a Polonia y Rusia en esos fragorosos meses de ofensiva, por unidades especiales de los SS (Einsatzgruppen) fueron exterminados sumariamente en su totalidad. El Holocausto dio así su primer gran paso, pero ya no se detendría su marcha mientras el líder nazi respiró.
En cualquier caso, en marzo de 1942, a escasas ocho semanas de Wannsee y su famoso Protocolo, entre el 75 y el 80% de los judíos europeos todavía vivían aunque en situación terriblemente incierta, esparcidos en las pequeñas aldeas, los pueblos medianos y las numerosas ciudades existentes en la extensa región del Oder en la Alemania oriental y en la parte de Polonia que le tocó ocupar tras el inicuo pacto firmado con su fraternal Stalin. Once meses más tarde, sin embargo, los porcentajes que menciono habían sufrido un vuelco estremecedor; y los pocos sobrevivientes de la virulencia criminal de los Ensatzgruppen esperaban su terrorífico destino hacinados en guetos inmundos y en los temidos KZ, los campos de concentración. Este exterminio de cientos de millares des eres humanos, sin discriminación de sexo ni edad y en una zona tan poblada, no fue un plan para desarrollar en los meses siguientes; fue una auténtica blitzkrieg, una carnicería relámpago que obligó a movilizar las más veteranas tropas de asalto de los SS, duchas en el asesinato, para el buen fin de la operación. Y el enorme exterminio culminó en un instante en que en el sur de Rusia los ejércitos de la Wehrmacht vivían el momento crítico del asalto a Crimea y la marcha del c coronel Fiedrich Wilhelm Paulus y el Sexto Ejérciro hacia el Cáucaso, que marcha que terminó en Stalingrado con la destrucción total de los trescientos mil hombres de ese ejército alemán.
En Polonia los matarifes, ya expertos en estas lides lograron también todos sus objetivos y para nada sirvió la enorme dispersión de las víctimas en esas aldeas, pueblos y ciudades donde todavía respiraban. Los guetos fueron machacados, incluidas las concentraciones judías en Varsovia y Lódz y las innumerables aldeas y pueblos de esas regiones fueron peinados a conciencia. Los historiadores que años más tarde escudriñaron toda la región en busca de datos y documentación para sus libros, se asombraron de la perfección logística que alcanzaron los monstruos desalmados que llevaron a cabo tan gigantesco genosidio.
Me imagino que Hitler, en su desmesurado afan por liquidar a todos los judíos a su alcance se nutrió seguramente, en sus lecturas, de hombres como Heinrich Class (1868-1953) fundador e instigador de la Liga Pangermánica (Alldeutscher Verband), un poderoso grupo de presión a favor de la guerra y la pureza racial, que impulsó la publicación y distribución de panfletos antisemitas, y que en 1917 proclamaba que ya el antisemitismo alcanzaba, gracias al celo y al trabajo de zapa de su Liga, proporciones nunca vistas antes en Europa. La revolución rusa de 1917 y su desarrollo también disparó hasta límites increíbles el odio al judío, añadiendo un componente justificativo decisivo: los judíos dirigían internacionalmente, a través de sus numerosas organizaciones secretas y otros grupos, la revolución rusa para cambiar el orden mundial. Heinrich Class llegó a utilizar en esos días, sin ningún pudor, las vergonzosas palabras del dramaturgo romántico Alemán Heinrich Wilhelm von Kleist dirigidas en 1813 a los anti semitas franceses: “¡Matadlos, el tribunal del mundo no os pide razones!”
15.
Hitler no se movió de Múnich porque presintió que era allí, y no en Berlín, donde estaba en juego el futuro de Alemania. No hay prueba alguna de que participara activamente en los desórdenes y luchas callejeras de abril y mayo de 1919, pero sí parece, según una orden de desmovilización de abril de 1919, que trabajaba como el representante de un grupo que colaboraba activamente con la revolución. Y es muy probable que ya ejerciese el cargo desde mediados de febrero y que entre las obligaciones a cumplir estuviera la cooperación estrecha con el partido socialista, repartiendo entre sus miembros material político de naturaleza educativa.
