Морган Райс

La Senda De Los Héroes


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de un rey: él tenía que reunirse con su Consejo, con sus hijos, y con una larga lista de suplicantes que tenían derecho de ver al rey en este día. Tendría suerte si dejaba su castillo a tiempo para la ceremonia, en la puesta del sol.

*

      MacGil, vestido con su mejor atuendo real, un pantalón negro de terciopelo, un cinturón dorado, un manto real blanco, hecho de la más fina seda púrpura y oro, botas de cuero brillantes hasta las pantorrillas, y su corona—una banda de oro adornada con un gran conjunto de rubíes en su centro—se pavoneaba por los pasillos del castillo, flanqueado por los asistentes. Fue de una habitación a otra, descendiendo los escalones desde el parapeto, cortando a través de sus cámaras reales, a través de la gran sala abovedada, con su techo alto y las filas de vitrales. Finalmente, llegó a una puerta de roble antiguo, gruesa como el tronco de un árbol, que sus ayudantes abrieron antes de hacerse a un lado. El Salón del Trono.

      Sus asesores se pusieron en posición de firmes cuando entró MacGil; la puerta se cerró detrás de él.

      “Siéntense”, dijo él, más abruptamente de lo habitual. Estaba cansado, especialmente en este día, de las interminables formalidades para gobernar el reino, y quería acabar con eso de una vez.

      Cruzó el Salón del Trono, que nunca dejaba de impresionarlo. Sus techos se elevaban unos quince metros de altura, una pared entera con un vitral de color, los pisos y las paredes de piedra de treinta centímetros de espesor. La habitación podría sostener fácilmente un centenar de dignatarios. Pero en días como hoy, cuando convocó a su Consejo, era sólo él y su puñado de asesores en el entorno cavernoso. La habitación estaba dominada por una enorme mesa en forma de semicírculo, detrás de la cual estaban sus asesores.

      Él se pavoneaba por la abertura, al centro, dirigiéndose a su trono. Subió los escalones de piedra, pasando por los leones dorados tallados y se hundió en el cojín de terciopelo rojo que recubre su trono, forjado completamente en oro. Su padre se había sentado en ese trono, al igual que el padre de éste, y todos los MacGil antes que él. Cuando se sentó, MacGil sintió el peso de sus ancestros—de todas las generaciones—sobre él.

      Examinó a los Consejeros que estaban ahí presentes. Estaba Brom, su mejor general y su asesor en asuntos militares; Kolk, el general de la Legión de los muchachos; Aberthol, el mayor del grupo, un erudito e historiador, mentor de los reyes de tres generaciones; Firth, su asesor en asuntos internos de la Corte, un hombre delgado, con el pelo corto y canoso y los ojos ahuecados que nunca se quedaban quietos. Firth no era un hombre en quien MacGil confiaba, y nunca entendió su título. Pero su padre, y su abuelo, lo mantuvieron como asesor para asuntos judiciales, y lo mantuvo por respeto a ellos. Estaba Owen, su tesorero; Bradaigh, su asesor en asuntos externos; Earnan, su recaudador de impuestos; Duwayne, su asesor en asuntos de la plebe; y Kelvin, representante de los nobles.

      Por supuesto, el rey tenía autoridad absoluta. Pero su reino era liberal, y sus padres, siempre se habían sentido orgullosos de permitir a los nobles tener voz en todos los asuntos, canalizada a través de su representante. Históricamente, era un equilibrio de poder incómodo entre la monarquía y la nobleza. Ahora había armonía, pero en otros momentos había habido revueltas y luchas de poder entre los nobles y la realeza. Era un buen equilibrio.

      Cuando MacGil examinó la habitación, se dio cuenta de que faltaba una persona: el hombre con quien quería hablar más que nadie—Argon. Como de costumbre, cuándo y dónde aparecería, era impredecible. Eso enfurecía a MacGil infinitamente, pero no tenía más remedio que aceptarlo. El modo de ser de los Druidas era inescrutable para él. Sin él presente, MacGil se sentía todavía en más apuro. Quería salir de esto, y hacer las otras mil cosas que le esperaban antes de la boda.

      El grupo de asesores se sentó frente a él en la mesa semicircular, extendidos cada tres metros, cada uno sentado en una silla de roble antiguo, con brazos de madera tallada.

