Juan Manuel Roca

Cómo acertar con mi vida


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Atención

      • Disponibilidad

      Todo encuentro auténtico es regalado, inmerecido. La verdad me sale al encuentro y yo la integro, la asimilo de acuerdo conmigo. La clave del encuentro es la libertad. Cuando uno encuentra su vocación —dirá Polo— ha de vivirla, y al vivirla, la verdad se despliega a partir de su encuentro. El que asegure que la verdad no existe no es libre, porque la verdad sale al encuentro sólo al ser libre. El hombre no es libre ante la verdad, es la verdad la que le hace libre.

      Además, lo que distingue el encuentro es el aspecto creativo: los ojos, el corazón y el espíritu se abren en respuesta al hecho de verse tocados e interpelados desde fuera. Encontrar la verdad despierta una inspiración. En el encuentro hay gozo, situación de sobreabundancia. Lo que mueve en el encuentro con la verdad es generosidad pura. Del encuentro surge el conocimiento fecundo, la semilla creadora. En el encuentro brota el misterio.

      La siguiente reflexión de Romano Guardini nos lleva al meollo del encuentro. «‘Quien quisiere poner a salvo su vida, la perderá; mas quien perdiere su vida por mi causa, la hallará’. Vida, alma, podemos traducir: ‘sí mismo en el propio ser’. Quien se aferra a su sí mismo en su propio ser, lo perderá; quien lo pierde por causa de Cristo, lo encuentra». Parece una paradoja, pero es la expresión exacta de una conducta fundamental de la existencia humana. El hombre llega a ser él mismo liberándose de su egoísmo.

      Por esto conviene que nos preguntemos seriamente qué actitud adoptamos ante lo que nos rodea, cómo es nuestro modo de mirar la realidad.

      3. Aprender a mirar

      Nuestra mirada hacia las realidades, humanas o sobrenaturales, puede ser muy distinta según seamos superficiales (mirada pragmática) o profundos (mirada al ser).

      La mirada pragmática —pragmatismo, utilitarismo— es racionalidad cuantificadora a la que no le interesa qué son las cosas en sí mismas, sino cómo se puede intervenir sobre ellas para someterlas al propio interés. El bien del hombre se traduce, así, en satisfacción de necesidades y la verdad se considera en términos de eficacia: verdadero sólo es lo que se adecua a mis deseos. El hombre que cifra su entidad en su capacidad de dominio se revela en el fondo como un ser de necesidades.

      En la mirada al ser —una mirada atenta, respetuosa, amorosa, abierta—, las cosas se revelan, la realidad se entiende como un don o regalo, el hombre se comprende como un ser de realidades, es alguien —no algo— «único en el mundo». El tiempo se mira como donación de uno mismo y la libertad se convierte en la capacidad para disponer radicalmente de sí mismo: poder darse, autodeterminarse. Soy yo quien, porque quiero, me determino a mí mismo a tomar postura y actuar, porque la iniciativa parte de mí, soy dueño de mis propios actos y puedo responder de ellos.

      El verdadero encuentro con la verdad, con los ideales, con otras personas, con Dios, se podrá dar siempre que no tengamos una actitud de dominio o posesión. Los acontecimientos propiamente humanos son aquellos en los que la persona sale de sí misma. El encuentro es el comienzo de ese proceso. Podemos ir más allá de nosotros mismos en pos de lo que nos sale al encuentro.

      Si lo que buscáramos en nuestra vida fuera a nosotros mismos, nos cerraríamos. El afán de dominio o posesión quiere forzar a la realidad a crecer desde nosotros, como propiedad nuestra. Y por muy grande que se haga esa propiedad, siempre será propiedad particular en la que las personas que se van incluyendo se convierten en útiles, ya sean para trabajo, para ocio, para inquietudes, para llenar los afectos y sentimientos.

      En cambio, si la vida de una persona es buscar lo que se le da como algo que se le da, es decir, si va creciendo en la capacidad de abrirse a los dones (los otros, el otro, como fin), esa vida se transforma en un gozar de la realidad que se abre a su admiración y conocimiento, y permite conocerla y conocerse a sí mismo, usar de las cosas y amar a las personas y a sí mismo.

      El amor es un aumento, un crecimiento en la apertura a los otros (que siempre son fines, nunca medios para algo). La libertad fundamental consiste en poseernos en lo que somos. Y en lo que somos se incluye esencialmente el estar abiertos a los demás. Si el hombre se busca a sí mismo prescindiendo de algo que él es esencialmente —la apertura a los otros—, empequeñece su libertad fundamental y se desarraiga de sí mismo.

