Guido Pagliarino

El Juez Y Las Brujas


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yo asumía tales denuncias participando de la indignación. De hecho, también mi familia había tenido que sufrir terribles males de una bruja. Yo tenía nueva años y, después de haber aprendido a leer, escribir y contar, estaba entonces en la tienda de mi padre, maestro espadero, cuando mi madre, durante toda su vida rebosante de salud, había caído repentinamente presa de una fiebre maligna y había muerto. Yo era hijo único, a pesar de que los míos habrían deseado una prole numerosa para tener una familia como Dios manda. Muchas veces mi madre, llorando, le había repetido a mi padre que debía haber sido la comadrona que me había traído al mundo la que lo había impedido: había tenido un altercado con ella unos meses después de mi nacimiento, por culpa de la ropa tendida y esa mujer debía haberle pasado factura: es de dominio público que curanderas y comadronas son sospechosas de brujería por el solo hecho de su profesión; el mismo Martillo de las brujas indica a esas mujeres como seres potencialmente malignos. Temiendo su venganza tal vez sobre mí, mis padres habían hablado, aunque siempre solo entre ellos. A pesar de todo, una tarde, estando con nosotros en la mesa, como correspondía por ser parte de su salario, los dos empleados de la tienda, mi padre había bebido demasiado y había caído presa de una profundísima tristeza. Se la había desatado la lengua y había revelado el secreto. Uno de ellos lo había contado a su vez, si no los dos. Así mi madre, dos días después, se enfrentó con la comadrona a la entrada de la casa de esta, que, viperina, le había espetado que alguien como ella, que andaba cotilleando, se merecía sus desgracias. Un mes después, atacada por el sortilegio de aquella mugrienta bruja, mamá estaba muerta. Mi padre, perdiendo la razón debido al luto y con el remordimiento de haber provocado la represalia de la hechicera, había empezado a golpear a los empleados, como si esto hubiera podido cambiar la suerte de su amadísima esposa y no hubiera sido su bebida la causa principal de lo que había ocurrido. Lleno de odio, perdido cualquier temor, en el funeral había denunciado a la comadrona; por otra parte, el mismo hecho de que ella no estuviera presente para rezar por la muerta era una acusación. La parroquia había avisado a la Inquisición; sin embargo la bruja, advertida por alguien, se supuso que el mismo diablo, había desaparecido para siempre y no había sido castigada. Hasta aquel momento, yo solo había alternado llanto y silencio. Conocida la fuga de la asesina, exploté:

      â€”¡Yo la encontraré! —le grité a mi padre—: ¡Castigaré con la hoguera a todas las que son como ella!

      No había cedido y lo había dicho tantas veces durante semanas que mi padre, también ansioso de justicia, había pedido consejo a la parroquia. Así había sido dirigido hacia los estudios de jurisprudencia. Sin embargo, trabajaba en la tienda Grillandi cada vez que me era posible. Por esto, a fuerza de forjar espadas, mi brazo derecho se había musculado con el tiempo, hasta ser casi el doble del izquierdo. Después de un par de años, mi padre se había casado con una viuda sin hijos. Después de solo unos pocos meses, la consorte había sufrido violentísimos dolores en el vientre y, en pocos días, estaba muerta. Mi padre se había casado una tercera vez, con una prima. Con ella había concebido una niña, pero al dar a luz había revelado el horror de dos cabezas y, durante el atroz parto, tanto la madre como la hija habían fallecido, la primera irremediablemente desgarrada por la doble cabeza de la naciente, la segunda por no haber podido respirar. La bruja continuaba lanzando desde lejos maleficios a todas las mujeres de la familia. Nuestro odio por ella había aumentado, si es que eso era posible. Cuando conseguí el doctorado, como era habitual, mi padre había comprado mi cargo de juez, con los buenos oficios del sacerdote y una gran suma a distribuir entre los poderosos. También la parroquia había recibido una donación. A mi padre no le habían quedado ni dinero, ni plata, ni armas, así que, para adquirir el material para fabricar nuevas espadas, había tenido que pedir un préstamo al banco. Pero, con los años, yo le había compensado su sacrificio dándole un décimo de mis estipendios.

