Морган Райс

Una Subvención De Armas


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más de soldados aparecieron,  esgrimiendo mazas y Mycoples trató de invocar al fuego otra vez.

      Pero esta vez no funcionó. Dios había contestado sus oraciones y le había dado la gracia una sola vez. Pero ahora, ya no había nada más que pudiera hacer. Estaba agradecida, al menos, por lo que había tenido.

      Decenas de soldados descendieron sobre ella, golpeándola con mazas, y lentamente, Mycoples sintió que se hundía, más y más abajo, con sus ojos cerrándose. Ella se acurrucó, resignada, preguntándose si su tiempo en este mundo había llegado a su fin.

      Pronto, su mundo se llenó de oscuridad.

      CAPÍTULO SIETE

      Rómulo estaba parado en el timón de su enorme barco, con el casco pintado de negro y oro y ondeando la bandera del Imperio, un león con un águila en su boca, batiendo las alas con audacia en el viento. Se quedó allí con las manos en las caderas; con su estructura muscular aún más amplia, como si estuviera enraizado a la cubierta y miró hacia el vaivén de las olas luminiscentes del Ambrek. A lo lejos, apareciendo a la vista, estaba la orilla del Anillo.

      Por fin.

      El corazón de Rómulo renació con ilusión, al mirar al Anillo por primera vez. En su barco navegaban sus mejores hombres elegidos cuidadosamente, varias docenas de ellos y detrás navegaban miles de los mejores barcos de Imperio. Una gran armada, llenando el mar, todos navegando con la bandera del Imperio. Ellos habían hecho una larga travesía, rodeando el Anillo, decididos a llegar en el lado de McCloud. Rómulo planeaba entrar a hurtadillas de su antiguo jefe, Andrónico, y asesinarlo cuando menos lo esperara.

      Sonrió ante ese pensamiento. Andrónico no tenía ninguna idea de la fuerza o la astucia de su hombre número dos al mando, y estaba a punto de aprenderlo de mala manera. Nunca debió haberlo subestimado.

      Hubo enormes olas, y Rómulo se deleitaba con el frío rocío que caía en su cara. En su brazo agarró el manto mágico que había obtenido en el bosque, y sintió que iba a funcionar, que iba a llevarlo al otro lado del Cañón. Sabía que cuando se lo pusiera, sería invisible, sería capaz de penetrar el Escudo, de cruzar solo el Anillo. Su misión requeriría sigilo y astucia y sorpresa. Sus hombres no podían seguirlo, por supuesto, pero no necesitaba a ninguno de ellos: una vez que estuviera adentro, encontraría a los hombres de Andrónico – a los hombres del Imperio – y los reuniría para su causa. Él los dividiría y crearía su propio ejército, su propia guerra civil. Después de todo, los soldados del Imperio querían a Rómulo tanto como ellos a Andrónico. Usaría a los hombres de Andrónico contra él.

      Rómulo entonces encontraría a un MacGil, lo llevaría al otro lado del Cañón, como exigía el manto, y si era cierta la leyenda, el Escudo sería destruido. Con el Escudo desactivado, convocaría a todos sus hombres y toda su flota entraría y aplastarían al Anillo para siempre. Entonces, finalmente, Rómulo sería el único gobernante del universo.

      Respiró profundo. Ya casi podía saborearlo. Él había estado luchando toda su vida por este momento.

      Rómulo miró hacia el cielo rojo intenso, el segundo sol se estaba poniendo, era una enorme bola en el horizonte, emitiendo un brillo azul claro, a esta hora del día. Era la hora del día en que Rómulo rogaba a sus dioses, el dios de la Tierra, el dios del Mar, el dios del Cielo, el dios del viento – y sobre todo, el dios de la guerra. Él sabía que necesitaba apaciguarles a todos. Estaba preparado: había traído muchos esclavos para sacrificarlos, sabiendo que su sangre derramada le daría poder.

      Las olas chocaban a su alrededor mientras se acercaban a tierra. Rómulo no esperó a que los otros bajaran las cuerdas, sino que prefirió saltar del casco tan pronto como la proa tocó la arena, cayendo unos seis metros y aterrizando sobre sus pies, hasta su cintura, en el agua. Él ni siquiera parpadeó.

      Rómulo se acercó a la orilla como si fuera dueño de ella, dejando sus pesadas huellas en la arena. Detrás de él, sus hombres bajaron las cuerdas y todos comenzaron a bajar de la embarcación, mientras llegaba un barco tras otro.

