por el camino de hierba pisoteado que llevaba al cobertizo de detrás de la casa. Solo quedaba un árbol en su humilde terreno –los otros los habían cortado para tener leña y quemarla en la chimenea para calentar la casa durante las frías noches de invierno- y sus ramas caían sobre la casa como una energía protectora. Cada vez que Ceres lo veía, le recordaba a su abuela, que había muerto dos años atrás. Su abuela había plantado el árbol cuando ella era una niña. De alguna manera, era su templo. Y el de su padre también. Cuando la vida se hacía difícil de soportar, se tumbaban bajo las estrellas y abrían sus corazones a Nana como si todavía estuviera viva.
Ceres entró en el cobertizo y saludó a su padre con una sonrisa. Ante su sorpresa, vio que la mayoría de sus herramientas habían desaparecido de su mesa de trabajo y que no había espadas esperando a que las forjaran al lado de la chimenea. No recordaba haber visto el suelo tan limpio o las paredes y el techo con tan pocas herramientas.
Los ojos azules de su padre se iluminaron al verla, como siempre hacían cuando él la veía.
“Ceres”, dijo, levantándose.
Durante este pasado año, su pelo oscuro se había vuelto más gris, igual que su corta barba y las bolsas bajo sus amorosos ojos habían doblado su tamaño. En el pasado, había tenido una gran estatura y era casi tan musculoso como Nesos; sin embargo, recientemente, Ceres notaba que había perdido peso y que su postura anteriormente perfecta se estaba hundiendo.
Fue en busca de ella a la puerta y le colocó su mano en la parte baja de la espalda.
“Vamos a dar una vuelta”.
Tenía cierta tensión en el pecho. Cuando él quería hablar y caminar, significaba que estaba a punto de compartir algo trascendental.
Uno al lado de otro, se dirigieron a la parte posterior del cobertizo hacia el pequeño campo. Unas nubes oscuras amenazaban a poca distancia, enviando ráfagas de viento, de un viento temperamental. Ella esperaba que generaran la lluvia necesaria para recuperarse de aquella sequía que parecía no tener fin, pero como antes, probablemente solo contenían promesas vacías de llovizna.
La tierra crujía bajo sus pies mientras caminaban, el suelo estaba seco, las plantas amarillas, marrones y muertas. El trozo de tierra de detrás de su subdivisión era del Rey Claudio, sin embargo, no se había sembrado en años.
Llegaron arriba del todo de una colina y se detuvieron, observando el campo. Su padre permanecía en silencio, con las manos agarradas detrás de su espalda mientras miraba hacia el cielo. No era habitual en él y su temor se hizo más profundo.
Entonces habló, parecía escoger sus palabras con cuidado.
“A veces no tenemos el lujo de escoger nuestros caminos”, dijo él. “Debemos sacrificar todo lo que queremos por nuestros seres queridos. Incluso a nosotros mismos, si es necesario”.
Suspiró y, durante el largo silencio, interrumpido tan solo por el viento, el corazón de Ceres latía con fuerza, preguntándose dónde iba a llegar con todo aquello.
“Lo que daría por mantener vuestra infancia para siempre” añadió, mirando hacia el cielo con el rostro retorcido por el dolor antes de volverse a relajar.
“¿Qué sucede?” preguntó Ceres, colocándole una mano encima del brazo.
“Debo irme por un tiempo”, dijo él.
Ella sintió como si le faltara la respiración.
“¿Irte?”
Se giró y la miró a los ojos.
“Como ya sabes, el invierno y la primavera han sido especialmente duros este año. Los últimos dos años de sequía han sido difíciles. No hemos hecho suficiente dinero para afrontar el próximo invierno y, si no me voy, nuestra familia morirá de hambre. He recibido el encargo de otro rey para ser su herrero principal. Será un dinero bueno”.
“¿Me llevarás contigo, verdad?”, dijo Ceres, con un tono frenético en la voz.
Él negó con la cabeza muy serio.
“Debes quedarte aquí y ayudar a tu madre y a tus hermanos”.
El pensamiento la llenó de una ola de terror.
“No puedes dejarme aquí con Madre”, dijo ella. “No lo harías”.
“He hablado con ella y te cuidará. Será amable”.
Ceres dio un golpe fuerte con el pie en el suelo, levantando el polvo.
“¡No!”
Las lágrimas brotaron de sus ojos y cayeron por sus mejillas.
Él dio un pequeño paso hacia ella.
“Escúchame con mucha atención, Ceres. En palacio todavía necesitan que se les entreguen espadas de vez en cuando. Les he hablado bien de ti y, si haces las espadas como yo te he enseñado, podrías ganar algún dinero para ti”.
Ganar su propio dinero posiblemente le permitiría tener más libertad. Había descubierto que sus pequeñas y delicadas manos habían resultado ser muy diestras para grabar complejos diseños e inscripciones en las hojas y las empuñaduras. Las manos de su padre eran anchas, sus dedos eran gruesos y regordetes y pocos tenían el talento que ella poseía.
Aún así, ella negó con la cabeza.
“Yo no quiero ser herrera”.
“Lo llevas en la sangre, Ceres. Y tienes un don para ello”.
Ella negó con la cabeza, inflexible.
“Yo quiero empuñar las armas”, dijo, “no hacerlas”.
Tan pronto como las palabras salieron de su boca, se arrepintió de haberlas dicho.
Su padre frunció el ceño.
“¿Quieres ser un guerrero? ¿Un combatiente?”
Ella negó con la cabeza.
“Algún día puede que se les permita luchar a las mujeres”, dijo ella. “Tú sabes que yo he practicado”.
Arrugó las cejas por la preocupación.
“No”, ordenó con firmeza. “Este no es tu camino”.
El corazón se le encogió. Se sentía como si sus esperanzas y sus sueños de convertirse en guerrera se estuvieran desvaneciendo con sus palabras. Sabía que él no pretendía ser cruel –él nunca era cruel. Simplemente era la realidad. Y para que todos se mantuviera con vida, ella también sacrificaría su parte.
Ella miró a lo lejos cómo el impacto de un rayo iluminaba el cielo. Tres segundos más tarde, los truenos retumbaban en el cielo.
¿No se había dado cuenta de lo terrible que era su situación? Ella siempre había pensado que se recuperarían juntos como familia, pero esto lo cambiaba todo. Ahora ella no tendría a Padre para agarrarse a él y no habría una persona que actuara como escudo entre ella y Madre.
Una lágrima tras otra cayeron en la desolada tierra mientras ella permanecía inamovible allí donde estaba. ¿Debía abandonar sus sueños y seguir el consejo de su padre?
Él se sacó algo de detrás de la espalda y sus ojos se abrieron como platos al ver que tenía una espada en la mano. Él se acercó más y ella pudo ver los detalles del arma.
Era impresionante. La empuñadura era de oro puro, tenía una serpiente grabada. Su hoja era de doble filo y parecía ser del mejor acero. Aunque la obra era desconocida para Ceres, inmediatamente pudo decir que era de la mejor calidad. En la misma hoja había una inscripción.
Estaba boquiabierta y la miraba asombrada.
“¿La forjaste tú?” preguntó, sin separar la vista de la espada.
Él asintió.
“Según la manera de hacer de la gente del norte”, respondió. “He trabajado en ella durante tres años. De hecho, solo esta hoja podría alimentar a nuestra familia durante todo un año”.
Ella