duro con él.
—Todas las unidades prevenidas. Este es el puesto de mando —dijo Manny Suárez desde la van, en el estacionamiento del centro comercial, que servía como puesto de mando móvil—. Tenemos ojos en toda el área y no hay movimiento a estas alturas aparte del mensajero, que está a cuarenta y cinco metros de su destino.
Keri miró su reloj: 11:59 p.m. En la distancia escuchó el motor de un bote en el extremo opuesto del canal principal de la marina. Leones marinos, a quienes les gustaba tomar baños de sol en los muelles durante el día, se llamaban entre sí. Aparte de eso, el viento, y las olas, todo estaba silencioso.
—Movimiento a lo largo de Mindanao Way acercándose al parque —se escuchó de una voz desconocida, agitada.
—Identifique su unidad —bramó Hillman—, y no use nombres propios.
—Lo siento, señor. Esta es la Unidad Tres. Hay un vehículo aproximándose al parque por... la calle que llega hasta él. Parece ser una motocicleta.
Keri se dio cuenta de quién era la Unidad Tres—el Oficial Roger Gentry. Los Ángeles Oeste no era la división más grande del Departamento de Policía de Los Ángeles y tenían escasez de personal disponible a esta hora, así que Hillman había convocado a todo oficial sin asignación y eso incluía a Gentry. Era un novato, con menos de un año en el trabajo, más o menos lo mismo que Castillo, pero con menos confianza o, aparentemente, capacidad.
—¿Alguien más ve algo? —preguntó Hillman.
—¿Puede alguien más oír eso? —preguntó Tim Rainey con voz demasiado alta, aparentemente olvidando que nadie podía responderle— Suena como que alguien viene.
—Esta es la Unidad Dos —dijo Castillo desde su refugio provisional, cerca del centro comunitario— Puedo verlo. Es una motocicleta. No puedo identificarla desde mi ubicación, pero es pequeña, una Honda, creo. Solo el conductor. Ha ingresado al parque y está rodando por el borde sur del camino de servicio en dirección al destino del mensajero.
Keri vio la moto también, acelerando a lo largo del camino de servicio que bordeaba el límite del parque cerca del agua. Volvió su atención a Tim Rainey, que estaba parado, tieso, en la mitad del puente, con la mano derecha asiendo fuertemente la bolsa.
—Esta es la Unidad Uno —anunció Hillman—. Tenemos el rifle a disposición, preparado para dar apoyo. ¿Alguien tiene una visión actualizada del vehículo?
—Esta es la Unidad Cuatro —dijo Ray—. Tenemos una visual. El conductor solitario está viajando a unos ochenta kilómetros por hora a lo largo del borde del camino de servicio. El vehículo está doblando a la derecha, eso es el norte, en dirección al destino.
—Creo que es alguien en una motocicleta —dijo Tim Rainey—. ¿Puede alguien decir quién es? ¿Es el sujeto? ¿Tiene a Jess?
—Unidad Cuatro, esta es la Unidad Uno —dijo Hillman, ignorando la charla de Rainey—. ¿Ven algún armamento? Rifle, listo.
—Rifle listo —se oyó la voz del francotirador junto a Hillman, en la habitación del segundo piso del club de yates.
—Esta es la Unidad Cuatro —contestó Ray—. No veo ningún arma. Pero mi visual está comprometida por la oscuridad y la velocidad del vehículo.
—Rifle, a mi señal —dijo Hillman.
—A su señal —replicó con calma el francotirador.
Keri observó al conductor de la moto pisar los frenos y hacer una súbita, dramática figura de caballito, levantando la rueda delantera. Cuando esta pisó de nuevo el camino, el conductor forzó la moto en un ajustado círculo, dando tres vueltas antes de salir de allí y acelerando de regreso por donde vino.
—Esta es la Unidad Cuatro —dijo con rapidez—. En descanso. Repito, recomiendo que el Rifle adopte posición de descanso. Creo que tenemos un sujeto que se divierte conduciendo a altas horas de la noche.
—Rifle, en descanso —ordenó Hillman.
