de color de cielo—¡á tal punto es cierto que el hábito no hace al monje![1].—El Sr. Perier se levanta y da comienzo la sinfonía. La flauta entona con dulzura una melodía delicada que regalará vuestros oídos; mas ya se viene repitiendo cinco veces, y el artista no piensa en buscar un nuevo tema. Después de algún tiempo quedaréis dormidos. Cuando abráis los ojos, las cosas se encontrarán probablemente en el mismo ser y estado, esto es, las auras que vienen de la derecha traerán á vuestros oídos la misma melodía. Acontece que el artista pretende introducir algunas variaciones en la frase; pero no me engaña, la percibo tan clara y tan distinta como si por vez primera saliera de la flauta.
El Sr. Perier es, pues, un orador, pero orador de una sola cuerda, y sobre ella nos da luengos conciertos. Orador de exordio interminable, aunque hemos de advertir que jamás empleará el conocido en la retórica con el nombre de exabrupto: se lo veda su exquisita cortesía.
Que en el horizonte de las discusiones del Ateneo se deje ver un tema por fas ó por nefas relacionado con la religión, la familia ó la propiedad, y ya tienen ustedes á mi orador con verdadera comezón de acudir á la muralla de estas instituciones, para que ninguna reforma clave en ella su bandera. Quizá sea el más constante de los sitiados, pero es carabina de chispa la que empuña y sus fuegos no son mortíferos. Avezado el enemigo á contemplarlo derecho sobre el muro, le dispara saetas sin veneno, porque ni su actitud es arrogante, ni son muchas las bajas que causa.
Esfuérzase en pedir respeto y gracia para las sagradas instituciones que defiende, y no demanda la muerte y el exterminio para las que combate. Mis plácemes por ello. Poco hay tan destemplado y ponzoñoso como el lenguaje de los que toman por oficio la defensa incondicional de nuestras tradiciones. El Sr. Perier, al separarse totalmente de esta forma, merece con justicia los elogios de todas las personas sensatas é imparciales, porque en ello revela comprender que las instituciones de orden y de paz, pacífica y ordenadamente necesitan defenderse, y deja ver, además de esto, una buena fe que en vano han de alardear los que adoptan otros modos de polémica.
Muy lejos, pues, de erizarlo con argumentos de mala ley, sabe envolver con gran esmero el proyectil entre algodón y seda, barnizándolo después bonitamente de aceites olorosos antes de enviarlo al enemigo. Es tan manso y sosegado el juego de su palabra, que ésta fluye de sus labios, como dice Homero que fluía de los del prudente Nestor, dulce cual la miel de las abejas.
Acabáis de entrar en una de nuestras góticas basílicas, y es la hora en que con toda pompa se oficia ante los fieles. Los cánticos sagrados y las plegarias fervorosas adquieren resonancia en los ángulos del templo. Las flores silvestres esparcidas por todo el pavimento «ofrecen mil olores al sentido». El incienso que arde en los pebeteros del altar suspende por algunos instantes vuestro pensamiento, y os pone en deseo de reclinar la cabeza para recibir en plácido desmayo las tristes y graves melodías del órgano. Todo es paz y sosiego. Los ruidos mundanales no quieren vibrar en aquella atmósfera seráfica.
Si oís al orador de que ahora estoy tratando, experimentaréis sensaciones análogas. Parece que no vive en medio de la lucha de creencias y doctrinas cuyo fragor conturba nuestros ánimos, y su oratoria es, pudiéramos decir, extramundana. En los momentos más críticos de la contienda, cuando el coraje inyecta de sangre los ojos de los héroes y la muerte cierne sus alas sobre el campo de batalla, levántase un orador con severo continente, saca del bolsillo una encíclica romana, y da comienzo á su lectura, que impasible y tranquilo hace prolongar un buen lapso de tiempo. ¡Quién lo diría! Esta lectura es la lluvia copiosa y refrescante que apaga los ardores de la tierra. En adelante, los oradores se levantan á hablar entumecidos, y la sesión figura padecer de reumatismos.
