Rafael Delgado

Angelina


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Reina de los Cielos, lisada corona, la vida y el alma. Enfrente el retrato del abuelito, el abuelo que muy grave y seriote parecía desarrugar el adusto ceño para sonreir a su nieto.

      Al concluir el alegre desayuno, cuando me levantaba yo ahito de pasteles, mi tía Pepa, entre afable y severa, me detuvo diciendo:

      —Te falta una cosa, Rodolfo....

      —¿Qué cosa, tía?

      —¡Dar gracias, Rorró!...

      Me hicieron rezar el Padre nuestro, el Ave María, la oración de San Luisito, y un requiem, y otro, y otro más, por el abuelito, por la abuelita y por mis padres.

      ¡Cómo me entristecieron las fúnebres preces! ¡Pasó por mi alma no sé qué, algo como una sombra de fugitivo dolor!

      El carruaje iba a todo correr por el ancho camino. La noche venía, y el caserío se perdía en las tinieblas. Al fin de la dehesa, al otro lado del riachuelo, detrás de una hilera de sauces babilónicos, blanqueaba el templo, cuyas campanas convocaban a la oración.

      En las vertientes, en los repliegues de las montañas, en las espesuras del valle, fulguraban las hogueras. La noche obscurecía los matorrales cercanos; llegaban hasta nosotros el mugir de las reses y el tomear de los vaqueros; un ejército alado cruzaba los espacios raudo y vibrante, y en el cielo sin nubes brillaba la triste luna con apacible claridad.

      Desde lo alto de la cuesta descubrimos la ciudad. Silenciosa y lánguida, se me antojó rendida de cansancio. A la pálida luz del astro nocturno columbré los principales edificios: el convento de los franciscanos, pesado y sombrío; la iglesia del Cristo con su arrogante cúpula; la Parroquia, la Casa Municipal, y a la derecha, en el montecillo, en una loma, siempre tapizada de mullido césped, la capilla de San Antonio, donde las muchachas solteras y sin galán iban a rezar y a decir aquello de

      Bendito San Antonio,

       tres cosas te pido:

       salvación, y dinero,

       y un buen marido;

      y donde los chicos de la Escuela del Cura y los de la Escuela Nacional reñían tremendas batallas.

      Allí, en la sabanita, a espaldas del santuario, eran las carreras de caballos el día de San Juan.

      Poco tiempo, pocas horas, y de mañanita iría yo con algunos amigos de la infancia a recorrer aquellos sitios. Subiríamos al campanario para mirar desde allí el magnífico panorama de Villaverde, tan hermoso, tan bello para mí, que otros, tal vez mejores, no me le hicieran olvidar.

      La diligencia se detuvo en la garita. Los guardas salieron a cobrar no sé qué gabela de seguridad pública, con lo cual no había contado el pobre estudiante escaso de dineros. ¿Qué hacer? ¿Le detendrían si no pagaba? Lleno de angustia registré mis bolsillos.... ¡Nada! El ganadero comprendió lo que me pasaba, y desprendido, francote como era, veracruzano al fin, pagó por la anciana y por mí, antes de que dijésemos una palabra. Diciendo pestes del recaudador, que le oía sereno e inmutable, y echando ternos contra el Gobierno, que cobraba semejantes impuestos sin mantener en los caminos ni un soldado, volvió a su asiento y a su zarape multicolor.

      Allí el vehículo comenzó a dar tumbos y más tumbos. Las calles de Villaverde estaban peores que la carretera. Fuí reconociendo las casas y sitios de aquel barrio perdidos en mi memoria. Tenduchas solitarias, alumbradas por un farolillo; casucas de madera deshabitadas y miserables; expendios de bebidas y comestibles, donde grupos de obreros y campesinos charlaban y fumaban frente a un vaso de toronjil o de naranja amarga. Más adelante jarcierías y almacenes de pasturas; ancho portal en que pernoctaban unos arrieros, y cerca del cual ardía una fogata; luego, la calle anchísima.... Allí más animación, más vida; gentes que iban y venían; el alumbrado público, faroles con lámparas de petróleo, que solo servían para dejar que se viese la obscuridad; jinetes que volvían de las haciendas y de los pueblos cercanos; un almacén de ultramarinos, EL PUERTO DE VIGO, iluminado profusamente, centelleando en las botellas, en los frascos y en las latas de sardinas el reflejo de los quinqués; una botica soñolienta, hipnotizada por sus reverberos y sus aguas de colores, la botica de don Procopio Meconio; delante del mostrador un marchante en espera; detrás un mancebo que hacía píldoras, y en la puerta el dueño, de charla con un amigo.