      La asesina de mi madre y mis madrastras nunca fue hallada, pero mi corazón se aceleraba con cada arresto de brujas. Recuerdo que cuando trajeron a Elvira yo había exclamado delante de Astolfo Rinaldi:

      â€”¡Quitarle el pajarito a un caballero! ¡Ah! Pero se hará justicia.

      Al principal se le había escapado una sonrisa, que yo había interpretado como «Sí, nosotros pensamos lo mismo» y había dicho:

      â€”Boccaccio.

      Sabía que era un gran admirador del Decamerón, texto que entonces, antes de que en 1559 Pablo IV creara el Índice de los Libros Prohibidos, era de libre lectura, pero no conocía entonces esa obra y no había entendido lo que el juez había sugerido, ni me habría atrevido a pedir una explicación para no parecer inculto. A mí me gustaban las obras serias y, sobre todo, el Infierno de Dante, que me parecía casi un símbolo de mi obra heroica contra el maligno y quien se había adentrado en su «selva oscura».

      Elvira había sido arrestada y encarcelada siguiendo la práctica habitual. El jefe de los gendarmes, con dos guardias armados y un inquisidor dominico, había llamado a su puerta. En cuanto abrió la puerta, sin darle tiempo siquiera a hablar, le habían amordazado, atado, conducido a Roma y ahí había sido encerrada a pan y agua en una celda de la Inquisición, a la espera del proceso. Después de la condena religiosa, seguía encerrada para el proceso secular, en el que habían estado presentes, aparte de Rinaldi y de mí, el inquisidor y dos testigos, Brunacci y el párroco, ya interrogados por nosotros. Todos estábamos ocultos para la imputada, pero podíamos verla y hablar con ella a través de las aberturas apropiadas. La bruja solo tenía a los carceleros a la vista. De inmediato, por orden de Rinaldi, señalé la prueba suprema, la confesión. La investigada estaba atada, semidesnuda, en una postura que permitía atormentar casi cualquier parte de su cuerpo. Una vez oída mi voz y antes de que la hubiera amenazado con la tortura, Elvira había confesado todo. No me sorprendía: sabíamos que después de haber sido apresada por la Inquisición se había comportado así. Me había dicho que era bruja ya con catorce años y respondiendo a mis preguntas concretas según la casuística de Martillo de las brujas, había admitido haber matado y dañado bestias y cultivos, ser asesina de hombres y niños varones, que se untaba las vergüenzas con una grasa mágica, para así subirse al mango de una escoba y, gracias a esos artificios, volar al aquelarre de los diablos, en el que participaba en persona el príncipe negro y era adorado por ella y otras mujeres malvadas y que el maligno, después de que el asistente que tenia detrás le hubiera levantado la cola y todos los presentes le hubieran rendido homenaje besándole la asquerosa cloaca, copulaba con alguna de las brujas, según y también contra natura mediante su bifurcado órgano masculino y que la hechicera tenía en una jaula, invisible para todos aparte del demonio y ella, los miembros viriles de todos los hombres que había embrujado, más de veinte, que se movían como pájaros vivos y comían avena y trigo y que el diablo venía cada cierto tiempo a mirarlos para divertirse. Le había preguntado por fin si Lucifer se le había manifestado en la famosa forma del «bello Ludovico», es decir como «hombre en todos sus miembros, salvo en los pies, que parecían siempre pies de ganso que miraban hacia atrás de tal manera que estaba atrás lo que suele estar adelante». Había respondido que sí. La rea confesó sus pecados y, al mismo tiempo, delitos de todo tipo, sobre todo el homicidio y mutilación de cristianos, ¿cómo se podía no quemarla? Por otro lado, habiendo confesado de inmediato, se le había concedido la gran misericordia de ser estrangulada antes de encender la hoguera. A pesar de eso, una vez en el patíbulo, antes de ser estrangulada por el verdugo con la cuerda que le rodeaba el cuello, nos había maldecido a todos. Entonces no me había dado pena, ya que sabía que la confesión era prueba suprema y había estado orgulloso, como siempre, del buen servicio prestado a Dios y, con ello, al recuerdo de mi madre.

      Estaba tan seguro del gravísimo peligro de la brujería que, tiempo después, en 1525, publiqué un Tractatus de Sortilegis como documentación y admonición. Esta obra había acrecentado, ¡pobre