Морган Райс

Amores


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estable. Pero llegó a un punto del que ya no pudo volver. Todo había dejado de importarle.

      Caitlin dio varios pasos hacia él.

      —¿Sam? —preguntó.

      Él la contempló sin decir una sola palabra.

      Era difícil definir lo que había en su mirada. ¿Eran las drogas?, ¿estaba fingiendo indiferencia?, ¿o en verdad no le importaba nada?

      La apatía en su rostro fue lo que la lastimó más que nada. Había imaginado que estaría feliz al verla, que se levantaría y le daría un gran abrazo. Pero no se esperaba nada de esto; de la indiferencia. Era como si fueran desconocidos. ¿Estaría actuando para verse cool frente a sus amigos?, ¿o tal vez ella lo había arruinado todo y para siempre?

      Pasaron varios segundos y luego Sam desvió la mirada. Le pasó la pipa a uno de los otros muchachos os e ignoró a su hermana.

      —¡Sam! —dijo Caitlin con más fuerza. Tenía las mejillas encendidas por el enojo— ¡Te estoy hablando!

      Escuchó las risas de sus amigos los perdedores y sintió que la ira le invadía el cuerpo. También percibió algo nuevo dentro de sí; era un instinto animal. El enojo estaba llegando a tal punto de ebullición, que, en unos minutos más, sería incontrolable. Entonces le dio miedo pensar que estaba a punto de cruzar la línea. Ya no era algo humano sino animal.

      Aquellos chicos eran muy corpulentos, pero el poder que ahora corría por sus venas le indicó que podría acabar con cualquiera de ellos en un instante. Le estaba costando demasiado trabajo contener la furia, pero esperaba tener la fuerza suficiente para hacerlo.

      En ese momento, el Rottweiler contuvo el gruñido y comenzó a acercarse a ella poco a poco. Era como si hubiera sentido que algo se avecinaba.

      Entonces Caitlin notó que alguien le tocaba el hombro con suavidad. Era Caleb; seguía ahí. Se había dado cuenta de que estaba punto de perder el control; era el instinto animal que existía entre ambos. Trató de apaciguarla, le dijo que se calmara, que contuviera sus deseos. Su presencia reconfortó a la chica, pero no fue fácil.

      Sam volteó a verla. Había un aire de desafío en su mirada, seguía molesto. Era obvio.

      —¿Qué quieres? —le preguntó con brusquedad.

      —¿Por qué no estás en la escuela? —fue lo primero que ella se escuchó decir. No estaba segura de por qué lo había preguntado, en particular, habiendo tantas otras cosas que deseaba saber. Pero el instinto maternal surgió y eso fue lo único que se le ocurrió decir.

      Más risitas. El enojo de Caitlin aumentó.

      —¿Y a ti qué te importa? —contestó Sam— ¿Me dijiste que me fuera?

      —Lo siento —dijo ella—, no quise hacerlo.

      Le dio gusto tener la oportunidad de decirlo.

      Pero eso no pareció convencerlo. Siguió mirándola.

      —Sam, necesito hablar contigo en privado —agregó Caitlin.

      Quería sacarlo de aquel ambiente y llevarlo a tomar aire fresco para estar solos, a algún lugar en donde pudieran hablar de verdad. No sólo quería saber sobre su padre, también quería hablar con él como solían hacerlo. Quería darle la noticia sobre la muerte de su madre. Con delicadeza.

      Pero se dio cuenta de que las cosas no podrían ser así. Todo se desplomaba en una espiral interminable. La energía que había en aquel oscuro establo era demasiado maligna y violenta. Ella estaba a punto de perder el control porque, a pesar de la mano de Caleb, no sería capaz de contener lo que se estaba apoderando de su ser.

      —Ya estoy instalado aquí —dijo Sam.

      Una vez más, Caitlin escuchó las risas de los muchachos.

      —¿Por qué no te relajas? —le preguntó uno de ellos— Estás demasiado tensa; ven, siéntate y date un toque.

