Морган Райс

La Noche del Valiente


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sintió que él también era apuñalado. Sintió que todo su cuerpo se colapsaba dentro de él al nunca haberse sentido tan impotente. Todo había pasado tan rápido que los hombres de su padre estaban estupefactos y confundidos. Nadie sabía qué estaba pasando. Pero Aidan lo sabía; lo había sabido desde un principio.

      Aún a veinte yardas de distancia, Aidan desesperadamente sacó la daga que Motley le había dado de su cinturón, se inclinó hacia atrás y la lanzó.

      La daga giró por el aire reflejando la luz del sol y dirigiéndose hacia la chica. Ella sacó la daga, sonriendo, y se preparó para apuñalar a Duncan otra vez; pero entonces la daga de Aidan llegó a su objetivo. Aidan se sintió aliviado al ver que le había atravesado la mano, al verla gritar y soltar su arma. No fue un grito de este mundo, y ciertamente no era de Kyra. Quienquiera que fuese, Aidan la había expuesto.

      Se dio la vuelta y lo miró y, al hacerlo, Aidan miró con horror cómo su rostro se transformaba. La apariencia femenina fue reemplazada por un grotesco rostro masculino que crecía a cada segundo. Los ojos de Aidan se agrandaron por la sorpresa. No era su hermana. Se trataba del Grande y Sagrado Ra.

      Los hombres de Duncan se quedaron perplejos al verlo. De alguna manera, la daga en su mano había interrumpido la ilusión, había destruido la hechicería utilizada para engañar a Duncan.

      Al mismo tiempo Blanco saltó hacia él, atravesando el aire y cayendo sobre el pecho de Ra con sus grandes patas, derribándolo hacia atrás. Gruñendo, el perro atacó su cuello y utilizó sus garras. Le cortó el rostro tomando a Ra completamente por sorpresa y evitando que pudiera prepararse para atacar a Duncan de nuevo.

      Ra, peleando en la tierra, miró hacia el cielo y gritó unas palabras, algo en un lenguaje que Aidan no pudo entender y claramente invocando un hechizo antiguo.

      Y entonces, de repente, Ra desapareció en una esfera de polvo.

      Todo lo que quedó fue su daga ensangrentada en el suelo.

      Y ahí, en un charco de sangre, estaba el cuerpo inmóvil del padre de Aidan.

      CAPÍTULO OCHO

      Vesuvius cabalgaba hacia el norte por el campo, galopando en un caballo que había robado después de matar a un grupo de soldados Pandesianos, y ahora creando un alboroto casi sin detenerse al destruir aldea tras aldea asesinando mujeres y niños inocentes. En algunos casos pasaba por una aldea para conseguir comida y armas; en otros, tan solo por el placer de matar. Sonrió ampliamente al recordar prenderle fuego a una aldea tras otra, quemándolas por completo él solo. Dejaría su marca en Escalon en cualquier lugar por el que pasara.

      Al salir de la última aldea Vesuvius gruñó y lanzó una antorcha encendida, observando con satisfacción mientras caía en otro techo y se incendiaba otra aldea. Salió de esta regocijándose. Era la tercera aldea que quemaba en una hora. Las quemaría todas si pudiera, pero tenía asuntos urgentes. Encajó sus tacones en el caballo y estaba determinado a unirse a sus troles y guiarlos en el último trecho de la invasión. Lo necesitaban ahora más que nunca.

      Vesuvius cabalgó y cabalgó, cruzando las grandes planicies y entrando en la parte norteña de Escalon. Sintió que su caballo empezaba a cansarse, pero eso solo lo hizo encajarle más profundo sus tacones. No le importaba si lo cabalgaba hasta la muerte; de hecho, esperaba que así fuera.

      Mientras el sol empezaba a bajar en el cielo, Vesuvius pudo sentir que su nación de troles estaba cerca y lo esperaban; podía olerlo en el aire. Le dio gran felicidad el pensar en su gente finalmente de este lado de Las Flamas en Escalon. Pero al avanzar, se preguntó por qué sus troles no estaban ya más al sur saqueando todo el terreno. ¿Qué los detenía? ¿Eran sus generales tan incompetentes que no podían hacer nada si él?

