contiene para no abrazarme tan fuerte como le gustaría, quizás por miedo a estrujarme.
Acaricia de manera repetida mi pelo negro como la pez, similar al suyo, largo por debajo de los hombros, suelto, para liberarlo de las restricciones impuestas por las normas de mi trabajo.
La piel de mi madre es blanca y delicada, suave como la arena, y huele a pétalos de rosa mezclados con cítricos.
Siempre me encuentra muy consumida (pese a tener, bajo mi punto de vista, al menos uno o dos kilos extra respecto a mi peso ideal utópico), así que me invita a comer los manjares que empezó a cocinar el día anterior, casi obligándome a consumir lo que me sirve en el plato de forma desproporcionada.
Hoy ha preparado mis platos favoritos: linguine1con tinta de calamar y pez espada en papillote.
Nunca se cansa de observarme y mimarme, eufórica y emocionada ante la mera idea de volver a verme.
Mis tías y primas también me demuestran su afecto con cada detalle siempre que nos reecontramos, ansiosas por oír todo sobre mis viajes y mi trabajo.
Yo soy, en su imaginación, una parte de su mundo que se ha marchado a otra: ese mundo de sueños frente a una revista, atractivo aunque descrito como peligroso, tentacular, capaz de corromperte de forma irreversible. Yo era esa a la que, al igual que a ellas, le brillaban los ojos y un día se marchó. Yo soy la prueba viviente de que el mundo sí te cambia, aunque sigas siendo tú misma, porque eso solo depende de cómo seas en tu interior. Y ellas son, para mí, lo más importante que he aprendido de todos mis viajes: que solo puedes marcharte lejos si tienes en tu interior un lugar del que te has ido y al que puedes regresar. He aprendido que podrás estar en cualquier parte, pero solo te quedarás de verdad donde se hallen tus raíces emocionales.
Se quedan fascinadas con las fotos que he hecho en Nueva York y les gustaría venir conmigo a visitar la Gran Manzana. También desean que las lleve a Hong Kong para dar una vuelta por el Stanley Market o el Lady’s Market, los mercados nocturnos de los que les he hablado tantas veces con entusiasmo, o visitar Casablanca, donde encontramos la Medina, con sus colores y sus especias, donde la menta para té tiene un sabor y un aroma más fuerte que la nuestra, o catar los estupendos dátiles que les di al regresar de un vuelo. O pasear conmigo por los callejones abarrotados de Shanghai, inmersas en la variopinta multitud y los miles de colores que trato de describir, aunque nunca consigo hacerlo como me gustaría.
Destacan por su gran hospitalidad, un arte natural de acogida transmitido a través de los siglos, y siempre me saludan con el habitual pellizo en la mejilla, apretando no precisamente de forma delicada en ambos lados, y con un abrazo al que le sigue la misma frase en dialecto que cuando era pequeña: «¡Mi sangre! ¡Mi dulce niña!».
Mi padre, aunque se alegra de volver a verme, siempre es muy callado, poco comunicativo y extremadamente reservado.
Tenemos el mismo color de ojos, azul cerúleo, pero en los suyos, un ligero matiz violáceo trasluce constantemente reflejos que a veces me entristecen.
Es propenso a hacer previsiones desfavorables, impregnadas de ansiedad y preocupación, como mi mejor amiga Stefania, que también es siciliana.
Es un hombre muy culto, le encanta estudiar y siempre está al día de todos los sucesos sociopolíticos actuales.
De modales discretos y comportamiento formal, se encierra en su estudio durante horas, pero a la hora de comer y de cenar siempre se sienta con nosotros a la mesa.
Lo que mis padres, parientes y la sociedad en que he crecido me han enseñado es la gran importancia de la familia, el respeto de las normas y, en particular, el vínculo inquebrantable del matrimonio: un valor que siempre hay que defender, a toda costa, a menudo con enormes sacrificios.
