El celular repicaba incesante con la canción de apertura de El Fantasma de la Ãpera. Pasaban unos minutos de las nueve de la noche de aquel domingo de diciembre y Virginia preparaba su ropa para ir a trabajar al dÃa siguiente. Sintió la música de su obra de teatro preferida inundar apasionadamente la habitación y miró la pantalla. Sorprendida de ver el nombre de Andrés Nova en su identificador, pulsó con creciente curiosidad el botón para contestar:
â ¿SÃ?
â ¿SÃ?, ¿es la forma de contestar en estos dÃas?
â ¿Llegaste? âpreguntó una desconcertada Virginia.
âCasi⦠Aún no bajo del avión, pero sÃ... âdijo Andrés mientras escuchaba el intercambio de las azafatas indicando que habÃan aparcado el avión y podÃan salir.
Como su asiento estaba en primera clase lo invitaron a salir recordándole que debÃa abstenerse de usar el celular en el área de migración. Se puso de pie para tomar su equipaje del maletero superior, mientras intentaba sostener el celular con su hombro para no interrumpir su conversación.
â ¿De verdad estás todavÃa en el avión? âcontinuaba con incredulidad Virginia, que escuchaba las bocinas dando los avisos mientras hablaban.
â ¿Por qué te sorprende?âle dijo él, sin saber aún el origen de tan repentina valentÃa.
Ya caminaba hacia fuera y empezaron a aparecer las señales de prohibición y no tuvo más remedio que decirle que volverÃa a llamarla desde el automóvil.
Transcurrió una hora completa desde la primera llamada hasta la segunda. Durante esos sesenta minutos de confusión, Virginia marcó a su amiga Iveth, que a su vez puso en la lÃnea a Gabriela y empezaron a elaborar teorÃas del significado de lo que habÃa pasado. La primera vez que hablaron de eso, cuando la llamó Marcelo, quedaron mil dudas por aclarar, esa noche habÃan quedado despejadas. Definitivamente Andrés estaba locamente enamorado de Virginia, no habÃa dudas. Llamarla apenas habÃa aterrizado su avión era la forma más sutil y a la vez exagerada de demostrarlo; decirlo hubiera sido más fácil, pensó Gabriela, ya que, en su opinión, ese gesto hacÃa que pareciera desesperado.
Por varios minutos solo hablaban Iveth y Gabriela, mientras ella esperaba a que sonara El Fantasma de la Opera nuevamente. Cuando eso finalmente pasó, le tomó menos de cinco segundos decirles a las chicas que las llamarÃa después.
â ¡Disculpa! Ni siquiera vi bien la hora, apenas acabo de salir y me espera Marcelo. ¡No debà llamarte tan tarde!
â¡No!, ¡está bien! Es decir, estaba despierta⦠¿Y cómo te fue? ¡Pensaba que regresarÃas después de año nuevo!
âSÃ, pero tenÃa que resolver algunos asuntos de la empresa. Alcanzo a ver a Marcelo, ¿crees que podrÃamos almorzar juntos mañana?
âSÃ, claro⦠Me alegra que hayas regresado⦠A salvo, quiero decir, ¡qué descanses! Mañana me avisas para coordinar âdijo Virginia, algo decepcionada de tener que colgar.
Se despidieron. Un impaciente Marcelo esperaba a su amigo para entender los detalles del anticipado regreso y ahora también querÃa saber con quién venÃa conversando en el celular si apenas acababa de llegar.
âLe avisaba a mi mamá que ya estoy aquà âmintió, ante la insistencia de Marcelo.
El cielo comenzó a nublarse y ocultó la tenue luz de la luna en cuarto menguante. LlovÃa en la ciudadâ¦
CapÃtulo 9
El aviso de tormenta se extendió ese lunes a toda la isla y lo que empezó como una leve llovizna aquel domingo de diciembre del año dos mil siete se convirtió en la Tormenta Olga. El fenómeno atmosférico dejó catorce muertos en la República Dominicana, más de treinta mil personas damnificadas y daños en miles de casas. Además de múltiples poblados incomunicados, los estragos de las lluvias que iniciaron el lunes y se prolongaron por setenta y dos horas, impidieron también el encuentro esperado por Virginia y Andrés.