      “Mi señor, si me permite empezar”, dijo Owen.

      “Sí puedes. Y sé breve. Tengo poco tiempo el día de hoy”.

      “Su hija recibirá muchos regalos hoy, que todos esperamos llene sus arcas.  Las miles de personas que pagan tributo, le darán los regalos personalmente y llenarán nuestros burdeles y tabernas, también ayudará a que se llenen nuestras arcas. Sin embargo, la preparación para las festividades de hoy también agotará una buena parte del tesoro real. Recomiendo que aumente el impuesto a la gente y a los nobles.  Un impuesto único para aliviar las presiones de este gran evento”.

      MacGil vio la preocupación en la cara de su tesorero y sintió un desasosiego ante la idea de que se agotaran las reservas.  Sin embargo, él no volvería a aumentar los impuestos.

      “Es mejor tener pocas reservas y súbditos leales”, contestó MacGil. “Nuestra riqueza viene de la felicidad de nuestros súbditos. No vamos a imponer más”.

      “Pero, mi señor, si no lo hacemos…”

      “Ya lo he decidido. ¿Qué más?”.

      Owen se arrellanó, cabizbajo.

      “Mi rey”, dijo Brom con su voz grave”. Siguiendo sus órdenes, hemos destinado la mayor parte de nuestras fuerzas de la Corte al festejo del día de hoy.  La demostración de poder será impresionante.  Pero no será suficiente.  Si hubiera un atentado en otro lugar del reino, vamos a ser vulnerables”.

      MacGil asintió, pensando en ello.

      “Nuestros enemigos no nos atacarán mientras los estemos alimentando”.

      Los hombres rieron.

      “¿Qué noticias hay del altiplano?”.

      “No han reportado ninguna actividad desde hace varias semanas.  Parece que sus tropas se han reducido, en preparación para la boda.  Tal vez están dispuestos a hacer la paz”.

      MacGil no estaba tan seguro.

      “Eso significaba que la boda arreglada había funcionado o que esperaban atacarnos en otro momento. ¿Qué crees que hayan decidido, anciano?”, preguntó MacGil, volteando a ver a Aberthol.

      Aberthol se aclaró la garganta, y con su voz rasposa dijo: “Mi señor, su padre y su abuelo nunca confiaron en los McCloud. El hecho de que se encuentren durmiendo, no significa que no vayan a despertar”.

      MacGil asintió con la cabeza, apreciando su opinión.

      “¿Y qué hay de la Legión?”, preguntó, volviéndose hacia Kolk.

      “Hoy le dimos la bienvenida a los nuevos reclutas”, respondió Kolk, con un rápido movimiento de cabeza.

      “¿Mi hijo está entre ellos?”, preguntó MacGil.

      “Está orgullosamente entre ellos, y es un buen muchacho”.

      MacGil asintió con la cabeza, después se volvió hacia Bradaigh.

      “¿Y qué noticias hay de más allá del Barranco?”.

      “Mi señor, nuestros guardias han visto más intentos para tender un puente sobre el Barranco en las últimas semanas. Puede haber signos de que los Salvajes se están movilizando para un ataque”.

      Hubo un susurro entre los hombres. MacGil sintió desasosiego ante la idea.  El escudo de energía era invencible; aun así, no era un buen presagio.

      “¿Y si hay un ataque a gran escala?”, preguntó él.

      “Siempre y cuando el escudo esté activo, no tenemos nada que temer.  Los Salvajes no han tenido éxito para abrir una brecha en el Barranco desde hace siglos.  No hay ninguna razón para pensar lo contrario”.

      MacGil no estaba tan seguro. Hacía mucho tiempo que esperaba un ataque desde el exterior, y no podía dejar de pensar cuándo ocurriría.

      “Mi señor”, dijo Firth, con su voz nasal, “Me siento obligado a añadir que hoy nuestra Corte está llena de muchos dignatarios del reino McCloud.  Se consideraría un insulto si usted no los entretiene, sean rivales o no.  Yo le aconsejaría que dedique la tarde a saludar a cada uno de ellos.  Han traído un gran séquito, muchos regalos, y se rumora que muchos espías”.

      “¿Quién