Rafael Delgado

Angelina


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hay lindas como una rosa y buenas como el pan de gloria,—y... lasciate ogni speranza voi che entrate!

      La belleza del paisaje, la dulzura del clima y la tranquilidad de la población, seducen a quien pone los pies en Villaverde; la budística ciudad extiende sus redes misteriosas, y ¡presa segura!

      De cierto que los villaverdinos no son localistas, a lo menos de un modo común y corriente, de modo que choca, como los hijos de una ciudad vecina. En su localismo se advierte una originalidad digna de ser apuntada. Alardean de recibir bien al extraño; pocas veces alaban y ponderan las cosas de la tierra, antes por el contrario las apocan y menosprecian; miran con indiferencia cuanto hay en la ciudad: la belleza de los campos y la hermosura de las mujeres; critican acerbamente cuanto tienen; fingen que nada de otras partes les sorprende; y podéis, con toda libertad, hacer trizas cualquiera cosa de la tierra en presencia de un villaverdino, seguros de que no dirá nada en contrario, antes bien, acentuará la nota burlesca. Pero si observáis con detenimiento a mis paisanos no tardaréis en descubrir que viven pagados y enorgullecidos de sus cosas; que para ellos no hay otras como las suyas, y que no las quieren distintas porque creen, de buena fe, que no las hay mejores.

      De lo que sí no hacen misterio, de lo que se muestran francamente satisfechos, es de la ingénita lealtad que atribuye a los villaverdinos la leyenda de su viejo blasón. Muéstranse merecedores de cuantas lindezas les dice el mote; prodigan en todas partes la heráldica presea, en edificios, sellos, telones, marcas de tabacos y botellas de cerveza; repiten la empresa en inscripciones castellanas y latinas, en discursos, en documentos oficiales, en periódicos,—que también tiene periódicos Villaverde—y hasta en los sermones sale a relucir el famoso lema, concedido a mi querida ciudad natal por la Muy Católica Majestad del Rey Don Felipe IV. Fuera el consabido lema poderoso estímulo para mis paisanos, si éstos entendieran las cosas a derechas, pero Villaverde es la tierra de las ideas falsas, y el mote lisonjero de su blasón sólo sirve para que los villaverdinos vivan estacionarios y no suelten los andadores para entrar, libres y decididos, por los amplios caminos de la vida moderna.

      «En Villaverde—dicen sus hijos—no se hace política». Y sí se hace, pero por debajo cuerda, a la calladita, de modo vergonzante, sin riesgos ni peligros, sin temor de verse derrotados y blanco de odios, rencores y venganzas. Y como por buenos que sean los diestros que están en el tendido, si los lidiadores son malos, mala resultará la corrida; para los buenos villaverdinos no hay chupa que les venga, ni capote que les salga a gusto. Así no consiguen nunca lo que desean y viven condenados al perpetuo alcaldazgo de don Basilio, conspicuo villaverdino, reflexivo y listo, que intriga más de lo que parece y que sabe más de lo que suponen sus paisanos.

      Estos son muy celosos de sus glorias y admiradores fidelísimos de sus hombres ilustres. No son los tales muchos, ni muy conocidos, pero los villaverdinos traen a cuento sus nombres, en toda ocasión, vengan o no vengan al caso.

      Dos son los principales. El uno, general victorioso en no sé qué batallas, que la Historia olvidadiza habrá registrado en sus páginas inmortales, antiguo cosechero de tabaco, hombre nulo, cuyo habilidad consistió en rodearse de media docena de ambiciosos villaverdinos, los cuales le encumbraron, a fuerza de charlatanismo y demasías, hasta donde propios méritos y altas dotes de inteligencia nunca le hubieran elevado. El general cayó pronto del encumbrado puesto, y acabó sus días, triste y descorazonado Cincinato, en miserable ranchejo, cuidando de unas cuantas vacas tísicas y estériles. En aquel retiro fué hasta oí último día dechado de patriotas, modelo de firmeza política, y allí murió, como Napoleón, de una enfermedad hepática, despreciando a los villaverdinos, y burlándose de sus antiguos partidarios,—a quienes atribuía el fracaso que le echó por tierra,—y siendo objeto de la incondicional admiración de todos sus paisanos.

      Para que tan ilustre nombre pasase a los pósteros,—así lo dijo en cabildo pleno el pomposísimo Cicerón,—el apellido ilustre del general fué aplicado a todo establecimiento público, escuela, teatro, hospital, paseo, etcétera, etcétera.

