Rafael Delgado

Angelina


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¡Pasa, muchachito, pasa!

      Decía esto acariciándose e impulsándome hacia adelante, entre la doble hilera de bancas. Los chicos abrían tamaños ojos para verme, como sorprendidos de la rara dulzura de su maestro. Cerca de la mesa se detuvo don Román, volvióse hacia la chiquilleiía, y prorrumpió solemnemente, en tono de sermón:

      —Este, éste que ven ustedes, es uno de mis discípulos más queridos. Muchas veces, muchas, os he hablado de él. Es inteligente, bueno, estudioso.... Tomadle por modelo. Este sí que no me daba, como ustedes, tantos disgustos; éste sí que no hacía concordancias gallegas, y se sabía al dedillo los pretéritos, y entendía, como un maestro, al dulce Virgilio, al conciso Tácito, y al asiático y pomposísimo Cicerón.

      Ya me lo esperaba yo. Milagro que no acabó el discurso con algún exámetro oportuno. Los chicos, al oir el consabido epíteto, sonrieron maliciosamente, señal de que el apodo puesto al maestro por nosotros diez años antes, seguía en uso. Los bribonzuelos reían y se miraban unos a otros con caritas de diablillos regocijados.

      —Vamos:—prosiguió—os doy la mañana, a fin de que celebréis la llegada de mi discípulo muy amado. Pero, oídme; nadie se irá hasta que suenen las doce. Quedaos aquí, sin cometer faltas. El mejor día volverá este joven, y os examinará, y ya veremos, ya veremos cuáles son vuestros adelantos en la hermosa lengua latina.

      Don Román levantó la cabeza y agregó:

      —Tú, Pancho Martínez....

      Un mozuelo trigueño, vivaracho, de simpático aspecto, salió al frente.

      Mientras el niño acudía al llamado de su maestro eché una ojeada por el salón. En nada había variado. Los mismos muebles, los mismos objetos; las papeleras manchadas de tinta, con letreros en las tapas, grabados a punta de cortaplumas; el pizarrón, el mismo pizarrón de otro tiempo, en su caballete verde; la mesa del dómine ocupada por los mismos libros, todos muy bien colocados. Allí estaba la campanilla, con el mango roto, y el tintero circundado de plumas de ave,—don Román no usaba de otras,—y al lado la palmeta de zapotillo. En las paredes, ennegrecidas y desconchadas, dos o tres mapas amarillentos; arriba del sillón magistral, muy pulido y resobado, la Virgen de Guadalupe, la patrona de la escuela; delante de la imagen una lamparita, un vaso azul lleno de aceite obscuro, en el cual sobrenadaba una mariposilla moribunda.

      No bien entramos en la salita se oyó el vocerío de la turba escolar, festiva, retozona. Ruidos, carcajadas, estrépito de libros cerrados de golpe, las mil y mil voces, francas y alegres, de la dichosa libertad infantil.

      El anciano retrocedió colérico. Abrió la puerta; por ella se precipitó desbordado, recordándome felices años, un torrente de ingenuas carcajadas. Don Román, severo e irascible, dictó nuevas órdenes, amenazó con duros castigos, y luego, haciendo un gesto de dolor, pronto borrado por una expresión resignada de tristeza, vino al estrado.

      —Siéntate, siéntate aquí, en este sillón. ¡Qué gusto me da verte! Cuando te fuiste creí que no me volverías a ver.... Estoy ya muy viejo. ¿No me ves? En Febrero cumpliré los setenta y dos. Los achaques me tienen triste y desmazalado. Tú consideras todo esto, ¿no es verdad? ¡Viejo, enfermo, solo y pobre! ¿No te parece cosa triste, cosa que parte el alma, esta situación mía después de haber trabajado tanto? Todos ustedes se van logrando. Tengo discípulos en toda clase de oficios y profesiones. Unos, en altos puestos de la política, los que fueron más desaplicados, (muchos no pasaron del quis vel quid); otros en la Iglesia, (dos me han dado ya la comunión); otros, médicos, y buenos médicos; otros abogados; otros, como tú, en camino de ser gente de provecho.

      A decir verdad, nunca valí gran cosa ni por la conducta ni por la aplicación; de seguro que pocos estudiantes dieron más guerra que yo al pomposísimo maestro. Pero tal era de bondadoso el señor don Román. Cuando estaban en sus bancos, todos eran flojos, incapaces, asnillos; luego, con excepción de aquellos por extremo perdularios, todos resultaban excelentes, cumplidos, aprovechados.

      Pero es lo cierto que don Román me quiso siempre como a un hijo; que me trató con suma benevolencia; que pocas veces sintieron mis manos los golpes de su férula, y que el buen anciano, no obstante su pobreza, me dio lecciones durante dos años, sin exigir de mis tías extipendio alguno.

