Salió una persona y corrió hacia el grupo.
âSoy el enfermero. ¿Quién es el herido?
âÃl âdijeron Maurizio y Carlo al mismo tiempo, señalando a Edoardo.
âPero qué herido ni qué ocho cuartos. ¡No me he hecho nada! âexclamó el pilotoâ. Aquà el único herido es él, piensa qué puedes hacer para reanimarlo. âSe dio la vuelta señalando con el Ãndice en dirección del helicóptero.
Carlo intervino:
âÃrase una vez un helicóptero de constitución sana y robusta. Después tuvo relaciones Ãntimas con un piloto poco recomendable.
El enfermero los miró a todos como si hubiera llegado allà por error. Se recuperó rápido, porque él también estaba acostumbrado a gestionar situaciones de emergencia.
âTenemos que ir al hospital para asegurarnos de que no hay lesiones internas o un traumatismo craneal. âHizo un gesto al conductor de la ambulancia y al voluntario, que completaban el grupo que habÃa llegado con él, para que se acercaran con la camilla.
âJoder. ¿Cómo tengo que deciros que no me pasa nada? Alejad esta camilla de aquÃ. Da mala suerte, y al final alguien va a necesitarla de verdad.
âAl menos déjeme hacer los controles mÃnimos para determinar su estado âpidió pacientemente el enfermeroâ. ¿Era un lÃquido tóxico? ¿Lo ha ingerido?
âMe ha llegado a la boca, pero no lo he tragado. No puede ser muy venenoso, si no, estarÃamos todos muertos hace tiempo ârespondió Edoardo. Después se sentó en la hierba y consintió, mientras se calmaba, a que le hicieran unas pruebas. Después de un examen rápido, el enfermero excluyó el traumatismo craneal y los daños a la columna vertebral.
âSi realmente no quiere ir al hospital me tiene que firmar esta hoja en la que declara que renuncia por voluntad propia.
âDémela, firmo todo. Pero que no haya facturas después.
El enfermero, que tenÃa mucha experiencia, sonrió: habÃa notado una cierta alteración en el comportamiento del piloto, debida a la adrenalina que todavÃa circulaba por su cuerpo, pero también veÃa, por lo que habÃa podido verificar durante las pruebas y por cómo se movÃa para todos lados, escupiendo y blasfemando, que no habÃa sufrido ningún daño fÃsico. Una vez firmada la declaración curioseó unos minutos más junto a los otros dos colaboradores alrededor de los restos del helicóptero, y después decidió que podÃan irse. Los tres volvieron a entrar en la ambulancia e intentaron marcharse. Lo intentaron, porque durante todo este tiempo se habÃa juntado un pequeño grupo de curiosos, y sus coches habÃan bloqueado la carretera. Tras unas cuantas maniobras y varias imprecaciones, la ambulancia consiguió marcharse. También el grupo de curiosos se marchó, después de las muchas invitaciones amables, pero firmes de Maurizio y de Carlo a que lo hicieran.
âBueno. ¿Queréis llevarme al hotel? âpreguntó, irritado, Edoardoâ. ¿Tengo que llamar a un taxi? ¿Tengo que ir en helicóptero?
Empezaron a reÃr todos, que lo miraban mientras se observaba a sà mismo, con las manos en la cintura, goteando lÃquido azul.
âVamos. Te llevo yo âdijo Maurizio.
âSi quiere, puede ducharse aquà âintervino Carlotta.
Se dieron la vuelta para mirarla. Maurizio, que conocÃa a la mujer por haberla visto alguna vez en el pueblo, pero sobre todo porque vivÃan en la misma colina, se dio cuenta de que ni siquiera le habÃan pedido permiso para entrar. Le habló, con una clara expresión de embarazo en su cara:
âGracias, señora Bianchi, perdónenos por la intrusión. Hemos sido maleducados, pero estábamos preocupados por el piloto.
â¿Y quién no lo habrÃa estado? ârespondió ella. âPara nosotros no hace falta, pero si el piloto pudiera, serÃa muy amable por su parte.
âComo les he dicho, no hay ningún problema. Maurizio se dirigió a Edoardo:
âTú, es mejor si te arreglas aquÃ. La señora te deja usar su baño. Nosotros vamos rápidamente a limpiarnos y volvemos enseguida. Nos encontraremos dentro de media hora, todos arreglados.
âDe acuerdo, hasta luego ârespondió Edoardo. TodavÃa se sentÃa algo aturdido, y la idea de darse una ducha inmediatamente lo seducÃa. Después añadióâ: Maurizio.
âDime.
âDame uno de tus cigarros. Los mÃos ahora solo valen para los pitufos. âEnseñó la caja de cigarrillos holandeses, aplastada y empapada de agua azul.
âCuidado al fumarlo. Es para hombres de verdad, no como tus cigarrillos para mariquitas.
Edoardo sonrió con expresión de resignación, y cogió con dos dedos, para no mancharlo, el cigarro toscano que le daban.
âDémelo, señor Edoardo, he oÃdo que le llaman asÃ, asà lo mantendré seco. Soy Carlotta Bianchi.
âEdoardo Respighi, es un placer. Siento la que he montado...
âNo se preocupe. Lo importante es que no esté herido.
âEntonces, hasta luego âdijo Maurizio.
Carlotta precedió al piloto hasta el cuarto de baño. Cogió unas toallas limpias de un mueble apoyado en la pared, y un albornoz para hombre. Se aseguró de que en el estante de la ducha hubiera gel y champú y colocó una alfombrilla en el suelo y unas sandalias havaianas.
âEstán limpias âdijoâ. DeberÃan ser de su talla.
Edoardo la miró y se excusó otra vez:
âGracias, señora. Siento tanto las molestias...
âNo se preocupe, tómese su tiempo.
Los ojos del hombre, que resaltaban en el azul de la cara, le hicieron el efecto de la mirada de un animal... de un animal herido, todavÃa peligroso, con toda su fuerza, pero que también necesitaba esconderse y curar sus heridas.
Se acordó del gorila que habÃa visto hacÃa muchos años âtodavÃa era una muchacha jovenâ en un zoo llamado impropiamente jardÃn zoológico, ya que de jardÃn no tenÃa nada, instalado en un espacio que no bastaba para contener su deseo de libertad. Cuando Carlotta cruzó la mirada con él recibió un impulso de fuerza animal constreñida por la impotencia. Se habÃa sentido asustada y al mismo tiempo atraÃda por aquella llama de humanidad primordial que habÃa notado en la mirada del gorila. En su interior se habÃa creado un estado de excitación que se calmó solo cuando, al reparo de un árbol enorme y algunos arbustos, convenció a su novio para hacer el amor.
âMarcello, tesoro... más fuerte. Más fuerte âinsistÃa con la voz ronca, mientras lo abrazaba con todas sus fuerzas. Solo en otras pocas ocasiones le habÃa susurrado, casi como si no quisiera que le oyera, aquellas palabras que ahora sin embargo pronunciaba lentamente acompañándolas con potentes movimientos de cadera. No tardó mucho en alcanzar el culmen del placer, lo cual alivió a su compañero: no habrÃa podido resistir mucho más un tal asalto. Después recordarÃa aquel episodio como una prueba del amor fuerte y el gran deseo que Carlotta, de joven, sentÃa por él. Ella, por el contrario, intentó olvidarlo, porque el recuerdo de aquella relación fÃsica le traÃa a la memoria, inevitablemente, la mirada triste e inquietante del gran