Rafael Delgado

Angelina


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Seguí hasta las afueras de la ciudad, a fin de gozar, siquiera fuese por breves horas, del magnífico panorama que se extendía delante de mí: variado lomerío, dilatada llanura, espesas arboledas que dan pintoresco fondo a la capilla de San Antonio, una iglesita que tiene aspecto de melindrosa vejezuela. Faldeando la colina va el camino de la sierra, desde allí quebrado y pedregoso. Por ahí subían lentamente unos arrieros, silbando una canción popular, arreando a unos cuantos asnillos enclenques cargados de loza arribeña: ollas y cazuelas vidriadas que centelleaban con el sol. Un ranchero, jinete en parda mula, venía por el llano, y allá, cerca de las vertientes del Escobillar, trazaban las yuntas surcos profundos en la tierra negra y vigorosa. Los galanes las seguían paso a paso, guiando el arado, muy enhiesta la crinada pica. ¡Qué benéfico el aire de las montañas! Insufla en los pulmones vida nueva, acelera la sangre y comunica a las almas dulcísima alegría. ¡Cómo suspiré, durante diez años, en las soledades del Colegio, por aquellos sitios y por aquel espectáculo! ¡Cómo, mil y mil veces, a la hora de la siesta, desde el balconcillo del dormitorio, ante la colina poblada de cactos, cansada de las arideces del Valle de México, soñé despierto con la húmeda belleza de la tierra natal!

      No puedo olvidar aquellos tristes días. Jueves y domingos salíamos de paseo, a lo largo del fangoso río, cuyas aguas parecían dormidas a la sombra de los sauces piramidales. Allí, cerca de una hacienda, frente por frente de una aldea salinera, entre cuyos montículos estériles yergue una pobre palma, mísera desterrada de fecundo suelo, su empolvado penacho, había un sitio que hasta en lo más crudo del invierno hacía gala de sus hierbajes verdes. Era mi sitio predilecto. Mientras la turba estudiantil iba y venía buscando nidos en los árboles, o, vigilada por el Padre Rector, jugaba al salta-cabrillas, yo me tendía en la hierba, y dejaba que mi pensamiento volara más allá de la populosa ciudad, más allá del obscuro lago de Texcoco. Y volaba, volaba, tramontaba los volcanes, y seguía, a través de bosques y espesuras, en busca de regiones amadas, de rostros amigos, de voces cariñosas. Entonces, el paisaje que yo tenía delante se iba borrando poco a poco: el suelo pajizo; la acequia fangosa; la llanura inundada; los chopos cenicientos del camino polvoso, siempre lleno de viandantes; las hileras de sauces melancólicos; la ciudad lejana, túrrida, envuelta en pesados vapores; la aldea salinera, situada como en un islote; la remota cordillera de Ajusco y los picachos de la Cruz del Marqués. Bañados en la luz de brillante crepúsculo, surgían ante mis ojos valles y colinas, llanuras y dehesas, bosques y heredades, en donde la rica vegetación de las tierras cálidas desplegaba su frondosidad incomparable. El Citlaltépetl, corona espléndida de las serranías, aparecía bañado en rosada luz, como si le iluminaran los fuegos de la aurora. Tornaba yo a la casa de mis padres. Villaverde me convidaba a recorrer sus calles desiertas, y el acento tierno y conmovido de los míos resonaba en mis oídos regocijado y amante.

      De aquel ensueño me sacaba la voz del Rector o el toque de Ángelus en la cercana Catedral. Honda tristeza se apoderaba de mi espíritu, y lento, retrasado, perezoso, volvía yo al colegio, entregado a la subyugadora melancolía que despierta en los jóvenes el espectáculo siempre nuevo de la tarde moribunda, de la llegada de la noche. Dulce nostalgia; anhelo de algo sublime; grato sentimiento de muerte, que alivia, consuela, y eleva las almas hacia la bóveda celeste, ya entenebrecida y salpicada de luceros.

      El sueño de aquellos días de largo destierro, la ilusión de aquellas tardes invernales, era una realidad. Estaba yo en Villaverde.

      ¿Adónde iría yo? ¿En busca de los amigos de mis primeros años? Acaso me recibirían indiferentes y fríos. Regresé por donde había venido, y al azar, sin darme cuenta de lo que hacía, me interné en la ciudad, por las calles céntricas, camino de la plaza. Me detuve en el puente. El Pedregoso, el gárrulo Pedregoso corría, como siempre, límpido y parlero; como le vi tantas veces cuando era yo niño: espumoso al tropezar con una roca; cerúleo y adormecido en sus pozas umbrías, bajo el dosel de los álamos, queriendo arrastrar a su paso las espiras lánguidas de los convólvulos perennes.

