Блейк Пирс

La Esposa Perfecta


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le susurró al oído, antes de besarle con gentileza en el cuello. “Creo que nos merecemos un trago para celebrarlo, ¿no crees?”

      “Sin duda alguna,” asintió ella.

      “¿Champán? ¿Cerveza?”

      “Quizá una cerveza,” sugirió Jessie, “y un chupito de Gatorade. Tengo la impresión de que se me puede agarrotar el cuerpo en cualquier momento.”

      “Enseguida vuelvo,” dijo Kyle, mientras se dirigía a la cocina.

      Jessie se movió del comedor al estudio y se tiró en el sofá, notando como su camiseta empapada de sudor se pegaba a la sábana que cubría el mobiliario. Estaban a finales de agosto y hasta en la comunidad costera de Westport Beach in Orange County, el clima era tórrido y pegajoso.

      La temperatura rondaba fácilmente los treinta y tantos grados.

      Por supuesto, eso no era nada en comparación con el centro urbano de Los Ángeles, donde habían vivido hasta esta mañana. Rodeada de asfalto y hormigón y de rascacielos resplandecientes, con frecuencia Jessie salía de su apartamento al calor del postrero verano para enfrentarse a temperaturas de más de 37 grados. Comparado con eso, esto resultaba un alivio.

      Se recordó a sí misma que este era exactamente el tipo de ventaja que justificaba mudarse de la vida a la que se había acostumbrado en la ciudad. Iba a canjear la agitación de las transitadas calles de Los Ángeles por las refrescantes brisas marinas. En vez de ir a restaurantes nuevos de moda, visitarían cafeterías junto al mar. En vez de tomar el metro o un Uber para ir a la inauguración de una galería de arte, iban a presenciar una carrera de yates en el puerto. Y, por supuesto, estaba todo el dinero adicional. Le llevaría algún tiempo acostumbrarse, pero le había prometido a su marido acoger su nueva vida con los brazos abiertos y tenía la intención de cumplir con su palabra.

      Kyle entró a la habitación, con cervezas y Gatorades en la mano. Se había quitado su camiseta mojada. Jessie pretendió ignorar los impresionantes abdominales y pectorales de su marido. No se explicaba cómo se las podía arreglar para mantener ese físico trabajando tantas horas para su compañía, aunque no se quejaba de ello.

      Él se le acercó, le entregó las bebidas, y se sentó a su lado.

      “¿Sabías que hay un frigorífico para vino en la despensa?” le preguntó.

      “Sí,” dijo ella, riendo con incredulidad. “¿No te diste cuenta de ello cuando vinimos a ver la casa las dos últimas veces?”

      “Simplemente asumí que se trataba de otro armario así que nunca lo abrí hasta ahora. Está bastante bien, ¿eh?”

      “Sí, bastante bien, chico guapo,” asintió ella, maravillándose ante la manera en que sus ricitos rubios permanecían perfectamente colocados, sin que importara lo desaliñado que estuviera el resto de él.

      “Tú eres la bonita,” dijo él, retirando el pelo castaño que le llegaba hasta los hombros de sus ojos verdes y mirándola con sus penetrantes ojos azules. “Me alegro de haberte sacado de la ciudad. Estaba harto de todos esos modernos con sombreritos de fieltro echándote los tejos.”

      “No es que los sombreritos fueran un gran reclamo, la verdad. Apenas podía verles las caras para decidir si eran mi tipo.”

      “Eso es porque eres toda una amazona,” dijo él, pretendiendo no ponerse celoso al escuchar su leve provocación. “Cualquier chico que mida menos de 1,80 tiene que romperse el cuello para mirar al pedazo de mujer que eres.”

      “Pero tú no,” murmuró Jessie con dulzura, olvidando de repente sus agujetas y molestias mientras le atraía hacia ella. “Yo siempre estoy levantando la vista para mirarte a ti, cachalote.”

      Sus labios empezaban a rozarse con los de él, cuando sonó el timbre de la puerta principal.

      “Tiene que ser una broma,” gruñó Jessie.

      “Por qué no vas a abrir?” sugirió Kyle. “Voy a buscar una camiseta limpia que ponerme.”

