que cenaba sola y más tarde que su hijo, se comía el salpicón ó la ensalada con el cortadillo de vino, y luego se daba á la endiablada tarea de combinar sus números y recorrer las listas pasadas para hacer un cálculo de probabilidades que no entenderían los matemáticos de más tino. El sueño la cogía de súbito en estos afanes, y se dormía sobre sus laureles aritméticos. Después de dar mil cabezadas íbase á la cama, arrastrándose, y poco después sus ronquidos daban fe de la tranquilidad de su conciencia.
Marcelina y Felipe se quedaban en vela esperando á don Pedro, junto á la lámpara del comedor, ella ocupada en costura ó laborcilla de crochet, él estudiando las lecciones del día siguiente. Muy á menudo el Doctor inclinaba la cabeza sobre la Gramática y se quedaba dormido, como esos Niños Jesús á quienes pintan durmiendo sobre el libro de los Evangelios. La fea de las feas tenía la bondad de respetar á veces aquel descanso, y no lo interrumpía en media hora. Cuando el chico estaba despierto, la señora le sermoneaba, echándole en cara su poco amor al estudio, sus descuidos en el servicio, y principalmente su pícara afición á vagabundear por las calles y á detenerse las horas muertas en los recados. Bien conocía Centeno la justicia de estas observaciones; pero en cuanto á su gusto de callejear, se sentía cobarde para reprimirlo, porque la amistad de Juanito del Socorro, que le contaba cosas tan interesantes de política y revoluciones, era el único bálsamo de su vida miserable.
Triste era para él la casa; triste su habitación; tristísima la escuela, el pasante y los libros; más tristes aún doña Claudia, la cocinera y la cocina. La calle y Juanito eran todo lo contrario de aquel marco sombrío y de aquellas figuras regañonas y lúgubres; lo contrario de los coscorrones, de las bofetadas, de los gritos, del estirar de orejas, de la Gramática (¡el impío y bárbaro estudio!), de la bestial Maritornes, de aquel rudo trabajo sin recompensa moral ni estímulo. Sin un poquito de calle cada día; luz de su obscuridad, lenitivo de su pena y descanso de su entumecido físico y moral, la vida le habría sido imposible.
—Lee, hombre, lee—le decía por las noches Marcelina, sin quitar los ojos de su obra, cuando á Felipe sorprendía jugando con sus propios dedos ó atendiendo á los ruidos de la calle.—Eres malo de veras. No aprenderás nunca palotada. Mi hermano dice que él ha conocido muchos brutos, pero ninguno como tú... ¿No te da vergüenza, hombre, de ver á otros niños tan aplicaditos...?
Reconociendo el Doctor que la señora hablaba como la misma sabiduría, no le hacía gran caso, y con el alma, más que con los ojos, miraba á la calle, oyendo los silbidos con que le llamara el del Socorro. ¡Inmenso dolor!... ¡No poder acudir á tan dulce reclamo! Sin duda tenía que contarle aquella noche cosas muy buenas: por ejemplo, que los regimientos se iban á echar á la calle, que la cosa estaba en un tris, y los curas con el alma en un hilo... No había más remedio que tener paciencia y entretener de cualquier modo las pesadas horas, ya mirando los movimientos que con sus dedos hacía Marcelina metiendo y sacando el gancho, ya contando los hoyos que aquella excelente señora tenía en la nariz, ó los erizados pelos de su verruga... porque pensar que él había de leer en la fementida Gramática, era pensar en lo imposible.
Un sistema de distracción encontró Centeno, á fuerza de aburrirse, y era observar los distintos ruidos que hacían las puertas mohosas de la casa cuando las abría y cerraba la cocinera, la cual andaba trasteando, hasta más de las diez, de la cocina á la despensa y de la despensa al comedor. Las puertas, como toda la casa, tenían dos siglos de fecha, y en tan largo tiempo nadie se había tomado el trabajo de acariciar con aceite sus gastados, secos y polvorientos goznes. Así es que daban unos gemidos que parecían de seres vivientes, y su lamentar producía los más extraños efectos musicales. En la soledad y hastío de su espíritu, Felipe no hallaba mejor entretenimiento que observar la diversa tesitura y acento de cada uno de aquellos ruidos. Tal puerta imitaba el mugido de un buey; tal otra el llanto de un niño; alguna sonaba como voz gangosa que pronunciara el principio del Padre nuestro; la de más allá parecía la matraca de Viernes Santo, y otra decía siempre: mira que te cojo. Amenizaba estas sonatas el lejano roncar de doña Claudia, que á ratos era silbido tenue, á ratos fabordón que decía con toda claridad: Sursum Cooor...da.