Una unión que hay que preservar en cualquier caso, a pesar de la presencia de problemas, que siempre se deben superar o reprimir y, en ocasiones, hasta ignorar.
Este vínculo indisoluble posee un carácter sagrado que solo la muerte puede disolver.
«Hasta que la muerte nos separe».
Una promesa que no puede incumplirse desde el momento en que se hace.
Un compromiso riguroso y constante, apropiado para conservar de manera sólida las raíces de la familia.
No son solamente el sentimiento de afecto, la ceremonia oficial o el profundo deber que te inculcan con la educación desde pequeña lo que une la relación matrimonial, el juicio apremiante de la sociedad en la que vives también te induce y trabaja asiduamente para mantener íntegro el vínculo familiar.
En la pareja, la figura femenina tiene un papel muy importante: la devoción al marido y a los hijos es absoluta.
El hombre se compromete a desempeñar el papel de cabeza de familia del mejor modo posible, tiene la obligación de hacerse cargo de la tutela y apoyo de la misma.
Devoción y obligación, amor y respeto.
No importa si faltan los dos últimos términos, suelen desvanecerse.
El matrimonio es algo con lo que puedes contar para toda la vida, los hijos son el bastón de la vejez, no se permite su fin, o es solo una locura, algo que va «contra el orden establecido» que debe evitarse, cueste lo que cueste.
En el rito del matrimonio, la declaración de fidelidad es una promesa que se cumple en su totalidad.
Estas son las normas que me inculcaron desde pequeña. Mi destino, estaba convencida, respetaría tales enseñanzas.
Recibí una educación muy estricta, compuesta de actitudes autoritarias, órdenes, obligaciones y castigos sin tener la posibilidad de replicar o de pedir aclaraciones, así que llegué, en mi adolescencia, a tener serias dudas y confusión sobre qué era realmente correcto o terriblemente erróneo.
Las férreas reglas seguían las directivas educativas que impartieron a mi padre en los años 40, sin tener en cuenta los profundos cambios ocurridos ni los movimientos del 68, en los que fui partícipe solo con mi nacimiento.
A pesar de todo, la revolución social de los años 70 parecía no rozar, ni por asomo, nuestra realidad.
Todo era blanco o negro, correcto o incorrecto, permitido o prohibido, y no existían colores intermedios, excepciones, puntos intermedios.
Bajo mi punto de vista, los modelos y estilos de vida que se seguían eran anticuados y desfasados.
Para mí, el blanco y el negro solo eran los extremos de una amplia gama de colores y, aun así, las enseñanzas debían seguirse sin réplicas ni oposición.
Desde la orientación escolar hasta la amistad, pasando por horarios, a qué lugares ir, ropa, deporte… Todas las decisiones se basaban en el parecer, tendencias y gustos que no eran no míos —y ni siquiera se parecían a mis inclinaciones—, sino de mi padre.
Él deliberaba con quién podía salir tras una cuidadosa selección precedida por una reunión de presentación a la que los elegidos debían someterse.
Tantas veces me pregunté cuál sería mi camino, qué era verdaderamente importante, cuáles eran mis auténticos deseos y objetivos, y a menudo mis respuestas eran totalmente contrarios a las impuestas por mis padres, que seguramente tenían una buena intención para una mejor formación de mi persona, pero que reflejaban solo unos sueños: los suyos.
Acataba obedientemente las «indicaciones sugeridas» y a menudo me daba cuenta de que estaba desempeñando un papel que seguramente gustaba a los demás, pero no a mí, y sentía cómo nacían y se desarrollaban deseos que no representaban el papel que interpretaba, y que no podría revelar, porque sabía que no serían bien recibidos: me fascinaban la libertad y la independencia, los viajes y los lugares lejanos.
Casi siempre he intentado guardar bajo llave estos deseos y sueños, como en un cajón, con un gran candado, dentro de mí, dentro de mi mente, dentro de mi corazón, que latía con fuerza por aquellas atracciones que se consideraban demasiado desaprensivas e inconvenientes.
A menudo