Sigamos con el agua. No escucháis los ruidos medrosos y solemnes de poderosa catarata que se despeña, sino el susurro monótono del arroyo que serpea entre yerbas aromáticas, y al cual acompaña el no menos triste y monótono rumor que el viento produce en los árboles. En vano anheláis nuevas y variadas emociones. El orador, como la Naturaleza, languidece sin morir jamás. Navegamos por el mar Muerto, sin que un soplo de la brisa hinche nuestras velas.
Muchas veces me he preguntado: ¿qué actitud pensaría tomar el Sr. Perier dentro de la Convención francesa? Después de las enrojecidas palabras de Marat, ¿cómo sonarían sus discretas disertaciones? De aquella Montaña partían torrentes espumosos y violentos huracanes. ¡Qué cefirillos tan suaves llegarían si el Sr. Perier se viera en ella!
Las distancias que de su homónimo Casimiro Perier le separan son inmensas. Aquel orador, cuya energía borrascosa tiranizaba á todas las fracciones de la Cámara, se hubiera visto en grave aprieto ante la cristiana mansedumbre de su tocayo. ¡Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán la tierra!
Para figurarse con cierta exactitud á este orador, es indispensable haber contemplado mucho tiempo un cielo siempre límpido, que si primero serena y dulcifica nuestro espíritu, luego empezará á causarnos tedio y concluirá por abrumarnos. ¡Con qué ansia pedimos entonces á ese cielo que en sus senos profundos condense los vapores que recibe y un momento nos cubra al astro del día! ¡Ay! ¡en el cielo del pensamiento del Sr. Perier jamás ha estallado tempestad alguna!
La dicción es correcta y el ademán sosegado; pero le falta color y animación.
D. JUAN VALERA
O es tarea tan fácil como á primera vista parece trasladar al papel los rasgos salientes de un orador. Unos, como el Sr. Perier, están siempre traspuestos ó adormecidos, y es fuerza copiar su semblante con la ausencia de vida que caracteriza al sueño. Otros, de espíritu agitado y sutil, como el Sr. Valera, se niegan á estarse quietos, y con sus desordenados movimientos hacen imposible el buen desempeño de la obra.
Siento aprensión inusitada al tocar con mis torpes dedos la delicada, la culta, la espiritual figura del señor Valera. Inútilmente trataré de imitar, haciendo su semblanza, al acreditado pintor que ha enriquecido la galería del Ateneo con su retrato. Confieso humildemente que no me siento con fuerzas para reproducir embellecida la imagen del ilustre escritor. Harto haré si consigo no empañar su mucho brillo.
Principio por suponer al Sr. Valera bastante sensato para no abrigar las pretensiones de orador grandilocuente. Corto es el número de los que ven ceñidas sus sienes con una corona legítimamente alcanzada; más corto aún el de los que pueden soportar el peso de dos ó más. Y el renombre que el Sr. Valera tiene adquirido como escritor brilla con luz demasiado clara para no eclipsar el de otros astros de segunda magnitud que alguna vez se dejan ver en el cielo de su gloria. El escritor y el orador se confunden en el Sr. Valera, y como las condiciones exigidas para uno y otro son muy distintas, el escritor tiene sofocado bajo su gran pesadumbre al orador. En el Sr. Castelar encontramos un ejemplo de lo contrario. El orador puede y debe ser exuberante en la frase, armonioso hasta con detrimento de la precisión, siempre rico, fácil y sonoro. El prosista debe proceder con cierto rigor en el empleo de las formas métricas, y huir con tacto de las asociaciones de palabras que tienen su verdadero lugar en la oratoria. De aquí la inferioridad del Sr. Valera como orador. Posee todo el donaire, ingenio y flexibilidad de un consumado prosista, pero es necesario afirmar que no tiene la afluencia, ni la armonía, ni la fluidez que deben adornar al orador. Es un hablador delicioso á quien se escucha con más gusto en conversación familiar que sobre la tribuna. Es el rey de los pasillos. Discurriendo en aquella atmósfera más ardiente y menos hipócrita que la de la cátedra, no tiene rival. Allí vierte el Sr. Valera el manantial inagotable de su gracejo. Los jóvenes expresan ruidosamente su alborozo; los viejos hacen el sacrificio de su paseo: todos forman círculo en torno suyo y escuchan regocijados la palabra breve, incisa