Blasco Ibáñez Vicente

La Catedral


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dos muchachos, resbalando en las cornisas verdosas por las lluvias, seguían los bordes superiores del edificio. Sus pies se enredaban en las plantas silvestres que la fecunda Naturaleza hacía crecer en las junturas de los sillares. Bandadas de pájaros escapaban en tropel, al acercarse ellos, de estos bosques en miniatura. Los relieves escultóricos servían de refugio a los nidos. Cada oquedad de la piedra era un pequeño lago, donde se depositaba el agua de las lluvias y venían a beber los pájaros. A veces, en el pináculo de un botarel alzábase algún avechucho negro e inmóvil como un inesperado remate arquitectónico. Era un cuervo que se alisaba las alas con el pico y permanecía horas enteras al sol: la gente lo veía desde abajo del tamaño de una mosca.

      Las bóvedas causaban en Gabriel una impresión de extrañeza. Nadie podía adivinar la existencia de aquel mundo en lo alto del templo. Cuando años después vio Gabriel las galerías altas, los «telares» de un escenario, se acordó de las bóvedas de su catedral. Caminaban a través del bosque de postes carcomidos que sostenía la techumbre, por senderos angostos, entre las cúpulas de las bóvedas que hinchaban el suelo como blancos y polvorientos tumores. De vez en cuando un agujero, por el que se veía el interior de la catedral, con una profundidad que causaba vértigos. Eran aspilleras verticales, estrechas bocas de pozo, por cuyo fondo pasaban las personas como hormigas sobre las baldosas del templo. Por estos agujeros bajaban las cuerdas de las grandes lámparas y la cadena dorada que sostiene el Cristo sobre la reja del altar mayor. Tornos enormes marcaban en la penumbra sus ruedas dentadas y mohosas, sus manivelas y maromas, como olvidados aparatos de tormento. Era la maquinaria oculta de las grandes representaciones religiosas. Con estos artefactos se izaba el grandioso dosel del Monumento de Semana Santa.

      Al deslizarse los rayos del sol entre los postes, danzaban los átomos de aquel polvo que en capas seculares se extendía sobre las bóvedas. Movíanse al viento, como abanicos de gasa, las telarañas de muchos años. Los pasos de los visitantes provocaban en los rincones obscuros, tras los maderos abandonados, carreras precipitadas y locas de los ratones. Aleteaban en los extremos más sombríos las aves negruzcas que descendían de noche al templo por los agujeros de la bóveda. Como puntos fosfóricos brillaban en la obscuridad los ojos de los mochuelos. Los murciélagos, asustados por la luz, volaban torpemente, rozando con sus alas las caras de los dos jóvenes.

      El hijo del campanero, examinando los excrementos perdidos en el polvo, enumeraba todas las aves refugiadas en la cúspide de la montaña de piedra. Esto era de búho, lo otro de mochuelo, lo de más allá de cuervo, y hablaba con respeto de cierto nido de águilas que su padre había visto de joven en aquel sitio: feroces animales que pretendían picarle los ojos, y obligaban al buen campanero a pedir la escopeta al guardia nocturno cada vez que había de visitar las bóvedas.

      A Gabriel le gustaba, por su silencio y su imponente soledad, aquel mundo extraño aposentado en la cabeza de la catedral. Era una selva de maderos poblada de bestias lúgubres que vivía olvidada en el interior de la bóveda craneal del templo. El buen Dios tenía una casa para los fieles y un inmenso desván para las bestias del espacio.

      La salvaje soledad de las alturas contrastaba con la riqueza de la capilla del Ochavo, llena de reliquias en vasos de oro y arquillas de esmalte y marfil; con la magnificencia del Tesoro, que amontona las perlas y las esmeraldas con tanta profusión como si fuesen guijarros; con la elegante abundancia del guardarropa, lleno de telas sobre las cuales reproducía el bordado todos los matices de la pintura.

      Tenía Gabriel dieciocho años cuando perdió a su padre. El viejo jardinero murió tranquilo viendo a toda su familia al servicio de la catedral, sin que se interrumpiese la sana tradición de los Luna. Tomás, el hijo mayor, quedaba encargado del jardín; Esteban, después de largos años de monaguillo y ayudante del sacristán, era silenciario y había agarrado la vara de palo con los siete reales diarios, objeto de todas sus ambiciones. En cuanto al menor, tenía el señor Esteban la convicción de haber engendrado un Padre de la Iglesia, al que le estaba reservado un sitio en el cielo a la derecha de Dios omnipotente.

