más acerba, su contrición más honda. No tenía fuerzas para marcharse. Quería morir abrazado al suelo y besando los ladrillos de la casa en que había hallado un asilo, sustento, y el pan del alma, que es la instrucción... Sintió pasos. Vió aparecer una hermosa y celestial figura, La Emperadora, la de la voz que pedía misericordia por él... Fuese ó no la tal una beldad perfecta, á él, en tan crítico instante, se le representó como superior á cuanto en la tierra había visto, hermosura de mundos soñados y de sobrenaturales regiones. Por la ventana entraba la luz del crepúsculo. Sobre ella se destacaba la soberana belleza de aquella mujer, rodeada de rayos de oro, echando de su frente fulgores de estrellas. Su ropaje, que sin duda era de lo más vulgar, se le representó á Felipe compuesto de arreboles ó centelleo de pedrerías, y teñido de tintas irisadas, todo sublime, imaginativo, conforme al extraño y admirable caso. La Emperadora le miró sonriendo, y le dijo con voz de serafines:
—No quieren perdonarte... ¡Pobrecito!...¿En dónde pasarás la noche?... Hijo, ten paciencia, y Dios te amparará.
En sus manos blancas y hermosas traía manzanas, pedazos de pan, pasteles y otras cosas dulcísimas de comer.
—Toma esto—le dijo.—No llores tanto. Ten paciencia... Con esto puedes remediarte esta noche.
Después le pasó sus dedos finísimos y frescos por la barba. Él estaba tan ardoroso, que aquellos dedos le parecían de mármol. Aún hizo ella más. Con su pañuelo, que á delicadas esencias olía, le limpió las lágrimas. Después...
Felipe la vió retroceder, mirar hacia la sala, como temerosa de que la espiaran. Volvió junto á él. Metió la mano en el bolsillo, sacó una cosa que relucía y sonaba. De sus dedos salían rayos de plata. Centeno estaba absorto, pasmado, y de su alma se amparaba lentamente un consuelo inefable, paz deliciosa y gratitud que, sobreponiéndose á los demás sentimientos, los sofocaban, y al fin triunfaban de su honda pena.
La Emperadora dió un gran suspiro. Era un alma abrumada que no podía echar de sí esta idea: «¡Qué mal hacen en no perdonarte!»
Y luego le tomó una mano, que él tenía cerrada; abriósela no sin esfuerzo; le puso en el hueco una cosa, cerrándosela luego y apretando los dedos de él; y al concluir, le dijo:
—Con esas seis pesetas te arreglarás por ahora... No puedo darte más.
Felipe se fué.
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