      Una lápida conmemorativa,—los villaverdinos se parecen por la epigrafía,—señala al viajero la casa en que nació el grande hombre. La Escuela Nacional se llamó: Escuela Pancracio de la Vega; el hospital: Hospital Pancracio de la Vega; el teatro,—un teatrillo en proyecto, nunca concluido y frecuentemente visitado por volatines y comicotes,—Gran Teatro Vega, y así lo demás.

      La otra gloria villaverdina fué un buen clérigo que nunca se acordó de su pueblo natal; un sacerdote austero, sencillo y trabajador, gran teólogo,—al decir de don Román López—que llegó a canónigo angelopolitano, y después a obispo, honor a que nunca aspiraron los villaverdinos; que nunca pensaron alcanzar, y que los llenó de alegría ¡Obispo un hijo de Villaverde! ¡Cielos! ¡Qué dicha! Desde entonces sueñan mis paisanos con que Villaverde llegue a ciudad episcopal. Y lo será; sí, señores, lo será. Eso, y más, se merecen sus piadosos hijos.

      No digáis en Villaverde que no tiene grandes hombres; no lo digáis, por vida vuestra, porque luego os replicarán mis paisanos, así sean jornaleros, o abogados, o médicos, o propietarios vuestros interlocutores:—«¿Y el Señor General Don Pancracio de la Vega? ¿Y el Ilmo y Reverendísimo Señor Don Pablo Ortiz y Santa Cruz, Obispo in pártibus de Malvaria?».... Si está presente el pomposísimo os dirá:—«¿El General de la Vega? ¡Gran político! ¡El Mecenas de todos los poetas veracruzanos! ¿Mi maestro el Ilmo Señor Obispo de Malvaria? ¡Gran teólogo! Amigo, amigo... ¡no hay que darle vueltas! ¡El Melchor Cano de Villaverde!»

      Mi querida ciudad natal es pobre, paupérrima, como decía don Román. Una agricultura descuidada es para ella la única fuente de riqueza, gracias a las lluvias, que allí, como en Pluviosilla, no escasean. El suelo es fértil, pero le falta riego. El Pedregoso con su cauce hondísimo no basta para las necesidades de la tierra.

      A la pobreza debemos atribuir la indiferencia de los caracteres y la tristeza de las almas. En Villaverde nada se desea, y a nada se aspira; todos están contentos con su suerte. El porvenir es obscuro, y anhelarle risueño sería una locura. El alcalde perpetuo, don Basilio, dice, cuando de esto se trata: que en esa falta de aspiraciones está la dicha de Villaverde y la felicidad de sus gobernados. El vive muy satisfecho. Con el producto de seis u ocho solares y de un rancho cafetero le basta y sobra para vestir a la señora alcaldesa, y a su hijo, un muchacho idiota hinchado de vanidad.

      En Villaverde se trabaja poco, lo suficiente para comer, no andar desnudo, pasar el día, y ¡santas pascuas! Quien se excediese en el trabajo sería un tonto de capirote. No por eso ganaría más. Así dejara el alma en la tarea no se guardaría en el bolsillo, ni achocaría para el arcón media docena de duros. En Villaverde se gana poco, y la vida es cara. Los méritos de un servidor, de un empleado, son mayores y más estimados cuando gana poco. Aquello parece una escuela de franciscana pobreza, una hermandad de miseria voluntaria. En Villaverde nadie paga, ni aunque le ahorquen, más de lo que pagaron sus abuelos, allá en los tiempos felices del estanco del tabaco, época venturosa para mi querida ciudad, lo mismo que para Pluviosilla, su vecina afortunada y próspera.

      Pero me diréis:—«¿Y esas haciendas, esas fincas, que, como Santa Clara y Mata-Espesa, levantan prodigiosas cosechas? ¿Santa Clara, Mata-Espesa, dijisteis? Pues queda dicho todo. En ella cifran los de Villaverde prosperidad y bienestar.

      El pomposísimo Cicerón, en sus días de murria, cuando no tenía un real, y se olvidaba de los grandes autores del siglo de Augusto, y renegaba de Villaverde, y no se le daba un ardite la susodicha empresa del glorioso blasón, me decía de sus paisanos:

      —¡Unos verónicos! ¡Unos verónicos! ¡Ni buenos ni malos! ¡Para ellos... ¡ni pena ni gloria!

      Y añadía, mesándose el copete ralo y encanecido:

      —¡Está en la sangre! ¡En la sangre!

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      ¡El aire de la tierra natal!