el cielo. Los vientos otoñales habían extendido en pocos minutos negro manto de nubes, uniformemente obscuras, y sólo en un punto ralas y tenues, hacia el Oriente, donde a través de blancos velos dejaban adivinar las más altas regiones del éter, los océanos superiores del aire, limpios, surcados por mil celajes voladores. Oíase el ruido lejano de la lluvia. Las plantas del jardincillo se balanceaban rumorosas. Las adelfas columpiaban sus tallos flexibles; los floripondios mecían en la obscuridad sus campanas de raso, y en la espléndida copa de un naranjo las primeras gotas, gruesas y resonantes, caían con ímpetu extraordinario, precursoras de un largo aguacero.
Estaba yo en la casa de los míos. Pero ¡ay! qué triste aparecía ante mis ojos. No era aquella casita la casita alegre y risueña que me vió nacer, que albergó mi niñez y que me vió salir de allí bañado en lágrimas. ¡La casa de mis padres era ajena! ¿Quiénes la habitaban? Acaso quien no era capaz de amarla y de estimar sus bellezas. Allí murieron mis padres, dejándome en la cuna; allí el abuelo se durmió tranquilamente en el Señor; allí corrió mi vida regocijada y venturosa. ¡Con qué pena dejarían mis tías aquella casa, centro de todos sus afectos, relicario de los más dulces recuerdos! Me la imaginaba, y mis ojos se llenaban de lágrimas. Bien visto, estaba solo; las buenas ancianas pronto emprenderían el eterno viaje, y me quedaría yo abandonado en un mundo que me causaba miedo.
La lluvia arreciaba. Truenos lejanos, pálido fulgurar de relámpagos distantes, anunciaban que la tempestad invadía la cordillera. El agua caía a torrentes. En el naranjo aleteaban los pájaros, amedrentados al sentir inundado su nido. Una mariposa nocturna pasó rozándome la frente.
Encendí la bujía y cerré la vidriera. Allí estaba mi lecho de niño: la camita de hierro con sus blancas colgaduras, y por la cual había yo suspirado tantas veces en el frío y desolado dormitorio del colegio. Allí estaba el aguamanil provisto de todo, con su toalla tejida por la tía Pepa. Junto a la cama, arriba del buró, el cuadrito de San Luis Gonzaga. Enfrente, sobre la cómoda, el retrato del abuelito. A un lado un estante lleno de libros, y cerca de la ventana el pupitre del escolar, el negro pupitre de estudiante, compañero cariñoso del niño, confidente de sus amarguras, casi testigo de sus triunfos, mudo depositario de sus esperanzas. Allí había colocado la mano discreta de la tía mis primeros libros de estudia, conservados cuidadosamente en la familia; desde el Catecismo de Ripalda y el Fleury, hasta la Gramática de Iriarte, aquella gramática atiborrada de malos versos, que puso en mis manos don Basilio, el eterno alcalde de Villaverde, una noche inolvidable, la noche del reparto de premios.
Abrí los libros. Aun conservaban en sus guardas la caricatura del maestro, don Román López, el pomposísimo Cicerón, como le llamábamos porque nunca hablaba del orador de Túsculo sin aplicarle rimbombante epíteto, y legibles todavía, notas, significados de inusitadas voces, sólo usadas de tal o cual poeta; listas de condiscípulos condenados a ser detenidos dos o tres horas, por no haber acertado con no sé qué dificultades horacianas.
¡Felices tiempos aquellos! ¡Cómo varían las cosas! ¿Dónde están las alegrías de aquella época? ¿Dónde los infantiles regocijos? ¿A dónde se fueron las ilusiones rosadas, las mariposillas de la infancia? Ahora todo ha cambiado; no hay sueños para el alma; la frente, antes soñadora, tiene ya la palidez del primer dolor; ya probé las amarguras de la vida, y sé que sus dejos se quedan en los labios para siempre.
En uno de los libros, al abrirle al acaso, tropezaron mis ojos con un nombre de mujer: ¡MATILDE! Así, entre dos admiraciones, como un grito de alegría, como la expresión de la más dulce esperanza, como la confesión de un afecto sofocado en el pecho, que un día se nos escapa irresistible y delata ante la malicia estudiantil, ante la cruel y dura indiscreción de los condiscípulos, que una mujer de ese nombre tiene en nuestro corazón un altar, donde recibe culto y homenajes; donde sólo ella reina, señora de todo afecto puro, dueño de todos los pensamientos, soberana de nuestro albedrío. Y me pareció mirar una niña pálida y rubia, esbelta y graciosa, de grandes ojos de color de violeta; una niña en cuyo semblante puso el cielo angelicales bellezas, que ataviada gallardamente con rica veste azul, corta la falda, dejando ver unos pies brevísimos, pasaba y huía, e iba a perderse entre la sombra que proyectaba en el muro el blanco lecho: la dulce niña objeto de mi primer amor, de ese amor primero que embalsama con su aroma de azucenas la más larga vida, toda una existencia.
