sabe nada, a no ser que tú se lo digas.
—Dijo sangre —se quejó Ruperto. La sangre de su madre. Ese dolor titilaba en su interior. Había perdido a su madre, esa pena casi le sorprendía. Él esperaba no sentir nada que no fuera alivio por su muerte, o tal vez alegría de que el trono por fin fuera suyo. En cambio… Ruperto se sentía roto por dentro, vacío y culpable de una manera que nunca antes había sentido.
—Naturalmente que dijo sangre —respondió Angelica—. Mañana va a haber una batalla. Cualquier imbécil podría ver sangre en una puesta de sol con los barcos enemigos amarrados mar adentro.
—Muchos lo han hecho —dijo Ruperto. Señaló hacia otro hombre, un presagiador que parecía estar usando un complejo aparato parecido a un reloj para garabatear cálculos sobre un trozo de pergamino—. ¡Tú, dime cómo irá la batalla mañana!
El hombre alzó la vista, con una mirada aterrorizada.
—Las señales no son buenas para el reino, su majestad. Los engranajes…
Esta vez, Ruperto sí que lo golpeó y tiró al hombre al suelo de una patada. Si Angelica no hubiera estado allí para apartarlo, él podría haber continuado dándole patadas hasta que no quedara más que un montón de huesos rotos.
—Considera cómo se vería el hacer esto en un funeral —dijo Angelica.
Eso, por lo menos, bastó para que Ruperto se contuviera.
—No entiendo por qué los sacerdotes permiten que gente de esta calaña estén en los escalones de su templo. Pensaba que lo que hacían era matar brujas.
—Quizá sea una señal de que no tienen ningún talento —sugirió Angelica—, y de que no deberías escucharlos.
—Quizá —dijo Ruperto, pero había habido otros. Al parecer, todo el mundo tenía una opinión acerca de la batalla que se acercaba. Había habido suficientes presagiadores en palacio, tanto reales como simplemente nobles a los que les gustaba adivinar con las puestas de sol o el vuelo de los pájaros.
Pero ahora mismo, este funeral, el funeral de su madre, era lo único que importaba.
Al parecer, había quien no lo entendía.
—¡Su alteza, su alteza!
Ruperto se giró rápidamente hacia el hombre que venía corriendo. Llevaba el uniforme de un soldado e hizo una gran reverencia.
—La forma correcta de dirigirse a un rey es su majestad —dijo Ruperto.
—Su majestad, discúlpeme —dijo el hombre. Se levantó de su reverencia—. ¡Pero tengo un mensaje urgente!
—¿De qué se trata? —exigió Ruperto—. ¿No ves que voy a asistir al funeral de mi madre?
—Discúlpeme, su… majestad —dijo el hombre, evidentemente reprimiéndose a tiempo—. Pero nuestros generales solicitan su presencia.
Claro que lo hacían. Unos estúpidos que no habían visto la ruta para derrotar al Nuevo Ejército ahora querían ganarse su favor demostrándole que tenían muchas ideas para lidiar con la ameneza de que había llegado hasta ellos.
—Vendré, o no, después del funeral —dijo Ruperto.
—Dijeron que recalcara la importancia de la amenaza —dijo el hombre, como si esas palabras de alguna manera hicieran que Ruperto se pusiera en acción. O, de alguna manera, obedeciera.
—Yo decidiré su importancia —dijo Ruperto. Por el momento, nada parecía importante en comparación con el funeral que estaba a punto de tener lugar. Por él, ya podía arder Ashton; él iba a enterrar a su madre.
—Sí, su majestad, pero…
Ruperto detuvo al hombre con una mirada.
—Los generales quieren hacer como que todo debe suceder ahora —dijo—. Que sin mí no existe ningún plan. Que me necesitan para defender la ciudad. Yo tengo una respuesta para ellos: hagan sus trabajos.