      Vesuvius finalmente salió libre de una gran extensión de bosque, y al hacerlo, su corazón saltó al ver a sus fuerzas extendiéndose en las llanuras de Ur. Se emocionó al ver que se juntaban decenas de miles de troles. Pero estaba confundido: en vez de parecer victoriosos, los troles parecían derrotados y desamparados. ¿Cómo era posible?

      Mientras Vesuvius veía a su gente simplemente parados allí, su rostro se ruborizó con disgusto. Sin él, todos parecían desmoralizados y sin motivación para pelear. Con Las Flamas abajo, Escalon ya era de ellos. ¿Qué era lo que estaban esperando?

      Vesuvius finalmente los alcanzó y, al entrar en la multitud galopando, vio que todos se volteaban y lo miraban con sorpresa, miedo y después esperanza. Todos se quedaron congelados. Siempre había tenido ese efecto en ellos.

      Vesuvius bajó de su caballo y, sin dudar, levantó su alabarda con las manos y le cortó la cabeza a su caballo. El caballo sin cabeza se quedó de pie por un momento; después cayó muerto.

      Eso, pensó Vesuvius, fue por no correr lo bastante rápido.

      Además, siempre le gustaba matar algo cuando llegaba a algún lugar.

      Vesuvius vio el miedo en el rostro de los troles mientras marchaba hacia ellos furioso, demandando respuestas.

      “¿Quién está liderando a estos hombres?” demandó.

      “Yo, mi señor.”

      Vesuvius dio la vuelta y vio a un trol grande y grueso, Suves, su subcomandante en Marda, que lo miraba con decenas de miles de troles detrás de él. Vesuvius pudo ver que Suves trataba de parecer orgulloso, pero podía detectar el miedo detrás de su mirada.

      “Pensamos que estabas muerto, mi señor,” añadió tratando de explicar.

      Vesuvius frunció el ceño.

      “Yo no muero,” replicó. “Morir es para los cobardes.”

      Los troles lo miraron con temor y silencio mientras Vesuvius abría y cerraba su agarre en su alabarda.

      “¿Y por qué te has detenido aquí?” demandó. “¿Por qué no has destruido todo Escalon?”

      Suves pasaba la mirada de sus hombres a Vesuvius con miedo.

      “Fuimos detenidos, mi maestro,” admitió él finalmente.

      Vesuvius sintió una oleada de rabia.

      “¿¡Detenidos!?” gritó. “¿Por quién?”

      Suves dudó.

      “El que es conocido como Alva,” dijo finalmente.

      Alva. El nombre resonó profundamente en el alma de Vesuvius. Era el hechicero más grande de Escalon. Tal vez el único con más poder que él mismo.

      “Creó una grieta en la tierra,” explicó Suves. “Un cañón que no pudimos cruzar. Ha separado el sur del norte. Muchos de nosotros ya hemos muerto intentándolo. Fui yo el que detuvo el ataque para salvar a los troles que ves aquí hoy. Soy yo al que tienes que agradecer por haber conservado estas preciosas vidas. Soy yo el que salvó nuestra nación. Por eso, mi maestro, te pido que me promuevas y me des mi propio comando. Después de todo, esta nación ahora me busca a mí por liderazgo.”

      Vesuvius sintió que su rabia estaba a punto de explotar. Con manos temblorosas, dio dos pasos rápidos, giró su alabarda, y cortó la cabeza de Suves.

      Suves cayó al suelo mientras el resto de los troles lo miraban con sorpresa y temor.

      “Ahí tienes,” le dijo Vesuvius al trol muerto, “tu comando.”

      Vesuvius examinó a su nación de troles con disgusto. Pasó por las filas mirando todos los rostros, infundiendo temor y pánico en todos ellos como le gustaba hacerlo.

      Finalmente habló, con su voz pareciendo más un gruñido.

      “El gran sur está frente a ustedes,” dijo con una voz oscura y llena de furia. “Esas tierras fueron una vez de nosotros, saqueadas por nuestros antepasados. Esas tierras una vez fueron Marda. Nos han robado lo que es nuestro.”

      Vesuvius respiró profundo.

      “Para aquellos que tengan miedo de avanzar, juntaré sus nombres y los nombres de sus familias y haré que todos sean torturados lentamente uno a uno,