No pude contenerme, y llevé a mis labios aquel libro, aquella página, aquel nombre que no gusto de repetir, aunque resuena en mis oídos como celeste melodía; que está grabado en mi corazón; que no se aparta de mi mente; que para mí expresa todo cuanto hay de tierno y puro y santo aquí en la tierra.
No le olvido ni le olvidaré; quizás porque de niño le escribí tantas veces, a todas horas, en todas partes, en los libros, en los cuadernos, en cualquier papel que tenía yo cerca, cuando en mis manos había un lápiz o una pluma. Nombre escrito en las arenas de la ribera; en las cortezas de los árboles; en la bóveda azul las noches consteladas, trazándole con el pensamiento, como sobre una pauta, de estrella en estrella, para verle extendido por los espacios ilimitados, irradiando en divina canopea.
¡Cómo me río ahora, al copiar estas páginas, de mis romanticismos de entonces! ¡Cómo me burlo de aquellos raptos amorosos, de aquellos éxtasis quijotescos! Pero ¡ay! no lo hago impunemente; que me hiero en el pecho, me desgarro el corazón como si me arrastrara yo sobre él un haz de espinas. Y sin embargo, aquello era una locura, un delirio de loco. Aquella vida siempre dada al ensueño, siempre mecida en los columpios de la fantasía, alimentada y nutrida con platillos lamartinianos, era desviada, acaso perniciosa; pero ¡ay! tan bella, que cada hora, suya se me antojaba como el canto de un poema sublime cuyas delicadezas y excelsitudes nos arrancan de esta pobre vida terrena y nos llevan a vivir en un mundo ideal; me parecen como una sinfonía adormecedora, algo como la música de los grandes maestros, así como de Mozart, Beethoven o Wagner, que nos saca de la penosa y prosaica vida material y por breves horas nos hace felices, aniquilando en nosotros todo dolor, todo fastidio.
El cansancio me tenía rendido; el estropeo del viaje en la malhadada diligencia me había magullado de pies a cabeza, y principié a sentir el desmayo precursor del sueño. A los diez y siete años siempre se duerme bien. Ni tristezas domésticas ni el recuerdo de venturas desvanecidas nos quitan el sueño. La cama albeaba en un rincón; el cariño velaba cerca de mí, y el aguacero con su ruido monótono me arrullaría dulcemente. ¡A la cama! Un soplo.... ¡Pfff! Ahora, como dijo Bécquer:
A dormir y roncar como un sochantre.
IV
No sé a qué hora desperté. Desconocí el sitio en que me hallaba, me volví del otro lado y seguí durmiendo hasta las ocho de la mañana. No quisieron, sin duda, despertarme, para que me desquitara de las desmañanadas del Colegio.
—¡Que duerma hasta que quiera!—dirían las buenas señoras.—Harto habrá madrugado en diez años de encierro.
La luz que se filtraba por las junturas del techo y por las hendiduras de la ventana, alegre y regocijada me hizo dejar el lecho. Fuera resonaba la escoba cantante de una barredora inteligente, cantaban pajarillos y cacareaban las gallinas. Un gallo ronco lanzaba, de tiempo en tiempo, su canto de ensoberbecido sultán.
Presentía yo hermoso día, uno de esos inolvidables días que dan a las almas de los niños festivo buen humor; uno de esos días que convidan, a sacudir el yugo escolar para irse por los campos a tenderse bajo los álamos del río, cabe las ondas murmurantes, cerca de las piedras cubiertas de musgo, lejos del dómino cetrino e irrascible, lejos de las coplas del Iriarte, de las discusiones del Foro y de las catilinarias terríficas; día de los más bellos para salar. Me olvidé de mi edad, me imaginé que tenía siete años, me persuadí de ello, y me dije:
—Lo que es hoy, me desayuno, y dejo al pomposísimo don Román con sus odas y sus églogas. ¡Allá se las avenga! Ahora.... ¡Al cerro del Cristo, a las dehesas del Escobillar, a cortar guayabas en las sabanillas que bordan las orillas del Pedregoso!