la puntualidad de todos los mañanas que se convierten en hoy, haya ó no en ellas cantidades que ganar ó perder. Era jueves, día de medio asueto en la temporada de verano. Por la tarde los chicos se iban de paseo, y don José Ido descansaba de sus hercúleas tareas... Era jueves, y Andrés Pasarón, el hijo del tendero de ultramarinos, había pegado en una tabla del solar el cartel risueño de azul y oro que decía: «Corría extralinaria á munificio de la Munificencia,» con toda la relación de los toros, diestros, ganadería, divisas, suertes y demás pormenores cornúpetos... Era jueves, y toda la clase se había dado cita en el solar. El día era espléndido, risueño como el cartel, y también de azul y oro. El alma de Felipe despedía centelleos de esperanza, de temor, de miedo, de alegría. Andaba por la casa afanadísimo, desplegando una actividad febril para desempeñar en poco tiempo todos los servicios que le correspondían aquella tarde.
Había formado propósito de escaparse si no le dejaban salir. Estaba frenético. Su anhelo era más fuerte que su conciencia. ¡Ay! tarde de aquel día, ¡qué hermosa eras! Eras un pedazo de día, rosado y nuevecito, lo más bello que se había visto hasta entonces salir de las manos laboriosas del tiempo... Creyó Felipe que el Cielo se le abría de par en par cuando don Pedro llegó á él y le dijo, sin mirarle de frente:
—Felipe, ya has trabajado bastante. Toma dos cuartos y vete á dar un paseo.
¡Estupor!... Felipe creyó que el Ángel de la Guarda se encarnaba en la persona tremebunda y leonina del señor de Polo... Echó á correr, temiendo que su maestro se arrepintiera de tanta benevolencia. Subió como un rayo al desván... ¡Oh, toro! bendito sea el padre que te engendró, el escultor que te hizo y San Lucas divino que te tuvo á sus pies. ¡Pobre San Lucas! por el boquete que tenías en tu cuerpo cabía ya todo el de Felipe. La Fe estaba acribillada. ¡Pobre Fe! no contabas con la acometida de este Doctor maldito, cuyos agudos y formidables cuernos podrían llamarse Martín Lutero el uno y Calvino el otro. Para ensayarse, Centeno hizo gran destrozo aquella tarde: derribó, apabulló, destripó, tendió, aplastó. No quedó títere con cabeza, como se dice comúnmente, ni barriga sana, ni cuerpo incólume, ni ojo en su sitio, ni boca de su natural tamaño y forma. Daba compasión mirar tanta estrago. Él, mientras mayor destrozo hacía, más se encalabrinaba. Se volvía feroz, brutal. Después... ¡á la calle!
Bajó pasito á paso á la casa, queriendo ver quién estaba allí y si podía salir sin que lo notaran. Desde la puerta de la cocina vió á doña Claudia y á Marcelina, ambas de manto, que hablaban con don Pedro. ¡Iban á salir! Doña Claudia daba dinero á su hijo y le decía: «Seis pesetas para Amparo, que vendrá á recogerlas; lo demás para doña Enriqueta... Nos iremos á ver á las de Torres. Parece que la pobre doña Asunción está expirando...» Don Pedro no decía nada, y dejaba las pesetas sobre la mesa del comedor. Pausada y lúgubremente, cual sombras que se desvanecían, salieron la madre y la hija.
No se sabe la hora ni el momento preciso en que hizo su aparición en el redondel aquella novedad inesperada, admirable, verdadera. Imposibles de pintar el asombro, la suspensión, el alarido de salvaje y frenética alegría con que Felipe fué recibido... Hubo delirante juego, pasión, gozo infinito, vértigo... después, cuando menos se pensaba, policía, guarda, escoba, caídas, dispersión, persecución, golpes... Así acaban las humanas glorias. Vióse una víctima por el suelo, hecha trizas: una cabeza partida en dos, en tres, en veinte fragmentos. Por aquí un cuerno, por allí un pedazo de cráneo, más lejos medio hocico. El guarda recogió los diversos trozos en un pañuelo, y tomándolo cuidadosamente con la mano izquierda, con la derecha agarró al criminal y se dispuso á llevarle á la presencia del maestro para que éste hiciera ejemplar justicia. La partida se dispersaba por la calle de la Libertad, dando gritos, silbidos y alilíes. Felipe, sobrecogido y aterrado, no podía con el peso de su conciencia.