—¿Su majestad? —dijo el mensajero, en un tono que a Ruperto le hacía querer darle un puñetazo.
—hagan sus trabajos, soldado —dijo—. Estos hombres aseguran ser nuestros mejores generales, ¿pero no pueden organizar la defensa de una ciudad? Diles que iré hasta ellos cuando esté preparado para hacerlo. Mientras tanto, que se encarguen ellos. Ahora márchate, antes de que pierda los nervios.
El hombre dudó por un momento y, a continuación, hizo otra reverencia.
—Sí, su majestad.
Salió a toda prisa. Ruperto observó cómo se marchaba y, a continuación, se dirigió de nuevo a Angelica.
—Estás muy callada —dijo. Su expresión era perfectamente neutral—. ¿Tampoco estás de acuerdo con que entierre a mi madre?
Angelica le puso una mano sobre el brazo.
—Creo que si tienes que hacerlo, debes hacerlo, pero tampoco podemos desatender los peligros.
—¿Qué peligros? —exigió Ruperto—. Tenemos generales, ¿verdad?
—Generales de una docena de fuerzas diferentes agrupados para formar un ejército —puntualizó Angelica—. Ni tan solo dos de ellos se pondrán de acuerdo sobre quién es el responsable sin que nadie esté allí para preparar una estrategia general. Nuestra flota está demasiado cerca de la ciudad, nuestras murallas son reliquias en lugar de defensas y nuestro enemigo es peligroso.
—Cuidado —le advirtió Ruperto. Su pena lo rodeaba como un puño, y el único modo que Ruperto conocía para rsaccionar a él era con rabia.
Angelica se adelantó para besarlo.
—Yo tengo cuidado, mi amor, es decir, mi rey. Nos tomaremos el tiempo para hacerlo, pero pronto, tendrás que darles instrucciones, y así tendrás un reino que gobernar.
—Por mí puede arder —dijo Ruperto por instinto—. Por mí puede arder todo.
—Puede que ahora digas esto —dijo Angelica—, pero pronto, lo desearás. Y entonces, bueno, existe el peligro de que no te permitan tenerlo.
—¿Qué me permitan tener mi corona? —dijo Ruperto—. ¡Yo soy el rey!
—Tú eres el heredero —dijo Angelica—, y te hemos construido apoyo en la Asamblea de los Nobles, pero ese apoyo podría debilitarse si no vas con cuidado. Los generales a los que estás ignorando se preguntarán si debería gobernar uno de ellos. Los nobles se harán preguntas acerca de un rey que pone su propio dolor antes que la seguridad de ellos.
—¿Y tú, Angelica? —preguntó Ruperto—. ¿Qué piensas tú? ¿Eres leal?
Se llevó los dedos a la empuñadura de un cuchillo casi de forma automática, sintiendo su presencia reconfortante. Angelica los tapó.
—Pienso que he escogido mi lugar en esto —dijo— y es a tu lado. He mandado a alguien para que se encargue de parte de la amenaza de la flota. Si una muerte puede frenarnos a nosotros, puede frenarlos a ellos con la misma facilidad. Más tarde, podemos hacer todo lo que se tenga que hacer juntos.
—Juntos —dijo Ruperto, cogiéndole la mano a Angelica.
—¿Estás preparado? —le preguntó Angelica.
Ruperto asintió, a pesar de que ahora mismo el dolor que había en su interior era demasiado grande como para ni tan solo estar reprimido. Nunca estaría preparado para el momento de dejar marchar a su madre.
Entraron juntos al templo. Lo habían preparado para un funeral de estado con una prisa que parecía casi improcedente, unas ricas cortinas con tonalidades oscuras llenaban el espacio de dentro, cortado por todas partes por la cimera real. Los bancos estaban llenos de plañideras, todos los nobles de Ashton y de kilómetros a la redonda habían acudido, junto con comerciantes y soldados, el clero y demás. Ruperto se había asegurado de ello.
—Todos