      Rómulo observó toda su obra, y sonrió. Estaba oscureciendo y él había llegado a tierra en el momento perfecto para presentar un sacrificio. Él sabía que tenía que agradecer a los dioses por esto.

      Se dio vuelta y enfrentó a sus hombres.

      "¡FUEGO!", gritó Rómulo.

      Sus hombres se apresuraron para construir una enorme fogata, de cuatro metros y medio de altura, había una enorme pila de madera lista, esperando ser encendida, dispersa y en forma de estrella.

      Rómulo asintió con la cabeza, y sus hombres arrastraron hacia adelante a una docena esclavos, atados unos a otros. Estaban amarrados a lo largo de la madera de la hoguera, con sus cuerdas aseguradas a ella. Miraban fijamente, con los ojos abiertos de par en par, llenos de pánico. Gritaban aterrorizados, viendo las antorchas listas y dándose cuenta de que estaban a punto de ser quemados vivos.

      “¡NO!", gritó uno de ellos. “¡Por favor! ¡Se lo ruego! Esto no. ¡Cualquier cosa menos esto!".

      Rómulo los ignoró. En cambio, volvió la espalda a todo el mundo, dio varios pasos adelante, abrió sus brazos ampliamente y estiró el cuello hasta los cielos.

      "¡OMARUS!", gritó. "¡Danos la luz para ver! Acepta mi sacrificio esta noche. Acompáñame en mi viaje al Anillo. Dame una señal. ¡Déjame saber si voy a tener éxito!

      Rómulo bajó sus manos, y al hacerlo, sus hombres se abalanzaron hacia adelante y lanzaron sus antorchas a la madera.

      Se escucharon horribles gritos, mientras todos los esclavos eran quemados vivos. Salieron chispas por todos lados, mientras Rómulo estaba allí parado, con el rostro radiante, observando el espectáculo.

      Rómulo asintió con la cabeza, y sus hombres acercaron a una anciana, sin ojos, con su cara arrugada, con su cuerpo jorobado. Varios hombres la llevaban en un carro, y ella se inclinó hacia adelante, hacia las llamas. Rómulo la observó, paciente, esperando su profecía.

      "Tendrás éxito", dijo ella. "A menos que veas los soles converger".

      Rómulo sonrió ampliamente. ¿Los soles convergen? Eso no ha pasado en mil años.

      Estaba eufórico, un sentimiento de calidez inundaba su pecho. Eso era todo lo que necesitaba saber. Los dioses estaban con él.

      Rómulo agarró su manto, montó en su caballo, lo pateó con fuerza, empezando a galopar solo, a través de la arena, hacia el camino que lo llevaría a la Travesía del Este, por el Cañón, y pronto, al centro mismo del Anillo.

      CAPÍTULO OCHO

      Selese caminó a través de los restos de la batalla, con Illepra a su lado, cada una de ellas revisando cuerpo por cuerpo, buscando señales de vida. Había sido un largo y duro viaje desde Silesia, mientras las dos estaban juntas, siguiendo al grupo principal del ejército y atendiendo a los heridos y a los muertos. Se separaron de los otros curanderos y se habían convertido en amigas íntimas, unidas a través de la adversidad. Ellas se sentían atraídas naturalmente una a la otra, eran de la misma edad, se parecían entre ellas, y quizá lo más importante, era que cada una estaba enamorada de un chico MacGil. Selese amaba a Reece; e Illepra, aunque reacia a admitirlo, amaba a Godfrey.

      Hicieron su mejor esfuerzo para ir al parejo del grupo principal del ejército, abriéndose paso en zigzag de los campos y bosques y caminos fangosos, buscando constantemente a heridos MacGil. Por desgracia, encontrarlos no fue difícil; llenaban el paisaje en abundancia. En algunos casos, Selese fue capaz de curarlos; pero en muchos casos, lo mejor que Illepra y ella podían hacer era tapar sus heridas, quitarles el dolor con sus elíxires y permitirles una muerte tranquila.

      Era desgarrador para Selese. Habiendo sido una curandera en una pequeña ciudad toda su vida, nunca había tratado con algo de esta escala o gravedad. Estaba acostumbrada a manejar raspaduras menores, cortes y heridas o quizá la picadura ocasional de un Forsyth. Pero no estaba acostumbrada a tal derramamiento de sangre y muerte, a tal gravedad de las heridas y heridos. Le entristecía profundamente.

      En su profesión, Selese