Benito Perez Galdos

El Doctor Centeno (novela completa)


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pedacillos de papel. Sin duda don Pedro había pasado la noche escribiendo cartas. Alguna le salió mal, y la había roto; pero los trozos eran tan chiquirrititos, que apenas contenían un par de sílabas. La vela estaba apurada, señal de haber pasado el señor capellán la noche de claro en claro... Para que todo fuera extraño, llegó también un día en que don Pedro estuvo tolerante y hasta benignísimo con los muchachos. No solamente dejó de pegar y tuvo en paz las manos en aquel venturoso día, sino que á cada momento amenizaba las lecciones con chuscadas y agudezas. ¡Qué risas! Nunca fueron humanas gracias más aplaudidas, ni con mayor plenitud de corazón celebradas. Aún no había abierto la boca el maestro, y ya estaban todos muertos de risa. Humanizada la fiera, perdonaba las faltas, alentaba con vocablos festivos á los más torpes, y los aplicados recibían de él sinceros plácemes. Hasta don José Ido se permitió unir su delgada voz al coro de los chistes, diciendo algunos que no carecían de oportunidad.

      Para que en todo fuera dichosa aquella fecha, don Pedro comió vorazmente; pero estaba tan distraído en la mesa, que no contestaba con acierto á nada de lo que su madre y su hermana le decían. Cuando se levantó para fumar, puso bondadoso la mano sobre la despeinada cabeza de Felipe, y dijo estas palabras, que el Doctor oyó con arrobamiento:

      —Es preciso hacer á Felipe algo de ropa blanca.

      Centeno, que mejor que nadie sabía cuán grande era su necesidad en ramo tan importante del vestir, no tuvo palabras para dar las gracias. ¡La gratitud le volvía mudo!

      —¡Se le hará, se le hará!—afirmó doña Claudia, mirando embobada á su hijo, pues desde que empezaron aquellos desórdenes orgánicos, la madre no cesaba de leer atentamente á todas horas en la fisonomía del capellán, buscando la cifra de sus misteriosos males.

      —Es preciso que te sangres, Pedro,—dijo Marcelina, mirándole también con perspicaz cariño.

      —Sí, hijo: sángrate, sángrate.

      XII

       Índice

      De cuantos recados hacía Felipe, ninguno para él tan grato como ir á la Cava Baja á recoger los encargos que traía para doña Claudia el ordinario de Trujillo. Esto se verificaba dos veces cada trimestre, y apenas la señora recibía la carta en que se le anunciaba la remesa de chacina, ya estaba mi Doctor pensando en los deliciosos paseos que tenía que dar. Porque doña Claudia era muy impaciente y le mandaba cuando aún no había llegado el ordinario; con lo que la caminata se repetía dos y hasta tres veces. Díjole, pues, una mañana: «Esta noche, después de cenar, te vas corriendito á la Cava Baja, ya sabes. Cuidado cómo tardas.»

      Lo de tardar sería lo que Dios quisiera. Pues á fe que la tal calle estaba á la vuelta de la esquina. Ya tenía Felipe para dos ó tres horitas, porque la detención se justificaba con la enorme distancia y con una mentirilla que parecía la propia verdad, á saber: que el ordinario de Trujillo estaba en la taberna; que tuvo que ir á buscarle, y volver y esperar...

      Las nueve serían cuando partió, acompañado de Juanito del Socorro, que fiel le esperaba en la puerta. En la redacción le habían mandado á entregar unas pruebas en la calle de la Farmacia, recado urgentísimo que él se apresuraba á desempeñar dando antes la vuelta grande á Madrid. Lo que gozaban ambos en sus nocturnos paseos no es para referido. Empezaron aquella noche por pasar revista á los escaparates de la calle de la Montera, haciendo atinadas observaciones sobre cada objeto que veían. Mirando las joyerías, Felipe, cuyo espíritu generoso se inclinaba siempre al optimismo, sostenía que todo era de ley. Mas para Juanito (alias Redator) que, cual hombre de mundo, se había contaminado del moderno pesimismo, todo era falso.

      Esta diferencia de criterio revelábase á cada instante. Pasaban junto á un coche descubierto que llevaba hermosas señoras, y el Doctor, pasmado y respetuoso, decía:

      —¡Buenas personas!... ¡gente grande!