Ciertamente, la moto continuó por la ruta por donde había venido, a través del camino de servicio, y cruzó el estacionamiento del parque. Ella lo perdió de vista cuando regresó a Mindanao.
—¿Quién tiene ojos en el mensajero? —preguntó con urgencia Hillman.
—Esta es la Unidad Cuatro —continuó Keri—. El mensajero está agitado pero ileso. Está parado allí, sin saber cómo proceder.
—Francamente, yo tampoco —admitió Hillman—. Solo mantengámonos en alerta, señores. Eso puede haber sido un señuelo.
—¿Viene alguien a buscarme? —preguntó Rainey, como en respuesta a Hillman. ¿Debo solo permanecer aquí? Asumo que debo permanecer aquí a menos que oiga otra cosa.
—Dios, ojalá se callara —musitó Ray, poniendo su mano sobre el micrófono para que solo Keri y Butch pudieran escucharlo. Keri no respondió.
Al cabo de unos diez minutos, Keri vio a Rainey, todavía de pie en la mitad del puente, revisar su teléfono.
—Espero que puedan escucharme —dijo—. Acabo de recibir un texto. Dice: ‘Al involucrar a las autoridades, has traicionado mi confianza. Has sacrificado la oportunidad de redimir a la niña pecadora. Yo debo determinar ahora si remuevo yo mismo el demonio o perdono tu insubordinación y te doy una oportunidad más para que purifiques su alma. Su destino estaba en tus manos. Ahora está en las mías’. Él sabía que ustedes estaban aquí. Todo su elaborado plan fue para nada. Y ahora no tengo idea de si él me contactará de nuevo. ¡Quizás han matado a mi hija!
Gritó la última frase, con la voz resquebrajándose por la furia. Keri pudo escuchar su voz que llegaba hasta la marina aunque también se dejaba oír en la radio. Lo vio caer de rodillas, soltar la bolsa, llevarse las manos a la cara, y comenzar a sollozar. Sintió su dolor de una manera íntima, familiar.
Era el grito angustiado de un padre que creía que había perdido a su hija para siempre. Lo reconoció porque ella había llorado de la misma forma cuando su propia hija fue raptada y ella no pudo hacer nada para impedirlo.
Keri se dio prisa en salir de la cabina del bote y llegar justo a tiempo al puente para vomitar, por la borda, en el océano.
CAPÍTULO OCHO
Jessica Rainey movió los dedos de sus manos para impedir que se durmieran otra vez. Estaban atadas detrás de su espalda, aseguradas al tubo sobre el que estaba reclinada en posición sedente. El piso era de asfalto, duro y frío. La única luz fluorescente que colgaba del techo destellaba de manera intermitente, haciendo imposible conciliar el sueño.
No estaba segura de cuánto tiempo había pasado en este lugar, pero sabía que había sido suficiente como para que el día diera paso a la noche. Podía asegurarlo gracias a las diminutas grietas en la pared que dejaban pasar la luz del sol. Ahora no había luz.
Al principio no había notado las grietas. Cuando despertó, todo lo que hizo fue gritar y tratar de liberarse. Gritó pidiendo ayuda. Gritó llamando a sus padres. Gritó incluso llamando a su hermano pequeño, Nate, aunque él no hubiera podido ayudarla.
Tiró además tan duro de las ataduras en sus muñecas que al mirar hacia atrás, pudo ver que, allí donde las mismas se habían enterrado en su piel, había gotas de sangre que caían al suelo.
Fue más o menos por entonces cuando advirtió que no llevaba su propia ropa. Alguien se la había quitado y la había reemplazado con un vestido sin mangas que llegaba hasta sus rodillas. Era a todas luces de manufactura casera, con costuras desiguales.
Además, se sentía áspero y rasguñaba, como si hubiera sido hecho con sacos de arpillera. Si no estuviera tan adolorida, toda su atención hubiera estado puesta en el intenso picor que sentía. Rehusó pensar en cómo había pasado de una vestimenta a la otra.
Tras agotarse de