igual, día tras día.
La mirada de este individuo era serena y contemplaba una realidad lejana a la suya: todos aquellos hombres, mujeres y niños que pasaban, aprisionados, dentro de sus coches.
Él era bastante discreto, como si no quisiera que se notara que estaba allí, mirando con atención, sorprendido por encontrar cada día los mismos rostros nerviosos y agotados, los mismos coches atascados unos detrás de otros, haciendo rompecabezas siempre distintos, y todos esos cláxones en señal de protesta. Creo que se preguntaba lo difícil que resultaría a esas personas encontrar la tranquilidad que él parecía haber alcanzado.
Sus pupilas se movían atentamente y dirigían una mirada que rozaba la benevolencia y la indulgencia a aquellos numerosos conductores que, a su vez, con compasión y desprecio, lo escrutaban a él y a sus harapos, depositados sobre la hierba, a menudo mojada.
Cada mañana, me preguntaba quién estaba realmente chiflado: yo, una conductora de los nervios, o él.
Pensé todo la noche en la pregunta que me hizo Stefania sobre mi futuro.
La respuesta llegó a última hora de la tarde, a la hora habitual en que regresaba del trabajo dentro de mi «cochecito», tras evitar un choque frontal con un imbécil que se había cruzado por delante tras una interminable jornada de trabajo lidiando con un jefe pendenciero amante de los abusos, y con compañeros falsos y prevaricadores a los que habría evitado con gusto.
Tras salir del edificio, abandoné aquel aparcamiento qué había buscado durante tanto tiempo por la mañana, y que conseguí tras haber discutido de forma bastante violenta con un maleducado convencido de que había visto el hueco antes que yo, que me ordenaba groseramente que me marchara obstruyéndome el paso.
Aquella tarde me encontré un arañazo en la carrocería y el limpiaparabrisas posterior girado de mala manera.
Cada día, al llegar a casa exhausta, ponía las cosas en orden y preparaba rápidamente la cena a causa del hambre famélica que lograba hacer callar temporalmente cogiendo del frigo las sobras frías del día anterior y unos trozos de queso amarillento, porque, en un descuido, el envoltorio de plástico se quedó abierto.
—¡QUIERO VOLAR! —grité de repente—. ¡Sí! ¡Ya lo sé! ¡Quiero volar!
Lo que me seducía de lejos era evitar las mismas rutinas cotidianas, el tráfico de la ciudad, el ver siempre idénticas caras y los mismos lugares. Me encantaría entablar relaciones con gente distinta cada vez, cambiar mis espacios, ampliar mi mentalidad, tener la posibilidad de recorrer el mundo y deleitarme con recetas de la gastronomía internacional.
Lo pensé mientras me comía un cracker y la última oliva que me quedaba.
Mi sueño era volar, quería ser azafata.
Llamé a Stefania de inmediato.
Stefania se entusiasmó con la idea y me anunció que ella también querría hacerlo; su única preocupación era encarar a su novio.
Tiempo después, con los ojos brillantes y con una página de revista rota en la mano, leímos atentamente y llenas de fervor las siguientes indicaciones:
Cómo convertirse en azafata
Una azafata es sinónimo de confianza y dedicación, estilo y cordialidad, extraordinarias capacidades de organización, tenacidad, resistencia al cansancio y, sobre todo, pasión por trabajar para los demás, enfrentarse a culturas y países diversos; estas son habilidades necesarias para hacer frente al trabajo de forma óptima.
En el proceso de selección se buscan sentido práctico, capacidad de anticipación y resolución de problemas, capacidades racionales, responsabilidad, autocontrol, estabilidad emocional y mental, y buena voluntad ante las novedades.
Requisitos:
Edad comprendida entre los 18 y los 32.
Estatura mínima: 164 centímetros para las mujeres y 172 centímetros para los hombres.
Nivel de estudios: título de educación secundaria.
Idiomas: italiano y nivel excelente de inglés, preferentemente, conocimiento de una tercera lengua.
Buenas capacidades atléticas y nadadoras.
Ausencia de tatuajes visibles.
Todo coincidía con nuestras características y aspiraciones. Podíamos probar, podíamos lograrlo.
—Mandemos una solicitud a la compañía aérea con nuestros currículos lo antes posible —dije.
Dicho y hecho.
Stefania rellenó los formularios de participación a pesar de recibir amenazas veladas por parte de su novio, y juntas preparamos todo, acompañado de fotos que sacamos con diligencia y atención.
No dije nada a mis padres, porque estaba convencida de que ni aprobarían ni respaldarían esta idea.
«Venga, hazla, ¡hazla ahora!».
Habíamos escogido nuestra vestimenta con sumo cuidado: el estilo es importante en estos casos, el business-dress era lo ideal.
«Ciérrate la camisa, por favor».
«No, gira un poco la cara a la derecha y mantén los brazos ligeramente flexionados con las manos detrás de la espalda».
Tras quitarnos los vaqueros rotos, la camiseta vintage que escogimos juntas en el mercadillo del viernes y las zapatillas color rosa shocking de algodón de la marca Superga, nos pusimos un horrendo traje de chaqueta azul que habíamos lucido en la boda de Agata, una pariente lejana, que quedó olvidado en el armario durante años; una bonita camisa blanca, pantis transparentes y zapatos del mismo tono que el vestido completaban el conjunto.
Nos recogimos el pelo y lo fijamos con laca y gomas elásticas negra, maquillaje ligero, una radiante sonrisa falsa y andando:
«¡Haz la foto!».
«¡Perfectas!».
Cosa de un mes después, recibimos las cartas con las invitaciones para participar en las primeras pruebas.
Me temblaban las piernas al abrir el sobre; Stefania casi se desmaya.
Cogimos un par de días para hacer un curso intensivo con el que refrescar nuestro inglés, que estaba bastante oxidado.
Estaba decidida a convencer a mis padres, al menos para participar en el proceso de selección. Mi obstinación superó la suya; no lograron impedírmelo y esperaban, como el novio de Stefania, que no consiguiera pasar las pruebas.
Cogimos un avión para llegar a Roma, la ciudad escogida para nuestro importante encuentro.
Stefania tenía que comprarse un atuendo adecuado para la ocasión. Se decantó por un traje de chaqueta negro, bien ajustado, pero un poco rígido, porque no le proporcionaba naturalidad ni comodidad al moverse; yo arreglé el mío debidamente.
En el avión no era la primera vez que contemplábamos con admiración a aquellas mujeres uniformadas que paseaban con gran soltura y profesionalidad por la cabina, pero aquella vez sentí envidia sana.
Justo después de despegar, miré por la ventana del avión.
Vi cómo se encogían los mismos automóviles, siempre en fila, que veía cada mañana de camino al trabajo y apreté con fuerza la mano de Stefania.
Pasamos, sin problema, casi todas las pruebas, que se desarrollaron a lo largo de varios días, impulsadas por las ganas, las agallas y un entusiasmo inimaginables, vencimos nuestra timidez y demostramos, también a nosotras mismas, una insólita tendencia hacia el liderazgo.
La prueba con el psicólogo fue, para Stefy, la más dura.
Yo fui la primera en entrar a una sala luminosa donde se hallaba un hombre que tenía la misión de último examinador, antes del meticuloso reconocimiento médico final.
Para mí fue una charla agradable y relajante, pero noté