el cuarto de baño. SeguÃa oyendo el ruido del agua que fluÃa, y nada más.
Llamó a la puerta.
âSeñor Edoardo, ¿está bien? ¿Necesita algo?
No hubo respuesta.
Lo intentó de nuevo, llamando más fuerte.
â¿Todo bien? ¿Necesita algo?
Otra vez, ninguna respuesta. Solo el sonido del agua que cae.
A lo mejor se encuentra mal, mejor controlar.
Ya sabiendo por qué, pero sin querer admitirlo, entreabrió la puerta. El baño estaba envuelto en vapor. Lo entrevió apoyado con la frente a la pared, inmóvil. Dejaba que el agua se demarrase por su espalda.
Entró en la sala y repitió:
â¿Está bien? ¿Necesita algo?
Edoardo salió del limbo en el que se hallaba y se giró de golpe hacia ella. La figura robusta surgió en el espacio de la ducha saturado de vapor. El agua que salÃa del grifo se derramaba desde arriba, fluyendo sobre su pelo negro corto, su cara y sus hombros y después sobre su tórax velludo, sobre su sexo y sobre sus piernas.
âPerdone. No querÃa⦠âdijo Carlotta, dando un paso atrás.
Edoardo se tapó con las manos en un gesto espontáneo de pudor.
âTiene razón, llevo mucho tiempo en el baño. Salgo ahora mismo.
Los ojos marrones asumieron una vaga expresión de niño pillado infraganti. A Carlotta, ese hombre grande y fuerte le pareció indefenso. Le volvió a la mente ese dÃa, ya lejano, cuando buscó en su novio, que después se convirtió en su evanescente marido, un hombre fuerte y tierno, protector y necesitado de protección, amante y necesitado de amor. El hombre despojado de las superestructuras culturales, el hombre en su esencia que entrevió por un momento en la llama vital de los ojos del gorila atrapado en la jaula del zoo.
Se quitó el vestido ligero, que dejó caer al suelo. Se quitó el sujetador y las bragas y entró en la ducha. El impacto con el lÃquido caliente fue casi doloroso. La temperatura alta la proyectó a una dimensión paralela. El agua le parecÃa venir de una cascada altÃsima que, desde lo alto de la boca de un cráter volcánico, caÃa primero sobre ellos y luego sobre el magma, produciendo el vapor que les envolvÃa. La cercanÃa del cuerpo vigoroso del piloto, que la superaba sobradamente en altura y corpulencia, disolvió las últimas barreras.
Entró en ese mundo que habÃa portado siempre dentro de sà y al cual podÃa dar, finalmente, forma y acción. Hizo que el piloto se apoyara con la espalda en la pared, se agachó y cogió su sexo entre las manos. Lo tocó con el cuidado que reclaman las cosas preciosas, lo besó como un recuerdo de amor, lo saboreó como si fuera la primera comida después de un largo ayuno, lo movió en la boca hasta que sintió que se reforzaban la estructura y las contracciones. Cuando él empezó a mover la cadera y le sujetó la nuca con las manos para mantenerla quieta, la presión en la garganta se hizo demasiado fuerte, asà que apoyó las manos en sus ingles y con una presión tierna y continua lo separó de su boca. Lo miró a los ojos buscando su alma desnuda en lo más profundo. Se tumbó en el suelo de la ducha y separó las piernas, abriendo su sexo con las manos, en una invitación que formaba parte del mismÃsimo origen del mundo. El piloto se tumbó encima de ella; el agua caÃa abundantemente sobre su espalda y que después se demarraba sobre la mujer que estaba debajo de él. Sujetando los pies contra una pared de la ducha amplia, con el cuerpo de ella bloqueado por la pared opuesta, salió de la condición de depresión incipiente a la que el accidente lo estaba llevando. Alivió la herida de su orgullo y encontró gratificación como siempre han hecho los hombres desde que la evolución los llevó a tener una psique compleja y frágil: creyó dominar a la mujer, solo porque ella estaba bajo la exuberancia de su cuerpo, creyó poseerla, solo porque ella habÃa emitido gemidos lánguidos bajo sus empujes vigorosos, creyó haberla sometido, solo porque parecÃa casi que ella se retiraba cuando su sexo llegaba a lo más profundo. Edoardo, finalmente, reencontró su orgullo y su equilibrio. De nuevo era un hombre fuerte y vencedor. Carlotta sintió el lÃquido del placer de Edoardo entrar en ella. Serró los músculos internos en su deseo de mantener a Edoardo dentro de sÃ. La fuerza de hombre que habÃa sentido hizo estallar su antiguo deseo de ser mujer. Era el mismo deseo que en su inconsciente la habÃa empujado a seducir al piloto. QuerÃa un hombre suficientemente fuerte como para protegerla y suficientemente frágil como para que la necesitara. Un hombre al que habrÃa atendido y servido, cuyo deseo solo se encendiera con ella, y tan enamorado que no podrÃa engañarla. Nunca.