      Me apenó ver a mi maestro tan triste y abatido, cuando estaba tan cerca del sepulcro. Hubiera yo deseado ser rico, riquísimo, para ampararle contra la miseria, darle cuanto quisiera, y comprar para él, si tal cosa fuese posible, salud y mocedad.

      —¿Te he dicho que estoy pobre? Pues estoy más pobre de lo que tú puedas imaginártelo. Tengo pocos discípulos. ¡Ya viste cuántos! Sólo faltaron dos; unos bribones que se van a salar todos los días; unos pícaros que no tienen remedio. ¡Qué hemos de hacer! Hijo mío, nadie quiere que sus hijos aprendan el latín. ¡Tú dirás! ¡El latín que es la llave de las ciencias! Ni latín, ni otras cosas; todo lo que puedo enseñar, todo lo que sé, cuanto aprendiste aquí. Dicen que estoy atrasado; que mi manera de enseñar es ancrónica, ¿has oido? ¿anacrónica? Eso lo dicen los pedantes de hoy en día; y todo porque mascullan el francés. Eso dicen los que aquí aprendieron todo lo que saben, y que ahora no quieren confesar que me lo deben todo. Dicen que ya no sirvo para nada.... ¿Para nada? Pues a que no se ponen delante de mi, y abren el Tácito, o el Terencio, y traducen el pasaje que yo les señale? Pero eso sí, sin que se ayuden de versiones francesas... Oye: lo que más me duele, lo que me llega a lo más vivo, lo que me desgarra el corazón, lo que siento aquí, como la hoja de un puñal, es que dicen....—El pobre anciano quería llorar; el rostro se le contraía dolorosamente, su voz se iba poniendo trémula, en sus ojos asomaba una lágrima,—dicen...—hizo un esfuerzo y acabó—¡qué estoy chocho!

      Me partía el corazón al ver al pobre anciano. Lloraba como un chiquillo. Deseoso de alivio y de consuelo vejado por la maldad y la ingratitud, abría su alma, sencilla y llena de dolores, a un pobre muchacho que años antes fué su discípulo y del cual esperaba frases compasivas, palabras cariñosas.

      —Y como dicen que estoy chocho, y como andan repitiendo eso por todas partes, me faltan discípulos, y faltándome discípulos me falta trabajo; y sin trabajo, como tú lo comprenderás, me falta dinero. ¡No hay remedio! Me moriré de hambre, y me enterrarán de limosna. Diez o doce discípulos, que pagan poco, ¡y es cuánto! Unas leccioncitas ¡y nada más!

      —Don Román,—respondí—no hay que abatirse. Nada es eterno; los tiempos varían... el mejor día....

      —Sí, hijo mío, variarán los tiempos, quién lo duda, pero no para mí. No me queda más que prepararme para morir cristianamente. Pobrezas, miserias, hambres, contumelias, todo lo sufro con paciencia. Lo que me apena y me amarga, lo que me contrista y conturba es la ingratitud.

      —No hay que abatirse, señor maestro. En cambio tiene usted la gratitud y el amor de muchos.

      —¿Abatirme? ¡Eso no!—replicó en un arranque de energía.—¡Eso no! Nadie me verá rendido. Al contrario: altivo, con soberbia dignidad. Por eso no me quieren. Siempre que se ofrece les ajusto las cuentas a esos ingratos, a esos charlatanes. ¡Que lo diga Agustín, ese macuache, que aprendió aquí, aquí, todo lo que sabe, y que ahora está de Director, (¡yo no sé lo que podrá dirigir!) de Director de la «Escuela Nacional». El otro día,—aquí sonrió satisfecho el buen anciano,—el otro día, publicó en «La Voz de Villaverde», (el periódico ese que sacaron cuando las elecciones del Jefe Político), un papasal, dándosela de espíritu fuerte, de libre pensador, y yo,—el dómine habló quedito, como temeroso de que le oyesen—¿qué hice? Tomé la pluma, y burla burlando le puse de oro y azul. Mandé a «El Montañés» tres comunicados de chupa y daca. Hijo: mi hombre vio lumbre, y gritó, pateó, rabió. Pero no escarmienta, y sigue disparatando a su gusto en esa «Voz de Villaverde» que no es voz ni cosa que lo valga, sino un papelucho asqueroso, indigno de una ciudad que, como la muestra, es patria de tantos hombros ilustres, como el General de la Vega, y mi respetable y siempre respetado maestro el ilustrísimo Sr. D. Pablo Ortiz y Santa Cruz, Obispo «in pártibus» de Malvaria. El mejor día, luego que me deje el reuma, le largo un artículo morrocotudo,