Guido Pagliarino

El Juez Y Las Brujas


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o de sueños, provocados por el diablo para apoderarse de la mente de las personas y ¿sabe cuáles son los remedios propuestos? —No me dio tiempo a hablar y prosiguió—: Penitencia y oración. Eso dice el canon y así actúa la Iglesia hasta el año 1000; luego bastan unos pocos años: un siglo después, como se deduce de otros documentos en poder de monseñor Micheli, gran parte del clero acepta entonces, por el contrario, la realidad externa de esos hechos, mientras que el pueblo tiene una certeza absoluta; y la magia del diablo, su aparición en persona, visible, en reuniones de brujas y hechiceros se convierte en esos siglos en algo indiscutible.

      â€”En efecto, es indudable y puede costar muy caro pensar otra cosa —repliqué con gran severidad. Estaba a punto de añadir una amenaza mayor a Ponzinibio cuando me acordé de su poderoso protector y, habiendo entendido que también él pensaba así de mal, me callé.

      Al callar, el abogado replicó:

      â€”Y sin embargo, mi justo señor, ¿la actitud moderada del Canon episcopi tal vez indicaría que nuestros antiguos padres estaban mal preparados? ¿Es posible que hasta el siglo XI, sin que la tortura fuera legal y se garantizara a los investigados un proceso justo —Ponzinibio, mirándome directamente a los ojos, recalcó la palabra justo—, brujas y hechiceros fueran un fenómeno de importancia absolutamente secundaria y, por el contrario, con el paso del tiempo hayan aumentado en número hasta ser considerados como uno de los peligros más grandes? ¿Es posible que lo que parece el remedio sea por el contrario la causa? Como dije, ¿quién podría resistirse al dolor o aunque solo sea a su amenaza sin declararse culpable? ¿Es posible que en los últimos siglos que tanto muestran glorificar la sabiduría y en esto en concreto se haya perdido la razón, gloria del cristianismo en el primer milenio? —finalmente concluyó—: Monseñor Micheli reza por usted y desea ardientemente verle, señor Juez General. Le espera el jueves en su casa, dos horas después de salir el sol. ¿Qué debo decirle?

      â€”Mi obediencia hacia monseñor es absoluta. Comuníquesela y dígale que iré.

      Capítulo III

       Era la mañana siguiente, martes. Quedaban dos días para mi cita con monseñor Micheli.

      Estaba realizando una tarea importante, por supuesto por orden del Papa, asignada por el príncipe de Biancacroce en persona, su portavoz secular.

      Esperaba cumplir con el encargo al principio de la tarde, para poder luego ir, como le había prometido, a casa de Mora, hija del vulgo bastante más joven que yo, veintitrés años recién cumplidos, cabellos negros y tupidos, rostro y cuerpo de ninfa, a la que mantenía en secreto y con la que fornicaba sin confesarme nunca por temor a tener gravísimas penitencias. De hecho no sabía de quién fiarme y en esos tiempos no se había instituido el confesionario, mueble que, después del Concilio de Trento, había garantizado algo de anonimato al penitente.

      Sin embargo dudaba bastante de poder acabar mi tarea a tiempo para ir a casa de mi Mora, aunque fuera con retraso.

      Sentía una inquietud imprecisa.

      Estaban conmigo, todos en pie dentro de un alto, oscuro e intrincado bosque, unos de mis jueces adláteres, Veniero Salati, seis gendarmes de escolta y delante, para abrir camino con su espada entre ramas y troncos, el teniente comandante de la guardia del tribunal, Angelo Rissoni.

      Todos sabíamos que los problemas de la Iglesia habrían tenido finalmente solución si teníamos éxito en la empresa: la herejía protestante se habría extinguido y se habría reabierto el espléndido camino evangélico para la población cristiana, por fin reunificada.

      Por tanto sentía una gran alegría en mi ánimo y seguramente en los de los demás, como había entendido de las palabras pronunciadas por los guardias y mi ayudante. Ese contento sabía contener nuestra ansiedad: ninguno de nosotros sabíamos el camino a seguir y se avanzaba a tientas. Rissoni abría el camino cortando la maleza, concentrado completamente en su tarea de vanguardia: los pantanos estaban cerca y hacía falta evitarlos antes de llegar finalmente a la meta.

