Blasco Ibáñez Vicente

La Catedral


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del país, que ellos creían la más perfecta; gentes que a la vista del vino, de las hembras o de la riqueza se desbandaban, hambrientas, atrepellando a sus jefes.

      Era la antigua vida de horda que surgía en plena civilización; la atávica costumbre de robar el pan y la mujer ajena con las armas en la mano; el celtíbero espíritu de bandería, de lucha intestina que tomaban para resucitar un pretexto político. Gabriel, salvo raras excepciones, no encontraba en aquellas bandas mal armadas y peor vestidas quien pelease por un ideal determinado. Eran aventureros que querían la guerra por la guerra; ilusos deseosos de fortuna; mozos del campo que, en su ignorancia pasiva, habían ido a las partidas como se hubieran quedado en casa a tener otros consejeros; almas sencillas que creían firmemente que en las ciudades quemaban y devoraban a los ministros de Dios, y se habían lanzado al monte para que la sociedad no cayese en la barbarie. El peligro común, la miseria de las marchas interminables para burlar al enemigo, la escasez sufrida en los yermos y picachos que les servían de refugio, los igualaban a todos, entusiastas, escépticos e ignorantes. Todos sentían por igual el deseo de resarcirse de las privaciones, de acallar la bestia que llevaban dentro, irritada y despierta por una vida de bruscos cambios, tan pronto en la abundancia loca y despilfarradora del saqueo, como en las penalidades de la marcha por llanuras interminables, sin ver el menor rastro de vida. Al entrar en los pueblos gritaban: «¡Viva la religión!», pero a la más leve contrariedad, los combatientes de la Fe se hacían esto y aquello en Dios y en todos los santos, no olvidando en sus sucios juramentos ni a los más sagrados objetos del culto.

      Gabriel, habituado a esta vida errante, no se escandalizaba. Los antiguos escrúpulos de seminarista desaparecían ahogados bajo la corteza de hombre de horda con que la guerra le endurecía. Doña Blanca, la cuñada del «rey», pasó ante él como una figura novelesca. En su romanticismo de princesa nerviosa deseaba imitar a las heroínas de la Vendée, y montando un pequeño caballo, el revólver al cinto y la boina blanca sobre la trenza flotante, se puso a la cabeza de aquellas tribus armadas que resucitaban en el centro de la Península la vida y las luchas de los tiempos casi prehistóricos. El revoloteo de la negra amazona de la heroína servía de bandera a los batallones de zuavos, tropa de aventureros franceses, alemanes e italianos, detritus de todas las guerras del globo, que encontraban más grato seguir a una hembra ganosa de notoriedad que engancharse en la Legión extranjera de Argelia.

      El asalto de Cuenca, única victoria de la campaña, dejó en la memoria de Gabriel una huella profunda. El tropel de hombres con boina, después de rebasar las murallas débiles como tapias, entraba cual arroyos desbordados por diferentes calles de la ciudad. Los tiros desde las ventanas no lograban detenerles. Todos estaban pálidos, con los labios descoloridos, los ojos brillantes y un temblor homicida en las manos. El peligro arrostrado y la certeza de que por fin eran dueños de una ciudad les enloquecía. Las puertas de los edificios caían a culatazos. Salían hombres despavoridos en mitad del arroyo atravesados por las bayonetas; dentro de las casas veíanse mujeres desgreñadas debatiéndose entre los brazos de los asaltantes, arañándoles con una mano el rostro, mientras con la otra pugnaban por sostener sus ropas.

      Luna vio cómo en el Instituto los más montaraces rompían a culatazos los aparatos del gabinete de Física. Clamaban contra aquellas invenciones del demonio, con las cuales creían ellos que se comunicaban los impíos con el gobierno de Madrid, y machacaban contra el suelo con el fusil y con los pies las doradas ruedas de los aparatos, los discos y las primeras pilas de electricidad.

      El seminarista contemplaba satisfecho esta destrucción. Él también odiaba, pero con odio reflexivo amamantado en el Seminario, las ciencias positivas y materiales, que al final de todas sus deducciones llegaban fatalmente a la negación de Dios. Aquellos hijos de las montañas, en su santa ignorancia, hacían sin saberlo una gran cosa. ¡Ah, si toda la nación les imitase! En otros tiempos no existían los chirimbolos de la ciencia, y España era más dichosa. Para vivir santamente bastaba con la sabiduría de los sacerdotes y la ignorancia popular, que proporciona una beatífica tranquilidad. ¿Para qué más? Así había permanecido el país durante los siglos más gloriosos de su historia.