      Al pasar por el Convento reconocí al P. Solis que sabía muy tranquilo, embozándose en la capa; dos calles adelante al doctor Sarmiento, lo mismo que siempre, con levita larga, el bastón bajo el brazo y el sombrero espeluznado caído hacia la nuca. Por fin... ¡la Casa de Diligencias! El zaguán abierto de par en par, personas que aguardaban, mozos dispuestos para cerrar la puerta luego que entrase el ruidoso vehículo.

      ¡Hemos llegado! El Administrador, un joven cejijunto, de negra y espesa barba, un poquito cargado de espaldas, sale a recibir a los viajeros, seguido de varios curiosos, los cuales, viendo que no han llegado amigos, ni parientes, ni personajes notables, ni muchachas bonitas, se retiran mohínos, haciendo un gesto de contrariedad.

      Pronto las mulas quedan desenganchadas. Un momento antes entraban sudorosas, echando espuma, sacando chispas del empedrado; ahora se pasean solas por el gran patio, arrastrando las cadenas, sonando sus cadenas tintinantes.

      El ganadero recoge cajitas y bultos chicos, se echa al hombro el zarape, y baja de un salto. Cortés y comedido ayuda a la anciana que no sin dificultades llega a tierra, toda envarada y adolorida. Sigo yo, cargando el abrigo y la exigua maleta estudiantil, y buscando a mis tías. ¡En vano! ¡No estaban allí! Se habrían retardado.... Creerían que la diligencia llegaba más tarde.... Me dispuse a salir cuando sentí que me tocaban el hombro.

      —¡Aquí estoy! ¿Ya no me conoces? ¿No me conoce usted? Soy Andrés.

      Era un antiguo criado nuestro que cuando la familia vino a menos dejó la casa y se dedicó al comercio.

      —¡Andrés! ¿Tú?

      —¡Qué grande está usted!

      —No me hables así. ¡De tú! ¡De tú!

      El buen viejo, trémulo de emoción, arrasados en lágrimas los ojos, me echó los brazos.

      —¡Estás hecho un hombre! ¡Y qué buen mozo! ¡Si el amo viviera!... ¡Si tu mamá pudiera verte!...

      —¿Y mis tías?

      —No vinieron.... Ya sabes: como doña Carmelita está un poco mala....

      —¿De qué?—pregunté inquieto.

      —Lo de siempre.... Los achaques.... Anda, que te están esperando. Dame la maletita. ¿No dejas nada?

      —No; mañana temprano vendrás por el baúl.

      En marcha. A la salida me despedí, muy de prisa, de mis compañeros de viaje.

      Andrés no dejaba de verme ni de acariciarme. A cada paso me decía.

      —Pero, niño... ¡si estás tamaño!

       Índice

      Tomé por calles que conducían a la casa paterna. En ella debían vivir mis tías. Nadie me había dicho lo contrario hasta que Andrés me detuvo:

      —¿A dónde vas? ¿Ya no conoces tu tierra?

      —A casa.

      —Si ya no viven donde antes.

      —¿Pues dónde?...

      —Por aquí....

      Echándome el brazo me impulsó a seguir por una callejuela.

      —¿Cuándo mudaron de casa?

      —¡Uh! ¡Hace tiempo! Como vendieron la casita.... Yo les dije que no lo hicieran; pero fué preciso....

      Estas palabras del antiguo servidor de mis padres