Морган Райс

Un Cielo De Hechizos


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dragones continuaron volando, soplando fuego, mientras cruzaban el puente, quemando a todos los hombres de Rómulo. Luego siguieron volando hacia el Anillo mismo, soplando fuego y destruyendo a todo hombre del Imperio que entrara, enviando ola tras ola de destrucción.

      En pocos momentos, no quedaban hombres del Imperio en el puente, o en la tierra del Anillo.

      Los hombres del Imperio que se dirigían hacia el puente, que estaban a punto de cruzar, se detuvieron en seco. No se atrevieron a entrar. En cambio, se dieron vuelta y huyeron, corriendo hacia las embarcaciones.

      Rómulo se volvió para ver, furioso, cómo se iban sus hombres.

      Luanda se quedó ahí sentada, aturdida, y se dio cuenta de que ésta era su oportunidad. Rómulo estaba distraído, mientras se daba vuelta y perseguía a sus hombres e intentaba hacerlos dirigirse hacia el puente. Esta era la oportunidad de ella.

      Luanda se puso de pie de un salto, con su corazón latiendo a toda velocidad y se dio vuelta y corrió hacia el puente. Ella sabía que tenía sólo unos momentos preciosos. Si tenía suerte, tal vez, sólo tal vez, correría el tiempo suficiente antes de que Rómulo se diera cuenta y llegaría al otro lado. Y si llegaba al otro lado, tal vez estar en su tierra, le ayudaría a activar el Escudo.

      Tenía que intentarlo, y sabía que tenía que hacerlo ahora o nunca.

      Luanda corrió y corrió, respirando tan fuerte que apenas podía pensar, sus piernas le temblaban. Tropezó, sus piernas le pesaban, su garganta estaba seca, agitaba sus brazos al avanzar, el frío viento golpeaba su cabeza calva.

      Corrió más y más rápido, su corazón latía en sus oídos, el sonido de su propia respiración llenaba su mundo, mientras todo se volvía borroso. Ella logró correr cuarenta y cinco buenos metros a través del puente, antes de escuchar el primer grito.

      Rómulo. Evidentemente, la había visto.

      Detrás de ella, de repente se escuchó el sonido de los hombres yendo a la carga, a caballo, cruzando el puente, tras ella.

      Luanda corrió a toda velocidad, aumentando su ritmo, mientras sentía a los hombres cerca de ella. Corrió más allá de todos los cadáveres de los hombres del Imperio, quemados por los dragones, algunos aún en llamas, haciendo lo posible para evitarlos. Detrás de ella, los caballos se escuchaban con mayor fuerza. Miró sobre su hombro, vio sus lanzas levantadas por lo alto y sabía que esta vez, Rómulo pretendía matarla. Ella sabía que, en pocos minutos, las lanzas se incrustarían en su espalda.

      Luanda miró hacia adelante y vio el Anillo, la tierra, a pocos metros delante de ella. Si tan sólo pudiera lograrlo. Faltaban tres metros más. Si tan solo pudiera cruzar la frontera, tal vez, sólo tal vez, el Escudo se activaría y la salvaría.

      Los hombres iban hacia ella de manera amenazante, mientras daba sus pasos finales. El sonido de los caballos le era ensordecedor, y olió el sudor de los caballos y de los hombres. Se preparó, esperando que una lanza le perforara la espalda en cualquier momento. Ellos estaban a pocos metros de distancia. Pero ella también.

      En un último acto de desesperación, Luanda se zambulló, justo al ver a un soldado levantar su mano con una lanza detrás de ella. Cayó al suelo dando una voltereta. Con el rabillo del ojo vio volar una lanza por el aire, dirigiéndose hacia ella.

      Pero tan pronto como Luanda cruzó la línea, aterrizó en la tierra del Anillo, de repente, detrás de ella, el Escudo se activó nuevamente. La lanza, a centímetros de ella, se desintegró en el aire. Y detrás de él, todos los soldados en el puente gritaron, llevando sus manos hacia sus rostros, mientras ardían en llamas, desintegrándose.

      En momentos, todos quedaron hechos un montón de cenizas.

      Al otro lado del puente, Rómulo estaba parado, observando todo. Él gritó y golpeó su pecho. Fue un grito de agonía. Un grito de alguien que había sido derrotado. Burlado.

      Luanda yacía ahí, respirando con dificultad, en estado de shock. Ella se agachó y besó el suelo en el que estaba. Luego echó la cabeza hacia atrás y rio de placer.