      Jessie se acercó a la puerta principal, con la cerveza en la mano. Esa era su pequeña rebelión por el hecho de que le hubieran interrumpido en medio de su juego de seducción. Cuando abrió la puerta, le saludó una animada pelirroja que parecía tener más o menos su misma edad.

      Era bonita, con una nariz pequeña como un botón, relucientes dientes blancos, y un vestido veraniego que era lo bastante ajustado como para demostrar que nunca se perdía una clase de Pilates. Llevaba en las manos una bandeja llena de lo que parecían ser brownies caseros. Jessie no pudo evitar echarle una ojeada al enorme anillo de bodas que llevaba puesto. Relucía al sol de la tarde.

      Casi sin pensar, Jessie se puso a trazar un perfil de la mujer: treinta y pocos años; se casó pronto; dos, quizá tres niños; ama de casa que ha tenido mucha ayuda; curiosa, pero sin malicia.

      “Hola,” dijo la mujer con voz alegre. “Soy Kimberly Miner, tu vecina de enfrente. Solo quería daros la bienvenida al vecindario. Espero no molestaros.”

      “Hola, Kimberly,” contestó Jessie con su voz más amigable de vecina nueva. “Yo soy Jessie Hunt. Lo cierto es que acabamos de meter la última caja hace un par de minutos así que esto es muy oportuno. Y es tan dulce por tu parte, ¡literalmente! ¿Son brownies?”

      “Así es,” dijo Kimberly, entregándole la bandeja. Jessie observó cómo pretendía intencionadamente no mirar la cerveza que tenía en la mano. “Son algo así como mi especialidad.”

      “Pues entonces entra y come uno,” le ofreció Jessie, a pesar de que era lo último que quería en este instante. “Lamento que la casa esté hecha un lío, al igual que Kyle y yo. Llevamos todo el día sudando. Lo cierto es que él está buscando una camiseta limpia ahora mismo. ¿Te gustaría algo de beber? ¿Agua? Gatorade. ¿Una cerveza?”

      “No, gracias. No quiero molestar. Seguramente ni siquiera sabes en qué caja están las copas ahora mismo. Me acuerdo del proceso de la mudanza. Nos llevó meses. ¿De dónde venís?”

      “Oh, estábamos viviendo en D. T. L. A.,” dijo Jessie, y al ver la expresión confusa en la cara de Kimberly, añadió: “Oh, eso es el centro urbano de Los Ángeles. Teníamos un apartamento en el distrito de South Park.”

      “Oh, vaya, gente de ciudad,” dijo Kimberly, riéndose un poco de su bromita. “¿Qué os ha traído a Orange County y a nuestra pequeña comunidad?”

      “Kyle trabaja para una empresa de gestión de patrimonios,” explicó Jessie. “Abrieron una oficina satélite aquí este año que se expandió hace poco. Es algo muy importante para ellos porque PFG es una empresa bastante conservadora. Así que le preguntaron si quería encargarse de ella. Supusimos que era buen momento para un cambio porque estamos pensando en comenzar una familia.”

      “Oh, con el tamaño de esta casa, supuse que ya teníais hijos,” dijo Kimberly.

      “No—solo somos optimistas,” respondió Jessie, intentando ocultar la repentina vergüenza que le sorprendió sentir. “¿Tú tienes hijos?”

      “Dos. Nuestra hija tiene cuatro años y mi hijo tiene dos. Lo cierto es que voy a pasar a recogerles de la guardería en unos minutos.”

      Kyle llegó y le rodeó la cintura a Jessie con el brazo mientras extendía la otra mano para estrechar la de Kimberly.

      “Hola,” dijo con calidez.

      “Hola, bienvenidos,” respondió ella. “Por favor, entre vosotros dos, vuestros futuros hijos van a ser unos gigantes. Me siento como una chiquilla junto a los dos.”

      Se dio un breve e incómodo silencio mientras tanto Jessie como Kyle se preguntaban cómo responder.

      “¿Gracias?” dijo por fin Kyle.

      “Lo siento. Eso fue una grosería por mi parte. Soy Kimberly, vuestra vecina de esa casa,” dijo, señalando al otro lado de la calle.

      “Encantado