Paige, estoy llamando de la centralita de Quantico. Acabamos de recibir una llamada de una mujer en Atlanta y… bueno, no estoy segura de cómo manejar esto, pero quiere hablar directamente con usted.
—¿Atlanta? —preguntó Riley—. ¿Quién es?
—Su nombre es Morgan Farrell.
Riley sintió un escalofrío recorrer su cuerpo.
Recordaba a la mujer de un caso en el que había trabajado en febrero. El esposo adinerado de Morgan, Andrew, había sido un sospechoso en un caso de asesinato. Riley y su compañero, Bill Jeffreys, habían entrevistado a Andrew Farrell en su casa y habían determinado que él no era el asesino que estaban buscando. Sin embargo, Riley había detectado señales de que estaba abusando de su esposa.
Había logrado entregarle a Morgan una tarjeta del FBI en silencio, pero nunca se había comunicado con Riley.
«Supongo que por fin quiere ayuda», pensó Riley, imaginando la mujer delgada, elegante y tímida que había visto en la mansión de Andrew Farrell.
Pero Riley se preguntó qué podría hacer por ella en estos momentos, dadas las circunstancias personales en las que se encontraba.
De hecho, lo último que Riley necesitaba en este momento era otro problema que resolver.
La operadora en espera preguntó: —¿Quiere que comunique la llamada?
Riley vaciló un segundo y luego dijo: —Sí, por favor.
Después de un momento, oyó el sonido de la voz de una mujer: —Hola, ¿habla la agente especial Riley Paige?
Ahora recordaba que Morgan no le había dicho ni una sola palabra durante su visita a su casa. Había parecido demasiado aterrada de su esposo como para siquiera hablar.
Pero ahora no sonaba aterrada. De hecho, sonaba muy feliz.
«¿Esta es solo una llamada social?», se preguntó Riley.
—Sí, habla Riley Paige —dijo Riley.
—Bueno, le debía una llamada. Fue muy amable conmigo cuando visitó nuestra casa, y me dejó su tarjeta, y pareció estar realmente preocupada por mí. Solo quería hacerle saber que ya no tiene que preocuparse por mí. Todo va a estar bien ahora.
Riley respiró más tranquila y le dijo a la mujer: —Eso me alegra mucho. ¿Lo dejó? ¿Se divorciarán?
—No —dijo Morgan alegremente—. Maté al bastardo.
CAPÍTULO DOS
Riley se sentó en la silla más cercana, su mente dando vueltas mientras las palabras de la mujer resonaron en su mente.
—Maté al bastardo.
¿Morgan realmente acababa de decir eso?
Luego Morgan preguntó: —Agente Paige, ¿está ahí?
—Todavía estoy aquí —dijo Riley—. Dígame lo que pasó.
Morgan todavía parecía extrañamente tranquila: —Lo que pasa es que no estoy segura. He estado bastante ida últimamente, y tiendo a no recordar las cosas que hago. Pero lo maté sin duda. Estoy mirando su cuerpo tendido en la cama. Tiene cuchilladas por todas partes y sangró mucho. Parece que lo hice con un cuchillo de cocina afilado. El cuchillo está a su lado.
Riley intentó darle sentido a lo que estaba oyendo.
Recordó lo enfermizamente delgada que Morgan había parecido. Riley había estado segura de que era anoréxica. Riley sabía mejor que muchos lo difícil que era asesinar a alguien a puñaladas. ¿Morgan era físicamente capaz de hacer algo así?
Oyó a Morgan suspirar.
—Odio molestar, pero sinceramente no sé qué hacer ahora. Me preguntaba si podría ayudarme.
—¿Le ha contado esto a alguien más? ¿Llamó a la policía?
—No.
Riley tartamudeó: —Me… me encargaré de eso.
—Muchas gracias.
Riley estaba a punto de decirle a Morgan que no colgara mientras hacía una llamada aparte en su propio teléfono celular. Pero Morgan colgó.
Riley se quedó mirando al horizonte por un tiempo.
Oyó a Jilly preguntar: —Mamá, ¿pasó algo?
Riley miró a Jilly y notó que parecía muy preocupada.
Ella dijo: —No hay nada de qué preocuparse, cariño.
Luego cogió su teléfono celular y llamó a la policía de Atlanta.
*
El oficial Jared Ruhl se sentía aburrido e inquieto mientras viajaba en el asiento del pasajero junto al sargento Dylan Petrie. Era de noche, y estaban patrullando uno de los vecindarios más ricos de Atlanta, un área donde casi nunca había actividad criminal. Ruhl era nuevo, y ansiaba acción.
Respetaba mucho a su compañero y mentor afroamericano. El sargento Petrie llevaba aproximadamente veinte años en la fuerza, y era uno de los policías más experimentados.
«Entonces, ¿por qué nos están malgastando en esto?», se preguntó Ruhl.
Como en respuesta a su pregunta no formulada, una voz femenina dijo por la radio policial:
—Cuatro-Frank-trece, ¿me copian?
Los sentidos de Ruhl se agudizaron al oír la identificación de su propio vehículo.
Petrie respondió: —Sí, adelante.
La operadora vaciló, como si no creía lo que estaba a punto de decir.
Luego dijo, —Tenemos una posible ciento ochenta y siete en la residencia Farrell. Diríjanse a la escena.
Ruhl quedó boquiabierto y vio los ojos de Petrie abrirse de par en par. Ruhl sabía que 187 era el código de homicidio.
«¿En la casa de Andrew Farrell?», se preguntó Ruhl.
No lo podía creer, y parecía que Petrie tampoco.
—Repita, por favor —dijo Petrie.
—Un posible 187 en la residencia Farrell. ¿Pueden dirigirse a la escena?
Ruhl vio a Petrie entrecerrar los ojos.
—Sí —dijo Petrie—. ¿Quién es el sospechoso?
La operadora volvió a vacilar y luego dijo: —La señora Farrell.
Petrie jadeó en voz alta y negó con la cabeza.
—¿Es una broma? —dijo.
—No es broma.
—¿Quién reportó el crimen? —preguntó Petrie.
La operadora respondió: —Una agente de la UAC desde Phoenix, Arizona. Yo sé lo raro que parece eso, pero…
La voz de la operadora se quebró.
Petrie dijo: —¿Respuesta código tres?
Ruhl sabía que Petrie estaba preguntando si debían utilizar luces intermitentes y una sirena.
La operadora preguntó: —¿Qué tan cerca están de la escena?
—Estamos a menos de un minuto —dijo Petrie.
—Entonces es mejor que no hagan ruido. Todo esto es…
Su voz se volvió a quebrar. Ruhl supuso que no quería que llamaran mucho la atención. Lo que fuera que estaba pasando en este vecindario lujoso y privilegiado, sin duda lo mejor era mantener a la prensa alejada por el mayor tiempo posible.
Finalmente, la operadora dijo: —Solo echen un vistazo, ¿de acuerdo?
—Copiado