Морган Райс

El Don de la Batalla


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bajó el brazo y agarró su arma y los demás hicieron lo mismo, y sintieron el conocido disparo de adrenalina.

      Los Caminantes de Arena, docenas de ellos, se giraron y los divisaron y también se prepararon, encarándose a ellos. Chillaron y rompieron a correr.

      Kendrick alzó su espada en alto y soltó un grito de guerra, preparado al fin para matar a sus enemigos -o morir en el intento.

      CAPÍTULO CUATRO

      Gwendolyn caminaba solemnemente a través de la capital de la Cresta, con Krohn a su lado, Steffen detrás de ella y su mente vacilando mientras reflexionaba acerca de las palabras de Argon. Por un lado, estaba jubilosa porque se había recuperado, había vuelto en sí, pero su fatídica profecía sonaba dentro de su cabeza como una maldición, como una campana tocando a su muerte. Por sus fatídicas y enigmáticas declaraciones parecía que no iba a estar junto a Thor para siempre.

      Gwen se aguantaba las lágrimas mientras caminaba rápidamente, con decisión, dirigiéndose hacia la torre. Intentaba abstraerse de sus palabras, sin permitir que las profecías dirigieran su vida. Así había sido siempre ella y esto es lo que necesitaba para mantenerse fuerte. Puede que el futuro estuviera escrito y, sin embargo, sentía que podía cambiarse. Sentía que el destino era maleable. Solo hacía falta desearlo desesperadamente, tener la intención de sacrificar lo suficiente -costara lo que costara.

      Esta era una de esas veces. Gwen se negaba por completo a permitir que Thorgrin y Guwayne se le escaparan y notó una creciente sensación de decisión. Desafiaría su destino, sin importar lo que costara, sacrificando todo lo que el universo le exigiera. Bajo ninguna circunstancia, iría por la vida sin volver a ver a Thor y a Guwayne.

      Como si escuchara sus pensamientos, Krohn gimoteaba junto a su pierna, frotándose contra ella mientras esta marchaba a través de las calles. Sacudiéndose los pensamientos, Gwen alzó la vista y vio la amenazadora torre ante ella, roja, circular, alzándose justo en el centro de la capital y recordó: el culto. Había prometido al Rey que entraría en la torre e intentaría rescatar a su hijo y a su hija de las garras de ese culto, que se enfrentaría a su líder por los antiguos libros, por el secreto que estos escondían que podía salvar a la Cresta de la destrucción.

      El corazón de Gwen palpitaba mientras se acercaba a la torre, anticipando la confrontación que tenía ante ella. Deseaba ayudar al Rey y a la Cresta, pero por encima de todo, quería ir en busca de Thor y de Guwayne, antes de que fuera demasiado tarde para ellos. Deseaba tener un dragón a su lado, como siempre hacía antes; deseaba que Ralibar volviera a ella y la llevara al otro lado del mundo, lejos de aquí, lejos de los problemas del Imperio y de vuelta allí, de nuevo con Thorgrin y Guwayne. Deseaba que todos volvieran al Anillo y vivieran la vida como una vez hicieron.

      Pero sabía que aquellos eran sueños infantiles. El Anillo estaba destruido y la Cresta era lo único que le quedaba. Tenía que enfrentarse a su actual realidad y hacer lo que pudiera para salvar aquel lugar.

      “Mi señora, ¿la acompaño al interior de la torre?”

      Gwen se giró hacia la voz, despertando de su ensimismamiento, y se sintió aliviada al ver a su viejo amigo Steffen a su lado, con una mano sobre su espada, caminando a su lado en actitud protectora, deseoso como siempre por cuidar de ella. Sabía que era el consejero más fiel que tenía, si recordaba todo el tiempo que había estado con ella y sintió una ráfaga de gratitud.

      Cuando Gwen se detuvo ante el puente levadizo, que había delante de ellos, y que llevaba a la torre, lo observó con recelo.

      “No me fío de este lugar”, dijo él.

      Ella le puso la mano sobre la muñeca para calmarlo.

      “Eres un amigo verdadero y leal, Steffen”, respondió ella. “Valoro tu amistad y tu lealtad, pero este es un paso que debo dar sola. Debo descubrir lo que pueda y tenerte allí los pondría en guardia. Además”, añadió mientras Krohn gemía, “tendré a Krohn”.

