del pasado”.
Fue el destino lo que lo obligó a interactuar con ellos, a verlos cada noche cuando se levantaba de su sueño y salía a la ciudad a través del edificio del Ayuntamiento. Varios siglos atrás, la Cofradía de Blacktide se había establecido debajo del Ayuntamiento de la ciudad de Nueva York, y además, había mantenido una estrecha relación de trabajo con los políticos. De hecho, la mayor parte de ellos, de los que abarrotaban el lugar, en realidad pertenecía en secreto a su cofradía y ejecutaba sus órdenes por toda la ciudad y el estado. Involucrarse y tener tratos con ellos, era un mal necesario.
Sin embargo, la cantidad de políticos que todavía eran humanos, era suficiente para causarle escalofríos al ambicioso vampiro. No soportaba dejarlos entrar en aquel edificio. En particular le molestaba que se acercaran demasiado a él. Caminó e inclinó su hombro para golpear con fuerza a uno de ellos. “¡Hey! Le gritó el hombre, pero Kyle siguió caminando; rechinó la mandíbula y se dirigió a las enormes puertas abatibles al final del corredor.
Si pudiera, los mataría a todos. Pero no le estaba permitido. Su cofradía aún tenía que rendirle cuentas al Consejo Supremo, y por alguna razón, éste todavía se negaba a terminar con ellos. Estaban esperando el momento indicado para exterminar a la raza humana para siempre. A pesar de ese inconveniente, en la historia de los vampiros se podían encontrar algunos momentos muy bellos en los que tuvieron luz verde y estuvieron muy cerca de actuar. En 1350 en Europa, por ejemplo, alcanzaron un consenso y diseminaron la Peste Negra. Fueron muy buenos tiempos; Kyle sonrió al recordarlos.
Hubo otros momentos bastante afortunados, como la Edad Media, cuando a los vampiros se les permitió hacer la guerra sin cuartel por toda Europa, matar y violar a millones. La sonrisa de Kyle se hizo más amplia. Aquellos fueron algunos de los mejores siglos de su vida.
Pero en los últimos cien años, el Consejo Supremo se había debilitado y convertido en una burla. Era casi como si les temieran a los humanos. La Segunda Guerra Mundial no había estado nada mal, pero fue un suceso limitado y breve. Kyle deseaba mucho más. Desde entonces no había surgido ninguna plaga importante y tampoco conflictos bélicos genuinos. Daba la impresión de que los vampiros estaban paralizados, temerosos de la forma en que se había incrementado la cantidad y el poder de los seres humanos.
Ahora, las cosas por fin se estaban poniendo en su lugar. Kyle salió pavoneándose por las puertas del frente, bajó los escalones, salió del edificio del Ayuntamiento y caminó con gracia. Avanzó con más ahínco al pensar en el recorrido que realizaría al Puerto de South Street. Ahí le esperaba un cargamento inmenso. Decenas de miles de cajas llenas de peste bubónica intacta y modificada genéticamente. La habían almacenado en Europa los últimos cien años; fue preservada desde la última epidemia y recientemente, modificada para ser resistente a los antibióticos. Ahora le pertenecía a Kyle y podía hacer con ella lo que le viniera en gana. Como desencadenar una nueva guerra en el Continente Americano; su territorio.
Lo recordarían durante los próximos siglos.
Sólo de pensarlo, comenzó a reír en voz alta, pero debido a su expresión facial, aquella risa parecía más un gruñido.
Por supuesto, tendría que reportarle a su Rexius, es decir, al líder de su cofradía, pero ése era sólo un pormenor técnico. En la práctica, sería Kyle quien dirigiría la maniobra. Los miles de vampiros de su propia cofradía y de las comunidades vecinas, tendrían que reportarle a él, y eso lo haría más poderoso que nunca.
Kyle ya sabía cómo propagaría la peste: primero soltaría un cargamento en Penn Station, otro en Grand Central, y el último en Times Square. Todos estarían programados para liberar la peste al mismo tiempo: la hora pico. Eso calentaría bastante el ambiente. Según sus cálculos, la mitad de Manhattan estaría infectada en unos cuantos días, y una semana después, la enfermedad habría atacado a toda la población. Esa peste se propagaba con facilidad porque había sido diseñada para funcionar como los virus de transmisión aérea.