Le llegó desde el exterior el sonido de un claxon que avisaba de la vuelta de Maurizio, Carlo y Diego. Edoardo reaccionó rápidamente, se secó y se puso el albornoz que tenÃa a su disposición: le estaba un poco pequeño, pero bastaba. Se puso las sandalias, que eran de la talla justa. Antes de salir se acercó a Carlotta, la cual, mientras tanto, y sin hablar, se habÃa vestido. Apoyó sus manos sobre sus costados, se acercó a ella y le dio un beso leve en los labios.
âMe voy âdijo.
A ella le pareció el sello de un pacto nuevo, suscrito entre él, ella y el resto del mundo. Le pareció leer en sus ojos todas las promesas que aquel amor grandÃsimo habrÃa exigido; le pareció que sus labios pronunciaron todas las palabras que la amante de un amor inigualable desea oÃr. Percibió, a través de sus manos, todas las caricias futuras una mujer desea recibir de un hombre. El piloto se ofrecÃa a su sola propiedad, a condición de que ella lo amase, lo asistiera, lo satisficiera totalmente y sin escatimar nada. Y ella suscribió todos los artÃculos de aquel contrato que pensaba que él también habÃa firmado.
***
Carlo examinó atentamente el helicóptero. SabÃa, mientras esperaban al encargado de la Dirección General de la Aviación Civil que iba a llegar próximamente desde Milán, que no debÃa tocar nada. En caso de accidente aéreo, aun cuando no hay heridos, como en este caso, es obligatoria la investigación de la Aviación Civil, y él no debÃa modificar la escena de la catástrofe.
HabÃa llamado inmediatamente a Casale Monferrato, al dueño de la empresa, Santino Panizza.
â¡Me cago en la leche! âgritóâ. ¿Por qué tiene que volar siempre tan bajo?
âPorque es lo que prefieren los clientes. Ãl lo sabe y a veces se pasa.
âLo sé, lo sé, maldita mala suerte. ¿Qué tal está? ¿Seguro que no se ha hecho daño?
âNo se preocupe, se está lavando y dentro de nada, en cuanto me cambie, vuelvo a buscarlo. ¿Puede avisar usted a la Dirección de Linate?
âSÃ, llamo yo.
â¿Se acuerda del área de descanso de Oliva Gessi? ¿Donde nos reunimos la semana pasada con Maurizio?
âSÃ, me acuerdo, la que está bajo la carretera, con los barriles de agua.
âExacto. La casa donde cayó el helicóptero está a unos doscientos metros siguiendo por la misma carretera.
âAhora llamo a Linate y voy para allá inmediatamente. Mejor, cogeré cita para acompañarlos, si no, no van a encontrar el sitio. Tardaremos unas tres horas. Hasta luego.
âAllà estaré.
Al final, Panizza, después del sobresalto inicial, se habÃa mostrado comprensivo. Por lo demás, con ese trabajo, que obliga a los helicópteros a volar entre casas, tendidos eléctricos, y árboles