Existen pues, pruebas que confirman la presencia de nuestro hombre realizando por primera vez tareas políticas en trabajos ordenados por el régimen revolucionario de Béla Kun, el comunista húngaro cuyos efectivos fueron aplastados por el ejército regular y los Freikorps, unidades de combate que ya habían actuado en los siglos xvii y xviii y que en 1919 reaparecieron a raíz del armisticio. Nutridos por militares ultranacionalistas desmovilizados, jugaron un papel clave en el aplastamiento de los numerosos movimientos promovidos por los bolcheviques alemanes para hacerse con el poder. Jugaron esos cuerpos francos, inevitablemente, su papel en el enrevesado entramado de conspiraciones y luchas intestinas que llevaron a Hitler a declarar ante un Comité formado por oficiales del 2º regimiento de infantería, el mismo que juzgó y condenó a muerte a casi todos los revoltosos de izquierda que eran denunciados o capturados. Hitler tendría que haber declarado, también, sobre un asunto aún más embarazoso: su presencia permanente en las calles durante la dictadura comunista en la ciudad. En las elecciones que el concejo de soldados realizó, Hitler fue elegido segundo representante de su batallón. Eso demuestra, aunque él lo ocultara, que no dio un sólo paso para acabar con la insurrección comunista mientras ésta se mantuvo. Ya en el transcurso de los años 20, y también en la década de los 30, corrieron rumores de que Hitler, en los días que relato, simpatizaba con los rojos. Pero el asunto lo movieron periodistas de extrema izquierda que lo odiaban y le querían desprestigiar. Pero para esa época Hitler tenía cimentado un cierto prestigio y los cargos fueron archivados sin más. En un rabioso cambio de palabras, cuando defendía a un amigo en 1921, Hitler comentó: “aquellos días todo el mundo fue socialdemócrata en algún momento…”
Muchos luchadores de esos tiempos, a los que Hitler ya en el poder demostró plena confianza, ejercieron tareas llamativas en las filas de la extrema izquierda de entonces. Seep Dietrich (1892-1966), general de las Waffen-SS y persona de su círculo cercano, fue presidente de un consejo de soldados en 1918. También Julius Schreek (1898-1936) al que Hitler tenía en gran estima y que ejerció como su chofer de confianza y primer jefe que tuvieron las SS, militó brevemente en la Räterepublik comunista en los turbulentos meses que siguieron al armisticio.
Es evidente que Hitler deseó desde muy joven la desaparición de los Habsburgo y, posiblemente, también de todas las monarquías europeas, empleando la revolución como mazo destructor si era necesario. Pero de allí a pensar que lo quisiera hacer en colaboración con un movimiento de izquierda hay un trecho muy difícil de salvar. Nadie sabrá nunca, tampoco, cuando nació su rabioso antisemitismo patológico; pero tampoco sabremos de él otras muchas cosas tan oscuras, como oscura fue la dimensión y alcance de su mente criminal. Los que vivieron en su entorno eran, salvo alguna rara excepción, hombres tan brutales como brutal era el demoniaco Führer que los guio. Sin embargo, en su vida, y documentada en su libro dejó una pincelada, un trazo azul de humanidad en el estéril océano de su existencia, y ese trazo azul fue su madre y el apasionado amor que sintió por ella. Pero aquello fue solo un flash, un pequeño destello luminoso en la triste oscuridad de su existencia. Ese instante de su vida, para mí, anula cualquier intención de calificarlo como monstruo; fue un ser humano como todos nosotros, pero encarnó, como muchos antes lo han hecho desde el comienzo de los tiempos, el mal en mayúsculas, el mal en su totalidad. Su impronta de “hombre colosal” lo llevó por los caminos que su demonio le marcó.
16.
La impresión que dejó, desde muy joven, indica que sentía un asco soberano por el trabajo tal como lo entiende la gente normal. Ese miedo permanente a ganarse el pan con su sudor pudo solucionarlo cuando fue admitido en el ejército, que le dio alimento, ropa y seguridad durante cuatro largos años. ¿Qué se jugó su vida durante ese tiempo? Desde luego, pero lo hizo con el entusiasmo, la fe y la determinación del que quiere triunfar cueste lo que cueste. Fue apreciado por sus superiores, pero su excentricidad y su poco apego a la camaradería con el resto de la tropa le restaron puntos. Se sentaba en un rincón del refugio con las manos sobre el rostro, sin hablar con nadie, y se ponía a meditar. Estaba totalmente convencido de que Alemania no podría triunfar. Los grandes cañones y el coraje de sus soldados nada harían contra los judíos y los marxistas, enemigos invisibles, traidores emboscados que, en el corazón de Alemania y lo muy lejos del frente, minaban traidoramente el esfuerzo de los ejércitos y pisoteaban sin pudor la sangre derramada. Nadie, nunca, lo vio recibir una carta o un paquete durante los cuatro años que estuvo en las trincheras.
“Renegábamos de él y no lo aguantábamos. Como un mirlo blanco entre nosotros, no unía su voz a la nuestra para maldecir