Armando Palacio Valdes

Semblanzas literarias


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toda su atención la cruel batalla que se reñía en su conciencia. La idea religiosa llenó completamente su breve existencia. Al nacer á la vida de la razón sintióse acometido de esa terrible enfermedad que azota nuestro siglo y que amarga todos nuestros placeres. La duda impía alojóse en su cerebro. Muchos estudios, muchas vigilias, muchas torturas consiguieron al cabo lanzarla fuera, pero al salir dejó atrás un cuerpo marchito y agotado, propio para servir de presa á la tisis.

      Nada hay más horrible que esos gritos desesperados del pensamiento que á toda costa quiere ser acción. Galvete los sintió siempre tronar en sus oídos. Apenas nacidos, ya le atormentaban demandándole una instantánea realización, y su alma y su cuerpo se esforzaban en vano por concedérsela. Esta lucha le producía fiebre y la fiebre le mataba lenta, pero seguramente.

      La enfermedad es antigua. El espíritu del hombre vive en perpetua agitación como las aguas del Océano, sube como sus olas hasta los cielos y baja también á los más negros abismos. Y así, entre el dolor, la duda y la esperanza se mueve eternamente el mundo de los seres humanos. Feliz el hombre cuya vista no penetra la región de los sueños y de las ambiciones. Su vida ignorada, apacible, monótona, es mil veces más dulce que la de aquellos cuyo cerebro pudiera tomarse por guarida de fantasmas.

      ¡Feliz aquel que trata á sus nervios como viles lacayos! ¡Plegue á Dios que jamás se le rebelen ni promuevan algaradas en su organismo! Porque si la lucha del hogar doméstico está pintada con tan sombríos colores por los moralistas, ¿qué debemos pensar de la que existe en el fondo de la conciencia? Sí, hombres que sufrís los excesos del pensamiento, ¡guerra á muerte por díscolo y traidor al sistema nervioso cerebro-espinal! ¡Loor eterno al prudente tejido muscular! Él sólo es fuerte y á la par sensato y honesto.

      El mal se ha recrudecido de un modo alarmante en nuestros días. El vértigo se ha apoderado de todas las cabezas, quiero decir, de casi todas. Todo se piensa, todo se medita, todo se proyecta, pero nada se deja sazonar. El minuto mata al minuto y el pensamiento al pensamiento, y en esta desenfrenada actividad intelectual se rompe la armonía del espíritu y se disipa el encanto de la vida. Y es lo peor que cada hombre no se resigna á ocupar el sitio que le corresponde en la obra de las generaciones, no quiere limitarse á cultivar con paciencia el suelo que pisa, sino que aspira, en los breves días que se le otorgan sobre la tierra, á resolver todos los problemas, á someter los imperios del cielo y de la tierra á su dominación.

      Yo no sé si Galvete era un hombre religioso ó un impío. Los hombres religiosos que me han hecho conocer desde muy temprano, respiran sosiego y alegría por todos los poros de sus mejillas frescas y rosadas por punto general: su marcha es reposada y firme: están siempre en guardia contra su pensamiento, y hablan sin escrúpulo de todas las cosas que no se relacionan directa ni indirectamente con el dogma. La Providencia, pero una Providencia regocijada y próvida, parece habitar en su alma. ¡Cuán diferente de ellos era Javier Galvete, tan brusco, tan flaco, tan triste, tan inquieto!

      Yo he oído decir, sin embargo, que la meditación sobre la naturaleza de Dios es un verdadero culto. Nuestra alma se desprende de lo que es perecedero y finito, y marcha hacia lo absoluto é infinito en alas de la razón, penetrándose del amor eterno y de la armonía del universo. Acaso sean éstas huecas palabras de una filosofía revolucionaria y atea.

      Lo cierto es que nuestro joven orador no iba á la moda en materia de religiosidad, sin comprender que á todo el que pretende romper con la moda se le levanta una cruz en este mundo.

      Como escritor tuvo también este ilustre joven la mala ventura de no ver aprovechadas sus notables aptitudes por la prensa política afín á sus ideas, necesitando poner su pluma, para subsistir, al servicio de otra menos liberal.

