural y religiosa de la Iglesia, fuesen sustraídas al patrimonio de la Humanidad para convertirse en propiedad exclusiva de unas pocas personas afortunadas?

      Sin embargo, todo esto era necesario para el sostenimiento de aquella Iglesia que estaba a punto de separarse para siempre de aquellos libros que eran una parte integrante de ella misma. Como una madre que se veía obligada a ver como algunos de sus hijos partían para siempre hacia tierras desconocidas.

      Por otra parte la “Legge delle Guarentigie”13, aprobada por el parlamento Italiano el 13 de mayo de 1871 con la toma de Roma, hablaba claro.

      Después de la Breccia di Porta Pia14, los Papas que se habían sucedido en el solio pontificio, hasta Pío X, se habían retirado al Vaticano, y el rey de Italia había anexionado Roma y todos los territorios que habían pertenecido a los Estados Pontificios.

      También sobre las basílicas, conventos y abadías se cernía el mismo peligro, lo mismo que sobre los bienes inmuebles y muebles de la Iglesia que, no tardando, serían requeridos o confiscados por el Reino de Italia. Obviamente estas leyes habían traído consigo la abolición de los diezmos y de todo aquello que era necesario para el sostenimiento del clero y de los bienes que formaban parte todavía de la Santa Sede.

      Ocurrió de esta manera incluso en Villa Mondragone, cuyo singular nombre se debía al hecho de que en ella había residido el Papa Gregorio XIII, cuyo emblema heráldico era un dragón.

      Un edificio que sólo en el año 1865 se había convertido en un convento jesuita para los hijos de las clases sociales más altas. Los orígenes de Villa Mondragone se remontan muchísimos años atrás, en concreto al siglo XVI, cuando el cardenal Marco Sittico Altemps había ordenado su construcción. Pero, la villa podía decirse famosa por un célebre hecho histórico. En el año 1574 allí se había establecido el cardenal Ugo Boncompagni que, convertido en el Papa Gregorio XIII, había residido de forma regular en la villa.

      Y fue justo allí, en el año 1582, que fue promulgada la bula papal Inter Gravissimas con la cual se reformaba el viejo calendario, instituyendo, en su lugar el calendario Gregoriano, que tomaba el nombre del Papa Gregorio.

      Después –observaba con nostalgia el padre Giuseppe Strickland– la Villa había vivido momentos gloriosos, acogiendo en su interior otros papas, como Paolo V, Clemente VIII y Urbano III.

      Ahora, desafortunadamente, la estructura necesitaba con urgencia una restauración después de los graves daños provocados por el terremoto de 1910. Hacía falta dinero, muchísimo dinero.

      El traficante de libros raros, el tal Wilfrid Voynich, había hecho examinar anticipadamente por un representante suyo en Italia, el señor Giorgio Parisi, treinta de estos libros y, a continuación, propuesto una oferta de diez mil quinientas liras a la fundación de la Villa.

      Con aquel dinero –pensaba el padre Giuseppe –Villa Mondragone retornaría a su antiguo esplendor, y el comedor destinado a los hijos internos de las clases más ricas, podría garantizar, al mismo tiempo, una pequeña ayuda para el convento de los padres capuchinos de Orvieto que ofrecía socorro a los pobres y a los desheredados de la zona, donde ejercía de prior el hermano Dolcino Serpiti, un querido compañero de seminario desde hacía ya mucho tiempo, que había hecho los votos junto con él, tantos años atrás.

      La Fortuna había querido que el señor Parisi, antes de ser un empleado del marchante polaco, fuese un devoto de la congregación de los jesuitas y –algo que no resultaba perjudicial – un fiel cristiano que se había confesado a menudo con el Padre Giuseppe en la capilla de Villa Mondragone.

      Este pequeño hecho afortunado, en verdad una señal de la Divina Providencia, pensó el Padre Giuseppe, lo ayudaría con su plan.

      De los treinta libros objeto de la compra venta, veintinueve serían entregados íntegramente. Pero el trigésimo, aquel manuscrito medieval con un texto incomprensible, enigmático, y sin nombre, no. Esa noche, él mismo lo desencuadernaría y lo volvería a recoser con muchísimo cuidado. Por otra parte, no habría ningún problema dada su experiencia como jefe encuadernador en la Biblioteca Pontificia del Vaticano.

      Del manuscrito extraería las únicas catorce páginas escritas en latín vulgar. Aquellas, y sólo aquellas, las más preciosas y peligrosas, no podían caer en manos de nadie.

      Y mucho menos en las del primer millonario que hubiese adquirido el libro en una de aquellas subastas tan teatrales que estaban de moda en las principales capitales europeas y también en ultramar. Aquellas páginas podían representar la palabra de Dios, pero también un instrumento del Diablo. Todo dependía en que manos fuesen a caer.

      Mejor no arriesgarse y eliminar de raíz un peligro latente.

      Desde el principio el padre Giuseppe había advertido a Giorgio Parisi que el manuscrito se vendería –a primera vista sin cortar15– formado por 102 folios, que conformaban un total de 204 páginas escritas e ilustradas, aunque en origen el número de folios del manuscrito eran 116. Pero aquellas catorce páginas que explicaban como interpretar y leer correctamente las otras 204, no podían, de ninguna manera, atravesar los muros de Villa Mondragone.

      Giorgio Parisi no había puesto ninguna objeción ya que el manuscrito sería encuadernado con un nuevo formato de 102 folios. Además, era el Padre Giuseppe, su confesor, quien se lo pedía, es más se lo imponía. Y si un jesuita, como el venerable prior del convento, le pedía cerrar los ojos ante este hecho ¿quién era él para rechazar la petición proveniente de un representante de la Iglesia tan influyente?

      Así que al señor Voynich le habían dicho que el manuscrito estaba compuesto por 204 páginas y no por 232.

      El marchante había tratado la compra del manuscrito sobre estas indicaciones. Por lo tanto, Parisi no había cometido pecado alguno. Y aunque lo hubiese cometido, se lo había requerido el prior del convento. Por lo tanto tenía buenas razones –no era necesario preguntarse el porqué –que le imponían atender la petición del padre Giuseppe. Además de la extrema y eterna discreción, él había jurado solemnemente, delante del jesuita, que no diría jamás una palabra sobre los folios extraídos.

      Parisi juró por su vida que se llevaría el secreto a la tumba.

      Esa noche, el prior, tranquilizado por el juramento de su parroquiano, se armó de bisturí, aguja e intestino de cerdo16 del siglo XII, proveniente