Lars Kepler

Hunter (Joona Linna, Book 6)


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y lo marcan profundamente.

      Es importante, por lo tanto, plantear en esta introducción una perspectiva axiológica de la familia, que nos lleva a precisar nuestra concepción de familia y los valores que asociamos a ella, perspectiva que está basada en el principio profesional básico de respeto a la dignidad de la persona humana.

      La primera afirmación que surge de esta visión es que la familia es un bien esencial para la persona humana, lo que significa que el hombre y la mujer necesitan de la familia para nacer, para educarse y para desarrollarse como personas.

      Buttiglione (1944) afirma que la familia está en la encrucijada de las cuatro dimensiones fundamentales del hombre y de la mujer: el nacimiento, el amor, el trabajo y la muerte. Ella constituye el espacio humano esencial dentro del cual se verifican los acontecimientos que influyen en forma decisiva en la constitución de la persona y en su crecimiento hasta su madurez y libertad. “Por ello, la familia es considerada, ante todo, no como una institución que se relaciona con otras instituciones sociales, sino como una dimensión fundamental de la existencia, una dimensión de la persona, su modo de ser: el modo más inmediato en el que se manifiesta que la persona existe para la comunión, y que se realiza a sí misma sólo en comunión con otras personas” (Buttiglione, 1994, pág. 13).

      De este modo es posible destacar el valor antropológico intrínseco de la familia como comunidad de personas, trascendiendo el análisis funcional con su postulado de que la importancia de la familia surge sólo de las funciones que ella desempeña en la sociedad, lo que conduce a la conclusión de que, en la medida que muchas de estas funciones han ido siendo asumidas por otras instituciones, la familia va teniendo cada vez menor importancia y significado.

      Siendo la familia básicamente una comunidad de personas, es importante especificar cuáles son las características de tal comunidad.

      Morandé (1994) caracteriza a la comunidad como una forma de organización que se diferencia de las formas contractuales de las organizaciones racionalizadas, al menos en tres aspectos fundamentales: “a) en que las personas no escogen pertenecer a ella, sino que han nacido en su interior, o se integran libremente pero estableciendo un vínculo que es definitivo y que no está sujeto a revisión; b) en que las responsabilidades no son limitadas ni por monto ni por tipologías, como son las obligaciones contraídas en las distintas sociedades reconocidas por el derecho; y c) en que las funciones y roles sociales son inseparables de la individualidad y subsistencia de las personas que las sirven. En virtud de estas tres características, puede decirse que el vínculo que une a los miembros de una comunidad es de pertenencia y no de carácter funcional” (pág. 24).

      Según este autor, la familia combina tres tipos de relaciones: la filiación, la consanguinidad y la alianza conyugal. Al analizar estas relaciones de acuerdo a la definición anterior, se observa que ellas cumplen las características señaladas, porque ninguno de estos tres tipos de relaciones es de carácter funcional, sino que involucra a las personas mismas en su integridad.

      La familia es, pues, básicamente una comunidad de personas que conforma la célula social más pequeña y como tal, y en cuanto tal, es una institución fundamental para la vida de la sociedad.

      Precisamente por ser una comunidad de personas, la familia cumple en la sociedad una función básica humanizadora. Vidal (1986) afirma que esta función se concreta de diversos modos según las épocas históricas y las variaciones culturales, y que en la actualidad, la función humanizadora de la familia se pone de manifiesto en una doble vertiente: su dinamismo personalizador y su fuerza socializadora.

      Dentro de esta función humanizadora, Morandé (1994) destaca como uno de sus aspectos más relevantes y permanentes, la transmisión de la cultura, es decir, de la sabiduría y de la memoria histórica de una generación a otra, proceso que se realiza a través de la convivencia y el diálogo intergeneracional cotidiano. Ello constituye a la familia en una de las instituciones más importantes de la oralidad, que se da en la presencia cara a cara y que reconoce en el rostro humano “enfrente” no sólo un objeto, sino un espíritu encarnado que se pregunta por su dignidad y por su vocación.

      Pedro Morandé señala dos grandes dimensiones constitutivas del acto de trasmitir y, al mismo tiempo, engendrar la cultura: la formación de la identidad personal y la formación del ethos común.