      De este ultrajante grillete que la necesidad aplicaba á su inteligencia durante el día, vengábase á la noche lanzando rojas oleadas de una oratoria vivaz y atrevida sobre las dormilonas cabezas de los reaccionarios del Ateneo. Nadie como él logró estremecerlos azotando sin compasión sus invasoras doctrinas, después de arrancar á jirones el oropel con que se encubren. Aquel rostro pálido y de algún modo siniestro, aquella palabra audaz, penetrante, fanática, traían á la memoria las predicaciones de los primeros campeones de la Reforma. Como en los de ellos, brillaba alternativamente en sus discursos un entusiasmo ruidoso, un amargo desengaño ó una ansiedad febril. Sin embargo, aunque exaltado é impetuoso en el debate, era dulce y afable cuando hacía reposar su espíritu angustiado en el seno de la amistad. Me complazco en afirmarlo aquí para desvanecer cualquiera duda que acerca de su carácter pudieran concebir los que no conocieron á Galvete más que en las discusiones académicas. Se había erigido en apóstol de los derechos del individuo y del Estado, enfrente de las pretensiones del tradicionalismo monstruosamente acentuadas en estos últimos años, y acaso movía su lengua con demasiada sinceridad para la usanza de esta tierra. Su oratoria era profunda y nerviosa. Hablaba con una facilidad severa y restringida, como aquel que quiere hacer que prevalezca la idea sobre la palabra. La acción con que se acompañaba tenía poca variedad; era monótona, pero se acomodaba bien á ese género de oratoria sin efectos, serena y clara, donde cada juicio vale una sentencia y cada palabra un hecho. Era una oratoria interior más que exterior. Los años hubieran limado las asperezas de su estilo y los arranques de su misticismo, y entonces pasaría á formar entre los más grandes oradores.

      Pero ¿á qué imaginar lo que pudo ser? Acordémonos más bien de lo que ha sido: un joven que pensó, que sintió con exceso y que pagó con la muerte el capricho de pensar y de sentir las cosas que tienen sin cuidado á los demás; un perseguidor infatigable de fantasmas; uno de esos hombres que en el jardín de la vida se empeñan en coger tan sólo aquellas flores tristes y simbólicas que la fantasía del pueblo ha llamado pasionarias.

      La verdad es que el número de éstas va aumentando de tal modo, que amenazan cubrir con fúnebre manto los vergeles de la tierra. Todos los antídotos de la filosofía optimista no bastan ya á convencernos de que esta vida sea más que una serie dolorosa de tristezas y decepciones. La muerte va adquiriendo de día en día mayor reputación entre los hombres razonables. Y es que la vida debe parecerse á una de esas mujeres coquetas y abominables de las que nos cuesta gran trabajo separarnos, pero que, después de conseguido, nos admiramos de haber amado tanto. Por el contrario, la muerte es tranquila, serena, inalterable como la virgen de los últimos amores. ¿Vale tanto por acaso una vida de dolores y desengaños como el dulce reposo de lo eterno? ¿Y qué otra clase de vidas ofrece el destino á los que nacen con talento? El talento es ya por sí una enfermedad, por más que esta enfermedad, como la de las ostras, produzca hermosas perlas, y el que lo posee lo arrastra por el mundo con trabajo. Fuera de los carriles ordinarios de la vida, va tropezando con todo, chocando con los infinitos obstáculos que la preocupación, el egoísmo y la rutina oponen á su paso, y cuando llega al término de su carrera, que es la muerte, ha dejado ya en jirones por el camino todos los deseos y todas las ilusiones de su alma. El hombre que muere sabe que deja en pos de sí un universo de desdichas cuyo amargo jugo hubiera él gustado gota á gota, á prolongarse más su estancia en este suelo. Lo que nos hace amar la vida es la seguridad que tenemos de perderla. Sin esa seguridad, no me cabe duda que la miraríamos con desdén, y ¡quién sabe también si con horror!

      He visto morir á algunos de mis amigos cuando habían llegado á la plenitud de las esperanzas, pero no á la de la razón. Pues bien: creo, después de considerar atentamente su existencia, que á serles posible, ninguno volvería de la región de las sombras, ninguno atravesaría de nuevo la laguna Estigia para mezclarse otra vez con la turba de los vivos. Galvete menos que todos querría emprender nuevamente su fatigoso Calvario. Él, que ha descifrado ya el enigma tremendo de lo infinito, conoce bien lo que vale este mundo finito. Algunos, muy pocos, atraviesan la tierra de día. Galvete la atravesó en las horas más negras de la noche. Por eso de los hombres como Galvete no debe decirse que mueren, sino que hacen dimisión de la vida.