      Gabriel había adquirido en el Seminario esa dureza eclesiástica que hace del sacerdote un guerrero, más atento a los intereses de la Iglesia que a los afectos de la familia. Por esto no se impresionó gran cosa con la muerte de su padre. Desgracias de mayor gravedad traían preocupado al seminarista.

      III

      Eran los tiempos de la revolución de septiembre. En la catedral y el Seminario había gran revuelo, comentándose de la mañana a la noche las noticias de Madrid. La España tradicional y sana, la de los grandes recuerdos históricos, se venía abajo. Las Cortes Constituyentes eran un volcán, un respiradero del infierno para las negras sotanas que formaban corro en torno del periódico desplegado. Por cada satisfacción que les proporcionaba un discurso de Manterola, sufrían disgustos de muerte leyendo las palabras de los revolucionarios, que asestaban fuertes golpes al pasado. La gente clerical volvía sus miradas a don Carlos, que comenzaba la guerra en las provincias del Norte. El rey de las montañas vascongadas pondría remedio a todo cuando bajase a las llanuras de Castilla. Pero transcurrían los años, venía y se iba don Amadeo, ¡hasta se proclamaba la República! y la causa de Dios no adelantaba gran cosa. El cielo estaba sordo. Un diputado republicano proclamaba la guerra a Dios, le retaba a que le hiciese enmudecer, y la impiedad seguía inmune y triunfante, derramando su elocuencia como una fuente envenenada.

      Gabriel vivía en un estado de belicosa excitación. Olvidaba los libros, despreciando su porvenir: ya no pensaba en cantar misa. ¿Qué le importaba su carrera viendo a la Iglesia en peligro y próxima a desvanecerse la poesía soñolienta de los siglos que le había envuelto desde la cuna como una nube perfumada de incienso viejo y rosas marchitas…?

      Con frecuencia desaparecían alumnos del Seminario, y los catedráticos contestaban con un guiño malicioso a las preguntas de los curiosos:

      –Están «allá»… con los buenos. No pueden ver con calma lo que ocurre. Cosas de chicos… calaveradas.

      Y las tales calaveradas les hacían sonreír con paternal satisfacción.

      Él pensó ser también de los que huían. Creía que el mundo iba a acabarse. En ciertas ciudades la muchedumbre revolucionaria invadía los templos, profanándolos. Aún no mataban a los sacerdotes, como en otras revoluciones, pero los ministros de Dios no podían salir a la calle con traje talar sin riesgo de ser silbados e insultados. El recuerdo de los arzobispos de Toledo, de aquellos bravos príncipes eclesiásticos guerreadores e implacables con el infiel, enardecía su belicosidad. Él nunca había salido de Toledo, de la sombra de la catedral. España le parecía tan grande como el resto del mundo, y sentía la comezón de ver algo nuevo, de contemplar de cerca las cosas extraordinarias admiradas en los libros.

      Un día besó la mano de su madre, sin conmoverse gran cosa ante el temblor de la pobre vieja, casi ciega. El Seminario tenía para él más tiernos recuerdos que la casa de sus padres. Fumó el último cigarro con sus hermanos en el jardín de la catedral, sin revelarles sus propósitos, y por la noche huyó de Toledo con un escapulario del Corazón de Jesús cosido al chaleco y una hermosa boina de seda en el bolsillo, de las confeccionadas por blancas manos en los conventos de la ciudad. El hijo del campanero iba con él. Se incorporaron a las partidas insignificantes que corrían la Mancha, y pasaron después a Valencia y Cataluña, ganosos de empresas más importantes para a causa de Dios y el rey que robar muías e imponer contribuciones a los ricos.

      Gabriel encontró un encanto brutal a aquella existencia errante, siempre en continua alarma, esperando la proximidad de la tropa. Le habían hecho oficial, en atención a sus estudios y a las cartas en que le recomendaban algunos prebendados de la Iglesia Primada, lamentando que un mozo de tanto porvenir teológico fuese a exponer su vida como un simple sacristán.

      Luna gustaba de la existencia libre y sin leyes de la guerra con la avidez de un colegial que sale de su encierro; pero no podía ocultar la decepción dolorosa que le producía la vista de aquellos ejércitos de la Fe. Se había imaginado encontrar algo semejante a las antiguas expediciones de las Cruzadas: soldados que peleaban por el ideal, que hincaban la rodilla antes de entrar en combate para que Dios estuviera con ellos, y por la noche, después de ardientes plegarias, dormían con el puro sueño del asceta, y se encontraba con rebaños armados