      Terminó la guerra. Las partidas, acosadas, pasaron del Centro a Cataluña, y por fin, empujadas sobre la frontera, tuvieron que rendir sus armas a los aduaneros franceses. Muchos se acogían al indulto, ganosos de volver a sus casas. Mariano el campanero se fue también. No quería vivir en tierra extranjera; además, su padre había muerto, y no era difícil que le entregasen la torre de la catedral si alegaba los méritos de la familia, sus tres años de campaña por la religión y un balazo que había recibido en una pierna. Casi podía compararse con los mártires del cristianismo.

      Gabriel fue a la emigración: «Era un oficial, y no podía jurar fidelidad a la dinastía intrusa.» Esto lo declaraba con la arrogancia aprendida en aquella caricatura de ejército, que extremaba las ceremonias del antiguo militarismo, y en el cual los andrajosos, con el sable al cinto, se transmitían las órdenes llamándose siempre «caballero oficial». Pero el verdadero motivo de que Luna no volviese a Toledo era que le gustaba seguir la corriente de los hechos, viendo nuevas tierras y cambiando de costumbres. Regresar a la catedral era quedarse en ella para siempre, renunciar a la vida; y él, que durante la guerra había gustado los encantos mundanales, no quería abandonarla tan pronto. Aún no era mayor de edad: tiempo le quedaba para acabar sus estudios. El sacerdocio era un retiro seguro, al que no tenía prisa de volver. Además, había muerto su madre, y las cartas de sus hermanos no le anunciaban otra variación en la vida soñolienta del claustro alto que el haberse casado el jardinero y andar en relaciones el Vara de palo con una muchacha de las Claverías, ya que era contrario a las buenas tradiciones aliarse con gente de fuera de la catedral.

      Vivió Luna más de un año en los acantonamientos de los emigrados. Su educación clásica y la simpatía que inspiraba su juventud le abrieron cierto camino. Hablaba en latín con los abates franceses, que gustaban saber cosas de la guerra por aquel joven teólogo y al mismo tiempo le aleccionaban en el idioma del país. Estos amigos eclesiásticos le proporcionaban lecciones de español entre la alta burguesía afecta a la Iglesia. En los momentos de penuria le salvaba su amistad con una condesa vieja y legitimista que le invitaba a pasar algunos días en su castillo, presentando el seminarista belicoso a su tertulia de gentes graves y piadosas como si fuese un cruzado de regreso de Palestina.

      El deseo ferviente de Gabriel era ir a París. Su vida en Francia había cambiado radicalmente sus ideas. Experimentaba la misma impresión que si hubiera caído en un planeta nuevo. Acostumbrado a la monótona vida del Seminario y a la existencia nómada de aquella guerra montaraz y sin gloria, le asombraban el progreso material, los refinamientos de la civilización, la cultura y el bienestar de las gentes en la tierra francesa. Recordaba ahora con vergüenza su ignorancia española, aquella prosopopeya castellana, mantenida por mentirosas lecturas, que le hacían creer que España era el primer país del mundo, el pueblo más valiente y más noble, y las demás naciones una especie de rebaños tristes, creados por Dios para ser víctimas de la herejía y recibir soberbias palizas cada vez que intentaban medirse con este país privilegiado que come mal y bebe poco, pero tiene los primeros santos y los más grandes capitanes de la cristiandad.

      Cuando Gabriel pudo expresarse en francés y tuvo reunidos unos cuantos francos para el viaje, se trasladó a Paris. Un abate amigo le había encontrado colocación como corrector de pruebas en una librería religiosa inmediata a San Sulpicio. En este barrio levítico de París, con sus hoteles para curas y familias religiosas, sombríos como conventos, y sus almacenes de imaginería piadosa que infestan el globo de santos charolados y risueños, se verificó la gran transformación de Gabriel.

      El barrio de San Sulpicio, con sus calles tranquilas y silenciosas a la española y sus beatas de velo negro que pasan rozando los muros del Seminario, atraídas por el toque de las campanas, fue para el seminarista español lo que el camino de Damasco para el apóstol. El catolicismo francés, culto, razonador y respetuoso con los progresos humanos, aturdió a Gabriel. Su fiera devoción española estaba acostumbrada al desprecio de las ciencias profanas. No había en el mundo más que una sabiduría verdadera: la teología; las demás ciencias eran juegos, buenos cuando más para entretener la eterna infancia de la humanidad. Conocer a Dios y medir la grandeza de su poder era lo único serio a que podían dedicarse los hombres. Las máquinas, los descubrimientos de las ciencias