Los patéticos humanos acordonarían la ciudad, por supuesto. Cerrarían los puentes y túneles, así como el tráfico aéreo y fluvial. Eso era exactamente lo que él quería. De esa forma se estarían encerrando para recibir al terror que aún les esperaba. Cuando los humanos estuvieran atrapados y muriendo por la peste, Kyle y sus miles de secuaces desencadenarían una guerra de vampiros jamás vista antes. En unos cuantos días exterminarían a todos los neoyorquinos.
Y entonces la ciudad les pertenecería. No sólo la parte subterránea, sino la de la superficie también. Sería el principio, la llamada para que todas las cofradías, de todas las ciudades, en todos los países, los imitaran. Estados Unidos sería suyo en unas cuantas semanas, o incluso el mundo entero. Y Kyle habriá sido el instigador. Lo recordarían como aquél que sacó a la raza de los vampiros del mundo subterráneo para siempre.
Por supuesto que encontrarían la manera de explotar a los humanos que quedaran vivos. Podrían esclavizarlos y almacenarlos en enormes granjas de cultivo; a Kyle le encantaba la idea. Se aseguraría de engordarlos para que, cada vez que a su raza le dieran ganas de comer, contaran con una infinita variedad de alimentos para elegir. Comida madura. Sí, los humanos servían para ser esclavos, y si se les criaba de la manera adecuada, también podían convertirse en un exquisito alimento.
Kyle salivó sólo de imaginarlo. Le esperaban grandes tiempos, y ahora, nada se interpondría en su camino.
Nada, excepto la maldita Cofradía Blanca que se resguardaba bajo Los Claustros. Sí, esos vampiros iban a ser un dolor de cabeza, pero no tendría que ser algo irremediable. Bastaría con encontrar a esa horrible chica, Caitlin; y a Caleb, el traidor renegado. Ellos lo conducirían hasta la espada. Entonces, la Cofradía Blanca quedaría desprotegida y ya nada le impediría destruirla.
Kyle se encendió de furia cuando pensó en aquella estúpida muchachita que se había logrado escapar y lo había dejado en ridículo.
Dio la vuelta en Wall Street, y un transeúnte, un hombre fornido y vestido con un elegante traje, tuvo la mala suerte de toparse con él. Cuando sus caminos se cruzaron, Kyle empujó al peatón en el hombro con toda su fuerza. El hombre cayó un par de metros hacia atrás y se estrelló contra una pared.
Molesto, el hombre gritó:
—Oye, ¿cuál es tu problema?
Pero Kyle lo miró con desprecio y eso bastó para que cambiara su actitud. A pesar de su tamaño, se dio vuelta con rapidez y siguió caminando. Buena decisión.
Haber empujado a aquel hombre hizo que Kyle se sintiera un poco mejor; sin embargo, seguía colérico. Atraparía a la chica y la mataría poco a poco.
Pero aún no había llegado el momento. Primero tenía que aclarar su mente y atender asuntos más importantes; como ir al embarcadero y recibir el cargamento.
Sí. Respiró hondo y, poco a poco, volvió a sonreír. Su pedido estaba a unas cuantas cuadras de distancia.
Sería como su regalo de Navidad.
CINCO
Sam despertó con una espantosa jaqueca. Abrió un ojo y se dio cuenta de que se había quedado dormido en el suelo del establo, sobre la paja. Hacía frío; ninguno de sus amigos se había tomado la molestia de atizar el fuego la noche anterior porque todos estaban demasiado drogados.
Lo peor era que el lugar seguía dando vueltas. Sam levantó la cabeza, se sacó un trozo de paja de la boca y sintió un espantoso dolor en las sienes. Se había quedado dormido en una mala posición, y ahora el cuello le dolía al moverlo. Se talló los ojos para tratar de quitarse las lagañas, pero no fue sencillo. Realmente se le había pasado la mano la noche anterior. Se acordaba de la pipa de agua. Luego, de que había bebido cerveza; licor de whiskey. Y luego, más cerveza. Después vomitó. Fumó un poco más de mota para estabilizarse, y entonces, perdió el conocimiento en algún momento de la noche. A qué hora o en dónde, era algo que no podía recordar.
Tenía náuseas pero estaba hambriento al mismo tiempo. Le daba la impresión de que podría comerse una pila de hot-cakes y una docena de huevos; pero también,