      Lo había logrado. Estaba a salvo.

      CAPÍTULO SEIS

      Thorgrin estaba parado en el claro, frente a Andrónico, rodeado de ambos ejércitos. Estaban parados en un punto muerto, viendo como padre e hijo se enfrentaban una vez más. Andrónico se quedó ahí parado, en toda su gloria, por encima de Thor, blandiendo una enorme hacha en una mano y una espada en la otra. Mientras Thor lo enfrentaba, se obligó a respirar lenta y profundamente, para controlar sus emociones. Thor tenía que tener la mente clara, para centrarse mientras luchaba contra este hombre, del mismo modo que lo haría con cualquier otro enemigo. Tenía que decirse a él mismo que no estaba enfrentando a su padre, sino a su peor enemigo. El hombre que había lastimado a Gwendolyn; el hombre que había lastimado a todos sus compatriotas; el hombre que le había lavado el cerebro. El hombre que merecía morir.

      Con Rafi muerto, Argon en control, y todos los muertos vivientes debajo de la tierra, no tenía caso retrasar esta confrontación final: Andrónico enfrentándose a Thorgrin. Era la batalla que debía determinar el destino de la guerra. Thor no lo dejaba escapar, no esta vez, y Andrónico, acorralado, por fin parecía estar dispuesto a enfrentarse con su hijo.

      "Thornicus, tú eres mi hijo", dijo Andrónico, con su voz baja reverberante. "No quiero hacerte daño".

      "Pero yo sí quiero hacerle daño", respondió Thor, negándose a ceder ante los juegos mentales de Andrónico.

      "Thornicus, hijo mío", repitió Andrónico, mientras Thor daba un paso más, con cautela. "No quiero matarte. Depón las armas y acompáñame. Únete a mí, como antes. Tú eres mi hijo. Tú no eres hijo de ellos. Llevas mi sangre; no la de ellos. Mi patria es tu patria; el Anillo no es más que un lugar adoptado por ti. Tú eres mi pueblo. Estas personas no significan nada para ti. Ven a casa. Vuelve al Imperio. Permíteme ser el padre que siempre quisiste. Y sé el hijo que siempre quise que fueras.

      "No lucharé contra ti", dijo Andrónico finalmente, mientras bajaba su hacha.

      Thor ya había escuchado suficiente. Tenía que hacer algo ahora, antes de permitir que influenciara su mente este monstruo.

      Thor soltó un grito de guerra, subió su espada por lo alto y se fue a la carga, bajándola con ambas manos hacia la cabeza de Andrónico.

      Andrónico lo miró con sorpresa, luego, en el último segundo, bajó la mano, agarró su hacha del suelo, la levantó y bloqueó el golpe de Thor.

      Salieron chispas de la espada de Thor, mientras los dos entrelazaban armas, a unos centímetros de distancia, cada uno gimiendo, mientras Andrónico frenaba el golpe de Thor.

      "Thornicus", gruñó Andrónico, "tu fuerza es grande. Pero es mi fuerza. Te di esto. Mi sangre corre por tus venas. ¡Para esta locura y únete a mí!".

      Andrónico hizo retroceder a Thor, y Thor tambaleó hacia atrás.

      "¡Nunca!", gritó Thor, desafiante. "Nunca volveré contigo. Tú no eres un padre para mí. Eres un extraño. ¡No mereces ser mi padre!".

      Thor volvió a la carga, gritando, y bajó su espada. Andrónico la bloqueó, y Thor, esperándolo, rápidamente se dio vuelta con su espada y cortó el brazo de Andrónico.

      Andrónico gritó, mientras salía sangre a chorros de su herida. Tambaleó hacia atrás y miró a Thor con incredulidad, estirando la mano y tocando su herida, y después examinando la sangre en su mano.

      "Quieres matarme", dijo Andrónico, como dándose cuenta por primera vez. "Después de todo lo que he hecho por ti".

      "Sin duda", dijo Thorgrin.

      Andrónico lo había analizado, como si fuera una nueva persona, y pronto su mirada cambió de ser de asombro y desilusión, a una de ira.

      "¡Entonces tú no eres hijo mío!", gritó. "¡El Gran Andrónico no pregunta dos veces!".

      Andrónico arrojó su espada, levantó su hacha de batalla con ambas manos, soltó un gran grito y fue hacia Thor. Finalmente,