convencida de que jamás me pondría, me hizo soñar, así que no pude resistirme y me lo compré tras verlo en el mercadillo de Saint-Ouen.
Una compañera de aquel vuelo me contó que, durante la parada, había estado, en los grandes almacenes Lafayette, en una tienda en Rue du Bac, donde puedes encontrar desde sillones de P. Starck hasta linternas tan voluminosas como una tarjeta telefónica, pasando por los bolsos de compras más extravagantes y un armario hecho con cuerdas y botones. Tomé nota: yo también iría la próxima vez.
Inmediatamente después de aterrizar, mis compañeros prepararon un happy landing en mi honor, una bebida a base de vino espumoso y zumo de naranja para festejar juntos mi «primera vez».
Regresé a casa exultante, decidida a enseñarle mi nuevo sombrero a Eva, la única que, más que las demás, apreciaría la compra y seguramente me lo pediría prestado. Al menos alguien le daría uso.
Valentina dormía en la cama, exhausta por su vuelo de larga distancia, pues no estaba acostumbrada a aquel repentino cambio de horario y temperatura.
En Buenos Aires es invierno cuando en Italia es verano, y la diferencia horaria es de cuatro horas.
Su cuerpo sentía que era de noche, ya que había estado en pie durante tres horas (aproximadamente la duración del vuelo), pero la luz del sol y aquellos rayos tan potentes confirmaban que era hora de comer, algo insólito, porque hacía poco que había cenado a bordo.
Aquella noche no podría dormir, ni yo tampoco, ya que compartíamos la misma habitación.
El maquillaje emborronado del rostro de Ludovica y sus rizos, como si quisieran rebelarse de los coleteros, cansados de un largo recogido, confirmaban que ella también necesitaba descansar, vistas sus piernas hinchadas como globos debido a la presurización del avión.
No era una novedad que su novio «no volátil», como todos los futuros maridos de azafatas, por la mañana quisiera ir a dar un paseo con su amada a la que no veía con demasiada frecuencia; la hora de comer sería ideal para picar algo, por la tarde, una vuelta por la ciudad, y qué gran idea ir al cine después de cenar.
Es inútil siquiera explicar la necesidad de un largo descanso, sea cual sea el horario que establezca el meridiano de Greenwich.
Cuesta hacerle entender a tu novio que no te has ido a pasar unas vacaciones de placer y que ese sillón suave con reposabrazos y respaldo inclinable está destinado a los pasajeros, no a las azafatas, y que no tenemos tiempo para deleitarnos con la película que proyectan en estreno.
Trabajamos durante largas horas y acabamos reventadas.
Abro el frigo y cato el bife de lomo (filete de ternera) que Vale ha traído de Argentina y que ha conservado con hielo seco durante el vuelo.
En la cocina, al ver el nuevo cuchillo con hoja de cerámica y varias bolsitas de té verde intuyo el por qué de los rizos rebeldes de Ludovica; el vuelo a Tokio dura, al menos, doce horas, aunque su alisado siempre resiste perfectamente. Ludovica, antes de despedirse de nosotras para el necesario «descanso posvuelo», describe sus impresiones de la ciudad, demasiado frenética en contraste con la delicadeza de sus habitantes, con su extrema timidez, que a menudo les lleva a reírse tapándose la boca con las manos, con sus miles de reverencias para saludar. Se quedó impactada por los vertiginosos rascacielos, la multitud de coches y peatones por la calle, por la escritura incomprensible de los caracteres japoneses. Nos contó que estuvo en el mercado de pescado de Tsukiji, el más grande del mundo, muy limpio y ordenado, que había visto papelerías de nueve pisos y bares cuyo aforo máximo es de cinco personas; que se había perdido en Harajuku, un barrio a la última en la minúscula calle Takeshita, entre tiendas de moda frecuentadas por jóvenes de vestimenta llamativa y extravagante; que había descubierto que existían unos restaurantes llamados Maid Cafè, donde las camareras dan de comer a los clientes para demostrar su sumisión, les dan masajes y los entretienen con bailes y canciones, al estilo de las antiguas geishas. Por el contrario, en el Butler Cafè, son los mayordomos los que sirven a las mujeres de forma similar. Nos informó de que los precios de los nuevos modelos de cámaras de foto y videocámaras son muy competitivos y que también pueden encontrarse de segunda mano, pero en perfectas condiciones, al igual que las últimas novedades tecnológicas que todavía no han llegado a Italia, y que los relojes de prestigiosas marcas tienen precios un 35 % más bajos frente a las tarifas italianas, y que también los encuentras usados con garantía en las tiendas Best. Por último nos contó, antes de caer rendida en la cama por el cansancio, que en un restaurante llamado Al dente, los espaguetis son excepcionales, casi tan buenos como los italianos, y que se quedó contentísima por el masaje quiropráctico que le dieron en la zona de Shinjuku.