      Recuerdo el sudor sobre mi frente, gotas que debía quitarme continuamente con la mano izquierda mientras agarraba como los demás con el puño derecho la espada desenvainada: sabíamos que había lobos y onzas al acecho.

      Nos aguardaba junto al camino mi antiguo superior, el caballero Rinaldi, ahora noble mayordomo de Su Santidad, que nos había dado las últimas instrucciones, pero ninguno de nosotros sabía dónde teníamos que encontrarle: nos habían dicho que él mismo nos encontraría en el momento oportuno. La operación era tan secreta que ni siquiera nosotros podíamos conocer con precisión todas sus fases.

      Después de un largo camino, habíamos llegado a ese bosque inhóspito. El sol estaba casi en lo alto, como puede entrever levantando la vista hacia una rendija entre el espesor de las hojas. Era verdad, ese día no iba a poder visitar a mi Mora.

      Con este pensamiento, vi al teniente comandante hundirse y desaparecer en un amén dentro del terreno: ¡arenas movedizas! Dos gendarmes y yo tratamos en vano de alcanzarle, primero introduciendo los brazos en el cieno, tumbados al borde del terreno sólido y luego removiendo el interior de la arenas con una larga rama que recogimos: el oficial había acabado en lo más profundo.

      â€”¡La puerta del infierno! —gritó, sin poderse contener, el servil oficial vicecomandante del pelotón—. Está en manos del dia…

      Le hice callar con una mirada glacial e inmediatamente le ordené:

      â€”¡Asuma el mando de la escolta! Vaya rápido adelante y búsquenos otra vía.

      Obedeció de bastante mala gana, como denunciaban la expresión del rostro y el paso indeciso.

      Añadí para todos.

      â€”¡Fuerza y esperanza! —Y dirigí a cada uno de ellos mi mirada segura y altanera.

      â€”¡Soberbia! —me resonó en la cabeza. Miré a mi alrededor, para ver si tal vez los demás lo habían oído, pero ninguno parecía haberlo oído y experimenté temor: ¿quién había hablado?

      Siguiendo la nueva dirección, después de un buen rato, casi al atardecer, encontramos en un pequeño claro al caballero Rinaldi, completamente solo.

      â€”Por ahí —dijo, haciendo señales con el dedo de girar a nuestra izquierda hacia un sendero que se abría, a pocas varas, entre unos prunos muy altos y densos. Luego, sin hablar más, después de haberme lanzado una mirada de odio, se fue en la dirección opuesta como si me tuviera miedo.

      Por ese camino, poco después, llegamos finalmente ante el mar, sobre una playa de arena clarísima, casi blanca.

      Todos habíamos sido escogidos entre los que sabíamos nadar, ya que teníamos órdenes allí indicadas de sumergirnos en el piélago y dirigirnos mar adentro, donde nos esperaba la barca de San Pedro.

      Dejamos por tanto las armas sobre la arena, no sumergimos y empezamos a nadar. El sol empezó a ponerse y pronto el agua tomó el color de la naranja y, con gran disgusto, vimos entonces culebras y otros reptiles asquerosos en torno a nosotros sobre el agua y sentimos que tocábamos otros con las piernas y la espalda. Estuvo a punto de entrarme en la boca una pequeñísima serpiente con rayas amarillas y verdes no más grande que mi dedo medio. Por si fuera poco, llegaron sobre nosotros nubes de mosquitos, posándose muchos sobre nuestras frentes y sobre nuestras orejas para chuparnos la sangre. Continuamos, rezando y dándonos ánimos unos a otros, y de repente, en vez de la barca de San Pedro, divisamos otra orilla: no era por tanto el Mar de la Pureza que nos había puesto como meta el Papa el que rodeaba nuestros cuerpos, sino que los envolvía una gran laguna de agua salada.

      Nadamos