      —Pillos, hijí... Tú no tienes mundo... Esa es gentecilla. ¿Crees que porque van bien vestidos...? Mamá, allí donde la ves, tiene vestidos muy majos, y no se los pone nunca para que no la tomen por esas... Cuando va á pasar el verano á las haciendas, se pone uno azul, ¿estás?...

      Siguieron por la calle del Arenal adelante, despacito para ver bien todo, estorbando el paso á las señoras y quitando la acera á todo transeunte. El descarado Juanito no se privaba, cuando había oportunidad para ello, de echar un piropo á cualquier mujer hermosa que encontrase, ya fuera de clase humilde, ya de la más elevada.

      —Hombre, que te van á pegar,—le decía el Doctor.

      —Déjame á mí, hijí... que yo soy muy largo—contestaba el otro.—¡Yo he corrido más!... tú no entiendes... ¡Si vieras á papá! Es un buen peje para mujeres... En casa no hay criada que dure, porque les dice cosas y les hace el amor... Mi madre se pone volada y las despide. Cuando mi padre y mi madre riñen, sale aquello de que papá quiso á la señá marquesa. Porque cuando era soltero... tú no sabes... todas las marquesas se volvían locas por papá y por su hermano, que era torero, y lo mataron en una revolución. Mi tío era un gran hombre, un peje gordo... y se echó á la calle á matar tropa por la libertad; pero le vendieron, y ese pillo de O’Donnell le mató á él... Papá tiene su retrato en la sala, pintado de tamaño de las personas, y á tantos días de tal mes, que es el universario, ¿estás, hijí...? le pone dos velas encendidas y un letrero que dice: Imitaz á este mártir.

      Absorto oía Felipe estas maravillosas historias, no sin reirse interiormente de la fatuidad de su amigo. En cuanto al legendario tío de Juanito, torero, miliciano y mártir de la libertad, constábale ser cierto lo del retrato de tamaño de las personas, porque lo había visto con el mencionado letrero... En estos dimes y diretes, pasaban junto al Palacio Real. Mudos contemplaron los dos un instante su mole obscura y misteriosa, tanto balcón cerrado, tanta pilastra robusta, las ingentes paredes, aquel aspecto de tallada montaña con la triple expresión de majestad, grandeza y pesadumbre. Felipe miraba el edificio en el imponente reposo de la noche, y como la primera observación que hace el espíritu humano en presencia de estos materiales símbolos del poder es siempre la observación egoísta, no desmintió él este fenómeno, y dijo con toda su alma:

      —Juanito, ¡si esto fuera mío!...

      El otro, siempre tocado de un escepticismo postizo, le contestó con desdén:

      —Pues yo... para nada lo quería... Como no me lo dieran lleno de dinero...

      —¡Lleno de dinero!

      Felipe se mareaba.

      —¿Pues qué crees tú? Los sótanos están llenos de sacos de oro y de barricas de billetes.

      —¿Lo has visto tú?

      —Lo ha visto papá...—afirmó el del Socorro, después de vacilar un rato.—Papá conoce al... ¿cómo se llama? al entendiente, y algunos días viene á ayudarle á hacer cuentas.

      —Yo quisiera ver esto por dentro, ¿oyes? Será bonito.

      —Hijí... no tienes más que decírmelo el día que quieras. Mamá conoce á la gran zafata... ¿estás? la que gobierna todo, y cuida de la ropa blanca y tiene las llaves. ¡Yo he venido más veces...! ¿Que si es bonito dices?... Así, así... de todo hay... Tiene un salón más grande que Madrid, con alfombras doradas, de tela como las de las casullas, ¿estás? El coche de la Reina sube hasta la propia alcoba... yo lo he visto. Aquí todo está lleno de resortes. Calcula tú: tocas un resorte, y sale la mesa puesta; tocas otro, y salen el altar y el cura que dice la misa á la Reina... tocas otro...

      Felipe, riendo, daba á entender que si tocaba más resortes, las mentiras de su amigo no tendrían término. Pero acobardado Redator por la incredulidad de Centeno, dejó correr sin tasa la inagotable vena de sus embustes. Pasando calles, llegaron por fin á la Cava Baja, donde Felipe no pudo cumplir su encargo, porque el ordinario de Trujillo no había parecido aún. Bien: ya tenía para otra noche. Era ya tan tarde,