      El chico le ofreció la pipa de agua.

      Ella volteó y lo fulminó con la mirada.

      —¿Por qué no te metes esa pipa por el trasero? —dijo, rechinando los dientes.

      Los demás interrumpieron la conversación con comentarios molestos.

      —¡Auch, ZAPE! —gritó uno de ellos.

      El muchacho que le había ofrecido la pipa era un tipo grande y musculoso a quien, Caitlin sabía, habían echado del equipo de futbol americano. Se puso de pie. Estaba rojo del coraje.

      —¿Qué me dijiste, perra? —dijo.

      Ella miró hacia arriba. Era mucho más alto de lo que recordaba; medía casi dos metros. Caleb estrujó su hombro, pero ella no sabía si era porque la instaba a conservar la calma o porque él también estaba alerta.

      El ambiente del lugar se tensó muchísimo.

      El Rottweiler se acercó más; ahora estaba a sólo unos treinta centímetros de distancia y gruñía como loco.

      —Relájate, Jimbo —le dijo Sam al jugador de americano.

      Ahí estaba Sam, el protector. A pesar de todo, la protegía a ella.

      —Caitlin es como un dolor de muelas pero estoy seguro de que no quiso decir eso. Además, no deja de ser mi hermana. Sólo cálmate.

      —¡Claro que quise decir eso! —gritó Caitlin, más enojada que nunca— ¿Ustedes creen que son muy cool porque drogaron a mi hermano? Son sólo un montón de perdedores que no se dirige a ningún lado. Si quieren echar a perder sus vidas, adelante, ¡pero no involucren a Sam!

      Como si fuera posible, Jim se enojó aún más y dio unos cuantos pasos amenazantes hacia ella.

      —Vaya, vean quién es. La señorita maestra, señorita mamá que vino a decirnos qué hacer.

      Se escuchó un coro de risas.

      —¡Por qué tú y tu noviecito de juguete no vienen aquí a darme mi merecido?

      Jimbo dio un paso más y empujó a Caitlin con su enorme mano que más bien parecía pata de felino.

      Mala idea.

      La ira estalló dentro de la chica y le fue imposible controlarla. En cuanto Jimbo la tocó, ella se movió a toda velocidad, lo sujetó de la muñeca y se la torció hacia atrás. Sólo se escuchó un escandaloso crujido, como si se la hubiera fracturado.

      Luego, Caitlin lo giro, le puso la muñeca en lo alto de la espalda, y lo empujó de cara hasta el suelo.

      En menos de un segundo, estaba tirado bocabajo sobre la tierra, y sin poder incorporarse. Ella dio un paso, le puso el pie en el cuello y lo mantuvo pegado al suelo con firmeza.

      El chico gritó de dolor.

      —¡Dios mío, mi muñeca, mi muñeca! ¡Maldita perra! ¡Me rompió la muñeca!

      Sam se puso de pie como todos los demás y miró impactado a Jimbo. No lo podía creer. No tenía idea de cómo, su hermanita, había podido someter de esa forma a un tipo tan grande.

      —Ofréceme una disculpa —le gruñó Caitlin a Jimbo. A ella misma le asustaba el gutural y animalesco sonido de su voz.

      —¡Lo siento, lo siento! ¡Lo siento! —gritó Jimbo lloriqueando.

      Caitlin sólo quería dejarlo ir y terminar con ese asunto, pero había algo en ella que no se lo permitía. La ira la había invadido de forma muy inesperada y con demasiada fuerza. No podía terminar con todo así nada más. En su interior, el enojo seguía fluyendo, creciendo. Quería matar a aquel chico. Era ridículo pero en verdad quería hacerlo.

      —¿Caitlin! —gritó Sam; y ella percibió el miedo en su voz —¡Por favor!

      Pero Caitlin no podía ceder; en verdad iba a asesinar al muchacho.

      En