      Gwen bajó la vista, vio que Krohn la estaba mirando con expectación y ella hizo un gesto con la cabeza.

      Steffen asintió.

      “La esperaré aquí”, dijo, “y si hay algún problema allá dentro, vendré en su busca”.

      “Si no encuentro lo que necesito dentro de aquella torre”, respondió ella, “creo que a todos nosotros nos espera un problema mucho más grande”.

      *

      Gwen caminaba lentamente por el puente levadizo, con Krohn a su lado, sus pasos resonaban en la madera, atravesando las suaves y pequeñas olas de las aguas que habían bajo ella. A lo largo de todo el puente había docenas de monjes en fila, de pie y perfectamente atentos, silenciosos, que vestían sotanas color escarlata, escondiendo las manos en su interior y con los ojos cerrados. Eran un grupo extraño de guardias, desarmados, increíblemente obedientes, montando guardia aquí por Gwen no se sabe ni por cuánto tiempo. Gwen se sorprendió de su intensa lealtad y devoción hacia su líder y se dio cuenta de que era lo que el Rey había dicho: todos ellos lo veneraban como a un dios. Se preguntaba en qué se estaba metiendo.

      Mientras se acercaba, Gwen alzó la vista hacia las enormes puertas arqueadas que asomaban ante ella, hechas de roble antiguo, grabadas con símbolos que no comprendía y observó asombrada cómo varios monjes se adelantaban y tiraban de ellas hasta abrirlas. Chirriaron y dejaron al descubierto un interior lúgubre, iluminado solo por antorchas y se encontró con una fría corriente, que olía ligeramente a incienso. Krohn estaba tenso a su lado y gruñía y Gwen entró y escuchó cómo las puertas se cerraban de golpe tras ella.

      El ruido resonó en el interior y a Gwen le llevó un instante ubicarse. Allí dentro estaba oscuro, las paredes solo estaban iluminadas por antorchas y por la luz del sol que se filtraba a través de los vitrales de arriba. El aire aquí parecía sagrado, silencioso y le daba la sensación de que había entrado en una iglesia.

      Gwen alzó la vista y vio que la torre en espiral era aún más alta, con rampas graduales y circulares que llevaban a los pisos de arriba. No había ventanas y en las paredes resonaba el débil sonido de un cántico. Aquí el incienso era intenso en el aire y los monjes aparecían y desaparecían continuamente, entrando y saliendo de los aposentos como si estuvieran en trance. Algunos ondeaban incienso y otros canturreaban, mientras otros estaban en silencio, perdidos en la reflexión y Gwen se hacía más preguntas acerca de la naturaleza de aquel culto.

      “¿Te envía mi padre?” dijo una voz, que resonó.

      Gwen, sorprendida, dio la vuelta y vio a un hombre que estaba a pocos metros, que vestía una sotana larga y de color escarlata y que le sonreía de buena manera. Apenas podía creer lo mucho que se parecía a su padre, el Rey.

      “Sabía que enviaría a alguien tarde o temprano”, dijo Kristof. “Sus esfuerzos por hacer que cumpla su voluntad no tienen fin. Por favor, venga,” la llamó, girándose de lado y haciendo una señal con la mano.

      Gwen se puso a su lado y caminaron por un pasillo arqueado de piedra, que subía de forma gradual por la rampa en círculos hacia los pisos más altos de la torre. A Gwen la cogió desprevenida; ella imaginaba a un monje loco, un fanático religioso y se sorprendió al encontrar a alguien amable y bondadoso y que obviamente estaba cuerdo. Kristof no parecía la persona perdida y loca que su padre le había pintado.

      “Tu padre pregunta por ti”, dijo ella finalmente, rompiendo el silencio después de que se cruzaran a un monje que bajaba la rampa en dirección contraria, sin levantar nunca la vista del suelo. “Quiere que te lleve a casa”.

      Kristof negó con la cabeza.

      “Este es el problema de mi padre”, dijo. “Él cree que ha encontrado el único hogar verdadero en el mundo. Pero yo he aprendido algo”, añadió, mirándola a la cara. “Existen muchos hogares verdaderos en el mundo”.

      Él suspiró mientras continuaban caminando, Gwen quería darle su espacio,