Cuando el guarda llegó á la casa-escuela, encontró al fotógrafo en la puerta y le dijo:
—He llamado tres veces, y no abren. Parece que no hay nadie.
Enterado inmediatamente de la fechoría de Felipe, dijo aquel gran hombre las cosas más sesudas acerca de la moral pública y privada.
—Ahora recuerdo—añadió,—que te ví salir á las tres con un bulto envuelto en un pañuelo, y dije para mí: ¡Si habrá robado algo ese perillán!... Ahora, ahora, amiguito, te las verás con tu amo.
Subieron y llamaron. Transcurrido un largo rato, el mismo don Pedro abrió la puerta... ¡Tremenda escena! Felipe rompió á llorar con vivísimo desconsuelo. El guarda hablaba, el fotógrafo hablaba, don Pedro hablaba. Todos, todos le abrumaban á gritos, apóstrofes y acusaciones; pero él no podía responder. El fotógrafo se permitió estirarle una oreja, diciendo:
—Principias mal... mal. ¿Á dónde llegarás tú con estas mañas?
Lo peor del caso fué que en éstas llegaron doña Claudia y Marcelina. Pronto se informaron las dos del nefando suceso, y por poco descuartizan allí mismo al pobre Doctor; pues si ésta le tiraba de un brazo, aquélla le sacudía el otro con furor de justicia.
Don Pedro estaba grave y patético. No le decía injurias, pero no le disculpaba; no le llamaba «ladrón sacrílego» como Marcelina, pero tampoco profería una sílaba en su defensa.
Por último, se atrevió Felipe á balbucir alguna excusa. Más que defenderse, lo que intentaba era pedir perdón. Pero aún no había abierto la boca, cuando las dos mujeres clamaron á una:
—No se le puede creer nada de lo que diga; no abre la boca más que para decir mentiras.
Felipe se calló, y he aquí que don Pedro afirmó con prontitud:
—Es cierto: no dice más que mentiras, y nada de lo que hable se le puede creer.
Parecía que el formidable maestro revolvía en su mente una determinación grave. De repente dijo con sequedad:
—Felipe, ahora mismo te vas de mi casa.
—¡Ahora mismo!—repitió doña Claudia.
—¡Antes ahora que después!—regurgitó la fea de las feas, que, habiendo subido al desván, volvía espantada de los destrozos que en las cosas santas hiciera Felipe.
Y más pronto que la vista volvió á subir y tornó á bajar con un lío de ropa, que entregó al criminal, diciéndole:
—Aquí tienes tus pingajos.
—Ni un momento más.
Felipe lloraba tan copiosamente, que las lágrimas le llegaban á la cintura. El retratista dijo estas atinadas palabras:
—Con las cosas santas no se juega.
Y se marchó. El Doctor salió á la antesala ó recibimiento, donde estaba la puerta de la escalera, y se dejó caer en el suelo. No podía tenerse en pie, pues con tantas lágrimas parecía que se le echaban fuera todas las energías de la vida. Desde allí veía parte de la sala donde estaban sus amos, enfurecidos contra él y haciendo comentarios sobre su horrible crimen. De pronto oyó una voz dulce, amorosa, celestial; voz que sin duda venía á la tierra por un hueco abierto en la mejor parte del Cielo. La voz decía:
—Don Pedro, don Pedro, perdónele usted.
—No puede ser, no puede ser.
Protestas de las dos señoras, acusaciones, y recargadas pinturas del feo delito... Pero la voz, constante y no vencida, repitió:
—Perdónele usted... cosas de chicos...
Felipe estaba tan agradecido, que hubiera adorado á la voz indulgente como se adora á las imágenes puestas en los altares. El condenado á muerte no mira al Crucifijo con más esperanza, con más unción, con más gratitud que miró él á la persona que palabras tan cristianas decía.
Polo, cuyo semblante expresaba inexplicable desasosiego, salió á donde él estaba, y le dijo con estudiada entereza:
—No hay perdón, no puede haber perdón. Vete pronto.
Y se volvió adentro... Silencio. Felipe oyó un suspiro, expresión lacónica