      Buscaba yo rostros conocidos, y muchos vi, pero empalidecidos, como fotografías borradas. Todas las gentes me miraban curiosas, como si quisieran reconocerme, para llamarme por mi nombre. Temerosas de un chasco no se atrevían a hablarme, y se daban por satisfechas con verme de pies a cabeza y examinar mi traje de cortesano. Me pareció que unas a otras se preguntaban al verme:

      —¿Quién es éste? ¿A qué vendrá?

      ¡Pobre de mí que había soñado con un recibimiento caluroso! Todos me conocían, me vieron crecer y me tuteaban.... Me detuve en un tenducho, y pregunté por don Román López. El tendero salió a la puerta, y señalándome una casa me dijo:

      —¡Allí, joven, allí!... ¡En aquella casa pintada de amarillo! El ruido de los muchachos le dirá ¡dónde! ¡Allí está la escuela!

      ¿Y si mi buen maestro, si el pomposísimo no me recibía cariñosamente? Eché calle arriba, y llamé a la puerta de la Casa de Estudios. Así solía decir el dómine. No gustaba de que su establecimiento fuese equiparado ni con la Escuela del Cura ni con la Escuela Nacional.

      Un chico abrió la puerta. Un muchacho jetudo, de cabello erizado y ojos lacrimonos. Había tormenta. Alguna tempestad producida por un concertado gallego o por alguna oración de infinitivo revesada y de tres bemoles.

      El granuja sonrió al mirarme, viendo en mí el iris de la suspirada bonanza.

      —¡Pase usté!—me dijo.

      —¿El señor maestro?...

      —¡Pase usté!

      Y me colé por la puertecilla del cancel.

      Ruido de la chiquillería que se ponía en pie. Movimiento de sorpresa en el dómine....

      —¡Silencio!—exclamó, levantándose y subiéndose a la frente las antiparras. Y dirigiéndose a mí:

      —¡Adelante, caballero!

      Dejó el libro en la mesa, un horacio antiquísimo, y vino paso a paso a recibirme.

       Índice

      Atravesó el dómine por entre la doble hilera de bancos, diciendo a los chicos que tomaran asiento. Los muchachos le obedecieron cuchicheando. Se felicitaban sin duda, de mi llegada. Don Román vestía su eterno traje, su traje típico: pantalones anchos; larga levita negra, verduzca y mugrienta; chaleco blanco, pringado de rapé en las solapas; el cuello de la camisa altísimo, arrugado, sin almidón; ancho y apretado corbatín. Así le conocí cuando era yo niño, cuando mis buenas tías me confiaron a la férula resonante de aquel buen anciano, maestro de dos o tres generaciones de villaverdinos. Esto de la férula no es figura retórica; el pomposísimo la tenía, y muy sólida, de perdurable zapotillo, ennegrecida por el uso. Verdugo diligente e implacable, dispuesto a vengar en las manos infantiles el menor desmán, cualquiera osadía contra los poetas del siglo de Augusto, don Román no se andaba con chicas, ni tenía piedad; quien la hacía la pagaba, así fuera el hijo del alcalde.

      Don Román se detuvo a dos pasos de mí. Me vió atentamente, y componiéndose los anteojos me preguntó en tono de notario aburrido.

      —¿Qué mandaba usted?

      No tardó en reconocerme, y abriendo los brazos exclamó:

      —¡Rodolfo! ¡Rodolfo! ¿Tú por aquí? Ya sabía yo que de un día a otro llegarías.... ¡Bendito sea Dios! ¡Y qué crecido estás! ¡Alabado sea el Señor que me concede verte hecho un varoncito, un lechuguino de lo más guapo! Y... ante todo, ¡ya lo sé! ¡ya lo sé! Como siempre estoy preguntando por tí. Ya sé que has salido muy aprovechado.... No como estos asnillos que para nada sirven. Ni uno solo de estos bribones sacará buey de barranco.

      El pobre anciano, loco de alegría, se complacía en mirarme, y me abrazaba, y pasaba por mis mejillas sus manos larguiluchas y exangües.

      —Pasa, muchacho; vamos a la sala.... Tengo muchas ganas