      4. La mirada ante la vocación

      Todo lo anterior vale para el encuentro entendido en su sentido más amplio y general: pequeños y grandes descubrimientos, percepción de verdades, valoración de los demás, etc. Pero de una manera especialísima, se refiere al encuentro con la propia vocación.

      Ya hemos dicho que el encuentro no siempre se produce, y que hay diversos factores que influyen en ese hecho: unos exteriores —al menos en parte—, como la oportunidad del momento, y otros que dependen de una serie de disposiciones personales del sujeto (he enumerado: apertura, atención y disponibilidad). Pues bien, ¿qué condiciones deben darse en la mirada para que la libertad y la verdad puedan encontrarse, haciendo posible descubrir y realizar la vocación personal? He aquí algunas:

      • Generosidad. El encuentro con la vocación no se puede dar en forma de dominio o posesión. Generosidad procede del latín «gignere» (engendrar). Es generoso el que crea vida, la otorga y la incrementa. Si se mira la vocación con criterios de utilidad-para-mí, se rebaja. El egoísmo, el encerrarse en sí mismo constituyéndose en centro, criterio y fin de todo, es el camino más directo hacia la propia autodestrucción e infelicidad.

      • Disposición abierta. Es estar a la escucha y atender. Estar disponibles exige no estar repletos de sí mismos, y también no ir con prisas, en un activismo desbordante que no permite interesarse por nada que no parezca «urgente». Parece como si nos realizáramos siempre hacia fuera, y nunca hacia dentro. Decía Pascal: «han caído sobre nosotros todos los males porque el hombre no sabe sentarse solo tranquilamente en una habitación».

      • Integrar en lo mejor de nosotros mismos. Quien se mueve sólo en el ámbito sensorial, en el nivel de los sentimientos, sensaciones e impresiones, termina encontrándose aislado. Hay que respetar todos los modos de ser de la realidad, y ciertas realidades —como la vocación—, para ser conocidas adecuadamente, exigen una mirada profunda, interior; piden ser integradas en nuestra intimidad: sólo en ese nivel se da la escucha de la que acabamos de hablar. Esto requiere evitar la dispersión, pues el pensamiento superficial va unido a una vida superficial. La actitud habitual que otros llaman recogimiento nos capacita para dominarnos interiormente y dominar la vida desde el ámbito de nuestra verdad más profunda y personal.

      • Veracidad. Encontrarse con la verdad —ya lo hemos visto— no es simplemente estar cerca de ella, sino integrarla en uno mismo, reconocerla como verdad sobre sí mismo. La verdad más radical que el hombre puede encontrar en esta vida es la verdad personal: su vocación. Y si no se llega al encuentro con la vocación, no hay una tarea asumible como sentido de la existencia, no hay coherencia posible, ni verdadera libertad: se vive de la casualidad.

      • Respeto. Respetar es estimar, estar a la vez cerca y a cierta distancia (cuando se invade posesivamente lo que se tiene cerca, se lo deforma para adaptarlo a la propia conveniencia). Toda vocación es un encuentro con Cristo y para eso es necesario estar cerca, crear vínculos. El distanciamiento, sosiego espiritual, clarifica la mirada para discernir lo que nos es dado. El respeto hace apreciar la vocación como algo tan propio y tan familiar que es mío y, a la vez, como un don recibido que no debo manipular, sino acoger y secundar.

      • Actitud de agradecimiento. Capacidad de asombrarse ante lo valioso, que lleva a aceptarse a sí mismos por ser nuestra vida un don inmenso e inmerecido. La gratitud es una de las actitudes básicas del ser humano, y se ha de dirigir hacia Dios, dador de la existencia y de la gracia, y hacia los hombres (D. Von Hildebrand). El gran enemigo del hombre es la indiferencia, porque en la indiferencia todo se reduce, todo da lo mismo porque todo es lo mismo, ya que en última instancia todo acabará con la muerte (Libro de la Sabiduría, cap. IX). Con razón se ha dicho que lo contrario del amor no es el odio, sino la indiferencia. En la gratitud viven la verdad, la libertad, la humildad, la bondad y la magnanimidad. Agradecer —como amar, alabar y glorificar— pertenece a la vida que permanecerá en la eternidad sin fin.