La ciudad se tornó intransitable durante varios dÃas y cuando finalmente se restablecieron las comunicaciones, las prioridades de todos habÃan cambiado y el trabajo acumulado durante los dÃas no laborables impidió que ese viernes retomaran la rutina.
Cora Gibson, la asistente personal de Andrés, tomaba las llamadas de Virginia a la oficina, algunas veces anotaba sus mensajes y otras simplemente olvidaba entregarlos. La chica era una rara excepción en el mundo de las rubias; hablaba cinco idiomas con apenas veintitrés años, asà que, además de anotar algunos mensajes, recibÃa los pedidos de clientes y se encargaba de las traducciones más sencillas. Era hija de una pareja canadiense, buenos y viejos amigos de sus padres. Pasaron juntos muchas navidades en su niñez, y a pesar de que era apenas cinco años menor que él, la seguÃa viendo como la niña de ojos azules y larga cabellera rubia que siempre jugaba con sus hermanas. Cuando ella llegó a pedirle trabajo recién graduada de una licenciatura en Lenguas Extranjeras, le pareció extraño que, siendo su padre el gerente general de una multinacional canadiense, acudiera a su microempresa de traducción. Era un gran recurso, asà que no dudó en darle el puesto, no sin antes aclararle que la paga era modesta. SabÃa de su inteligencia por los elogios que su madre no cesaba de expresar cuando querÃa reprocharles algo a sus hermanas y más de una vez doña Sonia habÃa insinuado que Dante debÃa salir con ella, pues como era polÃglota podrÃa acompañarlo en sus giras con la filarmónica sin sentirse fuera de lugar. Dante solo contestaba a estos comentarios que: « ¡Ya suficiente hablan las mujeres que conocen una sola lengua! ¡De solo pensar cuánto hablarÃa una que puede hacerlo en cinco lenguas, ya estoy agotado!».
Bromeaba, por supuesto. Cora era bailarina clásica de la academia de artes de Quebec antes de que la empresa donde trabajaba su padre lo escogiera para abrir sus oficinas en Santo Domingo y se mudaran. Se veÃan con alguna frecuencia y en más de una ocasión quiso invitarla a salir; en una época, durante las clases de verano, salÃa de clases al atardecer y esperaba unos minutos en un banco al pie de las escaleras a que saliera ella. Cora vestÃa siempre el uniforme de leotardo negro y mallas rosa, parcialmente ocultas por un tutú de igual color, atado a su minúscula cintura. SolÃa desatar su copiosa cabellera justo antes de bajar las escaleras, y la dorada melena recorrÃa la espalda, apenas cubierta, hasta alcanzar el lazo de su tutú. Ella sabÃa que aquel ritual atraÃa las miradas de más de un estudiante, y sabÃa también que uno de ellos era Dante. El problema era que lo conocÃa por sus romances veraniegos, primaverales y en fin⦠Ninguno duraba más de una estación.
La idea de tener que verlo en Navidad, cuando era seguro que para otoño ya tendrÃa otra novia, desechaba cualquier esbozo de debilidad ante sus propuestas seductoras. Asà que por mucho que Dante insinuó sus intenciones, ella siempre le dejó claro que no estaba interesada en lo absoluto. No habÃa sido sencillo, porque definitivamente él era un gran partido. Su cuerpo bien formado, producto de años practicando la natación y su abundante cabello negro llevado a los hombros eran solo unos pocos de sus atractivos. Era el mejor violinista de la academia; sus solos eran apasionados y brillantes y los rumores de que la filarmónica pronto lo contratarÃa para sus giras internacionales habÃan elevado su popularidad al cielo. Pero Cora, pese a su juventud, era determinada en sus decisiones y no estaba dispuesta a dar su brazo a torcer.
Asà que los comentarios de doña Sonia no eran totalmente desacertados; sin embargo, con tanta atención, Dante no perderÃa la cabeza por tener una damisela menos en su creciente colección y, con el tiempo, la descartó como pareja y siguieron siendo amigos.