Морган Райс

Un Reino de Sombras


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la nave hacia el horizonte y hacia un destino que Merk ni se podía imaginar.

      “Todavía no me has dicho hacia dónde vamos,” dijo él levantando la voz para que se escuchara sobre el viento.

      A esto le siguió un silencio tan largo que él se preguntó si recibiría respuesta.

      “Al menos dime tu nombre,” añadió él al darse cuenta que no se habían presentado.

      “Lorna,” respondió ella.

      Lorna. Le agradó escucharlo.

      “Las Tres Dagas,” añadió ella volteando hacia él. “Ese es nuestro destino.”

      Merk frunció el ceño.

      “¿Las Tres Dagas?” preguntó con sorpresa.

      Ella simplemente miró hacia adelante.

      Pero Merk se quedó perplejo por la noticia. Las islas más remotas de todo Escalon, Las Tres Dagas, estaban tan profundo en la Bahía de la Muerte que él no conocía a nadie que hubiera viajado hasta ese lugar. Knossos, la legendaria isla y fortaleza, estaba en la última de ellas, y la leyenda decía que ahí se encontraban los guerreros más feroces de Escalon. Eran hombres que vivían en una isla desolada de una península desolada, en la masa de agua más peligrosa que existía. Los rumores decían que los hombres eran tan rudos como el mar que los rodeaba. Merk nunca había conocido a ninguno en persona. Nadie lo había hecho. Eran más leyenda que reales.

      “¿Ahí es a dónde fueron los Observadores?” preguntó él.

      Lorna asintió.

      “Esperan nuestra llegada,” dijo ella.

      Merk se dio la vuelta esperando ver por última vez la Torre de Kos y, al hacerlo, su corazón de repente se detuvo con lo que vio: en el horizonte había docenas de barcos persiguiéndolos a toda velocidad.

      “Tenemos compañía,” dijo él.

      Pero para su sorpresa, Lorna simplemente asintió sin siquiera darse la vuelta.

      “Nos perseguirán hasta el fin del mundo,” dijo ella calmadamente.

      Merk estaba confundido.

      “¿Incluso después de hallar la Espada de Fuego?”

      “En realidad no era la Espada lo que estaban buscando,” corrigió ella. “Era la destrucción; la destrucción de todos nosotros.”

      “¿Y cuando nos alcancen?” preguntó Merk. “No podremos pelear solos contra un ejército de troles. Tampoco una pequeña isla de guerreros, sin importar lo fuertes que sean.”

      Ella asintió aún sin perturbarse.

      “Puede que muramos,” respondió ella. “Pero moriremos junto con nuestros compañeros Observadores, peleando por lo que es correcto. Quedan muchos secretos qué guardar.”

      “¿Secretos?” preguntó él.

      Pero ella guardó silencio observando las aguas.

      Estaba a punto de hacerle más preguntas cuando de repente una ráfaga de viento casi vuelca el barco. Merk cayó boca abajo chocando contra un costado del casco y resbalando hasta la orilla.

      Colgando, se aferró a la barandilla con las piernas hundidas en el agua, agua tan helada que sintió que moriría congelado. Colgaba con una sola mano casi sumergido, y al mirar hacia atrás sobre su hombro, su corazón se aceleró al ver a un grupo de tiburones rojos acercándose. Sintió un terrible dolor mientras dientes se le sumergían en la pantorrilla y mientras veía sangre en el agua que sabía era la suya.

      Un momento después Lorna se acercó y golpeó las aguas con su bastón; al hacerlo, una luz blanca y brillante se extendió por la superficie y los tiburones se dispersaron. En el mismo movimiento, lo tomó de la mano y lo subió de nuevo al barco.

      El barco se estabilizó al pasar el viento y Merk se sentó en la cubierta, mojado, frío, respirando agitadamente y con un terrible dolor en la pantorrilla.

      Lorna le examinó la herida, arrancó un pedazo de tela de su propia vestidura, y le envolvió la pierna cubriendo la hemorragia.

      “Me salvaste la vida,” dijo él lleno de gratitud. “Había docenas de esas cosas ahí. Me habrían matado.”

      Ella lo miró con sus grandes e hipnotizantes ojos azul claro.

      “Esas criaturas son la menor de tus preocupaciones aquí,” le dijo.

      Siguieron navegando en silencio. Merk se puso de pie lentamente y miró hacia el horizonte, esta vez aferrándose con ambas manos de la barandilla. Examinó el horizonte pero, sin importar cuanto lo intentaba, no veía señal de Las Tres Dagas. Miró hacia abajo y estudió las aguas de la Bahía de la Muerte con un nuevo respeto y miedo. Miró con cuidado y vio enjambres de pequeños tiburones rojos bajo la superficie, apenas visibles y ocultos solo por las olas. Ahora sabía que entrar en esas aguas significaba la muerte; y no pudo evitar pensar en qué otras criaturas vivirían en esta masa de agua.

      El silencio creció, interrumpido solo por el silbido del viento, y después de que pasaron varias horas Merk, sintiéndose desolado, necesitaba hablar.

      “Lo que hiciste con ese bastón,” dijo Merk mirando a Lorna. “Nunca he visto nada parecido.”

      Lorna no mostró expresión alguna y siguió mirando hacia el horizonte.

      “Háblame de ti,” presionó él.

      Ella le dio una mirada, pero después miró de nuevo hacia el horizonte.

      “¿Qué te gustaría saber?” le preguntó.

      “Cualquier cosa,” respondió. “Todo.”

      Ella guardó silencio por un largo rato hasta que finalmente dijo:

      “Tú empieza.”

      Merk la miró, sorprendido.

      “¿Yo?” le preguntó. “¿Qué quieres saber?”

      “Háblame de tu vida,” dijo ella. “Lo que sea que quieras decirme.”

      Merk respiró profundo mientras se daba la vuelta y miraba hacia el horizonte. No tenía ningún deseo de hablar acerca de su vida.

      Finalmente y al darse cuenta de que tenían un largo camino por delante, suspiró. Sabía que tendría que enfrentarse a sí mismo tarde o temprano, incluso si no era placentero.

      “He sido un asesino la mayor parte de mi vida,” dijo con arrepentimiento y mirando hacia el horizonte, con voz grave y llena de odio a sí mismo. “No me enorgullece. Pero era el mejor de todos. Era solicitado por reyes y reinas. Mis habilidades no tenían comparación.”

      Merk guardó silencio quedando atrapado en memorias de las que se arrepentía, memorias que prefería no recordar.

      “¿Y ahora?” preguntó ella suavemente.

      Merk se sintió agradecido al no detectar juicio en su voz como le pasaba al escuchar a otros. Suspiró.

      “Ahora,” dijo él, “ya dejé de serlo. Ya no soy esa persona. He jurado renunciar a la violencia, poner mis servicios en una buena causa. Pero aunque lo intento, no logro alejarme por completo. La violencia parece hallarme. Siempre parece haber una causa más.”

      “¿Y cuál es tu causa?” preguntó ella.

      Lo pensó.

      “Mi causa, al principio, era convertirme en Observador,” respondió. “Poner mi devoción a ese servicio; Proteger la Torre de Ur y proteger la Espada de Fuego. Cuando esta cayó, sentí que mi causa era llegar hasta la Torre de Kos y salvar la Espada.”

      Suspiró.

      “Y ahora aquí estamos, navegando por la Bahía de la Muerte, con la Espada perdida, los troles persiguiéndonos y dirigiéndonos hacia una cadena de islas desiertas,” respondió Lorna con una sonrisa.

      Merk frunció el ceño sin parecerle divertido.

      “He perdido mi causa,” dijo. “He perdido