Cuando las puertas callaban, cual si se durmieran, Felipe buscaba impresiones del mismo orden en las vidrieras. Eran éstas, como las ventanas, grandísimas, desvencijadas. Se componían de vidrios pequeños, verdosos, que retasaban la luz y eran como aduaneros de ella, pues no la permitían pasar sin cogerse una parte. La madera estaba pintada de azul, al temple, según el uso antiguo; el plomo era negro, y de puro viejo apenas sujetaba los vidrios. Estos, siempre que los pesados bastidores se abrían, bailaban en sus endebles junturas, cual si quisieran saltar y echarse fuera. Cuando pasaba un coche por la mal empedrada calle, era tanto el temblor y tanta la chillería de los vidrios, que las personas tenían que dar fuertes gritos para hacerse oir.
Tal era la ocupación del Doctor: atender al paso de los coches. Desde que sentía su rodar lejano, ponía alerta el oído para observar cómo lentamente empezaba el retintín de los vidrios; cómo iba en rápido crescendo, hasta ser algarabía estruendosa. Antojábasele comparar la casa con un cuerpo humano al que se hacían cosquillas, y con las cosquillas se disparaba en convulsivas risotadas.
De todo esto era preciso tomar nota, y con su pedacito de lápiz iba marcando disimuladamente con rayas, en el margen del libro, los coches que pasaban. Pero algunas veces era vencedor de la atención el fastidio. Felipe hacía almohada de la Gramática y se cuajaba dulcemente como un ángel. Viéraisle despertar pavorido á la entrada de don Pedro, que, por tener llavín, no llamaba nunca. Á veces, una mano vigorosa le extraía, suspendido de la oreja, de aquel seno placentero de su sueño, y oía una voz de trompeta del Juicio Final, diciendo: «Á acostarse.»
Andaba dormido, tropezando, los sentidos abotagados, sin enterarse de lo que charlaban el amo y su hermana antes de recogerse. Á tientas subía por fin á sus elevados aposentos, y... Á media noche todo dormía en la casa: personas, goznes y vidrios. Sólo don Pedro, algunas veces, tenía el sueño tan difícil, que el alba y aun el claro día le encontraban como un lince; y gracias que pudiera aletargarse y dar breve descanso á sus potencias cerebrales á hora inoportuna, cuando ya el esquilón monjil le avisaba que era llegada la de la misa.
IX
En la calle de la Libertad, más allá de la esquina de la casa donde la redacción estaba, había un solar vacío, separado de la calle por una cerca de desiguales y viejas tablas. Dentro sólo se veían montones de escombros, media docena de escobas y otras tantas carretillas que dejaban allí los encargados de la limpieza urbana. Tenía la tal valla una puerta que estaba cerrada casi siempre; pero Juanito del Socorro y otros chicos de la vecindad, asistentes á la escuela de don Pedro, habían hallado medio de colarse dentro, arrancando una tabla y apartando otra; y posesionados del terreno, lo dedicaron á plaza para hacer en él sus corridas.
Habiendo sido admitido un día Felipe á esta diversión infantil, halló tanto gusto en ella, que se hubiera estado todo el santo día en la plaza, sin acordarse para nada de sus deberes escolares y domésticos, ni de don Pedro, ni del santo de su nombre. Mientras más el juego se repetía, más afición le cobraba, y los domingos por la tarde, si sus amos le permitían salir, entregábase con frenesí á las alegrías del toreo. Saltar, correr, montarse sobre otro; ser alternativamente picador, caballo, banderillero, mula, toro y diestro, era la delicia de las delicias, exigencia del cuerpo y del alma, prurito que declaraba perentorias necesidades de la naturaleza. Días enteros pasaba pensando en el ratito que podía dedicar á la función, ó representándose los entretenidos episodios y pasos de ella. Y tanto repitieron los chicos aquel juego, que llegaron á organizarlo en regla, para lo cual tenía especial tino el gran Juanito del Socorro, sujeto de mucho tacto y autoridad. Era empresario y presidente, acomodador y naranjero. Dirigía las suertes y á cada cual asignaba su papel, reservando para sí el de primer espada. Á Felipe le tocaba siempre ser toro.
Quisieron proporcionarse una de esas cabezotas de mimbres que adornan las puertas de las cesterías; pero no lograron pasar del deseo al hecho, porque no había ningún rico en la