      En cuanto a la formación de la identidad personal, la familia contribuye a ella ante todo porque es el lugar de la pertenencia, simbolizada por el apellido –que alude a esa realidad mayor a la que pertenecemos, pero que nos trasciende individualmente– y el nombre, que nos aporta una especificidad individual no intercambiable. “Esta experiencia de nombrar a otros y de ser nombrados por ellos constituye el núcleo de la cultura oral y está vinculada, por lo dicho, de manera estrecha a la familia, no existe, hasta la fecha, un sustituto funcional de la familia a este respecto. Ella sigue siendo el lugar donde se nombra a cada persona y donde se le enseña a nombrar todas las cosas, dando forma así, a aquellas dimensiones de la identidad personal que no son elegibles por el arbitrio o deseo individual” (Morandé, op. cit., pág. 43).

      Este vínculo de pertenencia que une a los miembros de la familia, hace que ella sea una de las instituciones sociales que más contribuyen a la formación de la libertad y de la conciencia moral.

      Los aspectos clave de esta intermediación son la formación de criterios de selectividad y valor para discernir las influencias provenientes de la sociedad; el diálogo intergeneracional, en el cual se trasmiten experiencias y se aprende el respeto a la discrepancia; y la experiencia de la vida familiar como taller laboral en que se aprenden algunas habilidades laborales básicas, como la responsabilidad en el trabajo y el uso del tiempo.

      Complementando lo anterior, Degler (1980) afirma que los valores centrales de la familia hacen de ella la negación del individualismo y una fuerza que constituye la mejor alternativa conocida a la competitividad y egoísmo que impregna el mundo industrial moderno.

      Desde el campo de la psiquiatría, Ackerman confirma que la familia es la unidad básica de desarrollo y experiencia, de realización y de fracaso. Es también la unidad básica de la enfermedad y la salud. Refiriéndose a la grave-dad de los problemas de salud mental existentes en nuestra época, este autor afirma su convicción de que “la razón más universal del notorio fracaso que hasta ahora hemos tenido para impedir la enfermedad mental, deriva de nuestro fracaso en enfrentar los problemas de salud mental de la vida familiar” (Ackerman, 1977, pág. 28). Y plantea la urgencia de esta tarea: “en la crisis social contemporánea no hay razón para dejarse estar. Especialmente el médico, el psiquiatra, el trabajador social, el educador, el líder religioso –todos los encargados de curar y proteger a los desdichados e incapacitados– deben trabajar juntos para salvaguardar los valores esenciales de la familia del hombre” (Ackerman, op. cit., pág. 22).

      En palabras de Juan Pablo II, la familia es un camino para el ser humano, el primero y el más importante de los caminos. “Es un camino común aunque particular, único e irrepetible, como irrepetible es todo hombre. Un camino del cual no puede alejarse el ser humano. En efecto, él viene al mundo en el seno de una familia, por lo cual puede decirse que debe a ella el hecho mismo de existir como hombre. Cuando falta la familia, se crea en la persona que viene al mundo una carencia preocupante y dolorosa que pesará posteriormente durante toda su vida... Normalmente el hombre sale de la familia a realizar, a su vez, la propia vocación de vida en un nuevo núcleo familiar. Incluso cuando decide permanecer solo, la familia continua siendo, por así decirlo, su horizonte existencial como comunidad fundamental, sobre la que se apoya toda la gama de sus relaciones sociales, desde las más inmediatas y cercanas hasta las más lejanas” (Juan Pablo II, 1994).

      Dada la importancia de la familia en la sociedad y su contribución esencial al desarrollo humano, se ha planteado la necesidad de reconocer los derechos de la familia. “La familia es también sujeto de derecho. Dicho de otra manera, la familia participa de la dignidad humana y es también titular de derechos fundamentales que la sociedad y el Estado deben contribuir a descubrir y reconocer” (Eroles 1998, p. 95).

      La Declaración Universal de los Derechos Humanos de Naciones Unidas, en 1948, reconoce que “la familia es el elemento natural y fundamental de la sociedad”