Aprendimos sencillas, aunque necesarias, reglas que debíamos seguir, que yo escribí diligentemente en una hoja de papel y pegué en el frigo con un imán que Valentina trajo de Buenos Aires, que representaba a dos bailarines de tango con la frase «Bienvenido a Argentina», el primero de una larga serie de imanes procedentes de todo el mundo que, literalmente, inundaban el frigo, y que seguidamente nos hicieron perder de vista aquel recordatorio que en un principio nos fue súper útil y que consultábamos antes de cada vuelo. Con los años se han convertido en parte de mí.
El recordatorio rezaba lo siguiente:
Qué no hacer:
Dar la impresión de tener prisa, jamás.
Hablar de asuntos personales con compañeros durante el servicio, jamás.
Emplear expresiones aburridas o apáticas, o adoptar actitud de estirada.
Utilizar frases autoritarias del tipo:
«¡Cierre la mesa!».
«¡Cinturón!».
«¡Teléfono!».
En su lugar, debemos invitar educadamente a seguir las directrices.
Hablar con los compañeros en voz alta.
Desanimarse al buscar asientos cercanos para personas que viajan juntas en cualquier desplazamiento, mejor es mejor sugerirles que vayan al mostrador de check-in para que tengan mejores posibilidades en la asignación de asientos.
Cosas que recordar:
A. Requisitos fundamentales: capacidad de garantizar la seguridad a bordo, la responsabilidad y la profesionalidad.
B. El pasajero necesita consuelo psicológico, protección ante el estrés y el miedo a volar.
C. Aspectos que no pueden faltar: educación, atención y disponibilidad durante todo el vuelo.
Con el tiempo, entendimos que nuestra actitud es fundamental para contribuir a la resolución de un problema a bordo:
Algunos inconvenientes y disfunciones eran, con razón, objeto de quejas por parte de pasajeros e implicaban la necesidad de una intervención; conseguir comunicar claramente y tratar de resolver dificultades y problemas que surgían a bordo no siempre era tarea fácil.
Había que tener en cuenta la gravedad del problema, el contexto del momento, el carácter y el estado psicofísico del individuo con el que tratabas, porque jamás conocías a la persona con la que te relacionabas, la situación que se podría generar y posibles desviaciones que podrían surgir.
Era fundamental ayudar con calma y determinación, asumiendo como tuyo el problema del otro y presentándose como un referente seguro, así como entender los motivos de lo sucedido y comprender el problema.
Resultaba vital escuchar lo que la otra persona tenía que decir, pero también observar la situación objetivamente, informar y explicar con sensibilidad y responsabilidad, exponiendo las posibles soluciones con transparencia.
Con frecuencia, la insatisfacción del pasajero se veía influenciada por factores externos, como retrasos, tránsitos complicados, embarques desordenados, aviones incómodos, limpieza apresurada… Por ende, un estilo comprensivo y proactivo podía ayudarnos en la resolución de problemas.
Miedo a volar
Un