Juan Manuel Roca

Cómo acertar con mi vida


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absoluta seguridad —estar, no ya seguros, sino asegurados— a la hora de decidir sobre su futuro, y la única seguridad inconmovible en esta vida es Dios: si no se pone la confianza en Dios, que no engaña ni traiciona, entonces toda seguridad parece poca —con razón— y la indecisión se instala en el ánimo.

      • Compromiso en los valores. Es necesario contemplarse dinamizado interiormente por Dios, comprender la belleza de pertenecer enteramente a Dios. La virtud de la magnanimidad —muy relacionada con la humildad y con la fortaleza— consiste en la disposición del ánimo hacia las cosas grandes y la llama santo Tomás ornato de todas las virtudes. El magnánimo se plantea ideales altos y no se amilana ante las críticas ni los desprecios, no se deja intimidar por los respetos humanos, le importa más la verdad que las opiniones. Cultiva un alma grande donde caben muchos. En sus decisiones no media la cicatería, ni el cálculo egoísta, ni la trapisonda interesada. No se conforma con dar, se da.

      • Fidelidad y paciencia. Paciencia es respetar los ritmos naturales. Es imprescindible la paciencia con nuestros defectos: estar alegres, tranquilos, contentos, a pesar de descubrir en nuestra vida tantas lagunas y de percibir, tantas veces, que podríamos amar más y mejor. No se trata de ser imperturbables o resignados: ser pacientes supone energía interior, fuerza espiritual hacia dentro de nosotros y hacia fuera, hacia el trabajo que debemos llevar adelante, pero con plena conciencia de que nada que valga la pena se consigue con sólo desearlo. La paciencia es comprender en profundidad al hombre, como lo comprende Dios, que cuenta con nuestros defectos y nos da su confianza y su gracia para vencerlos. Y la paciencia engendra fidelidad.

      II. El encuentro con la vocación

      1. La libertad que ama la verdad es el camino para la vida

      En un coro, cada una de las voces es independiente, pero se armoniza y vibra con las otras, las apoya y es apoyada. Si uno canta a capricho no contribuye a recrear la obra, más bien la destruye.

      Del mismo modo, el camino de una vida lograda es recorrido por la libertad en armonía con la verdad. Nuestra verdad plena es una sinfonía que cada uno debe interpretar a su manera, usando su libertad. No es autónomo el hombre para establecer lo que está bien o mal, sino para adecuarse a la realidad; el hombre descubre la verdad, no la crea: sin su aceptación activa la verdad no se le revela, pero él no es su dueño: se la apropia adecuándose a ella libremente.

      Vemos, así, que la verdad —libremente aceptada, pero sólo porque es la verdad— se hace camino para la vida: «La entrega libre y necesaria al enamoramiento auténtico es la forma suprema de aceptación del destino y eso es lo que llamamos vocación» (J. Marías).

      Dicho de otra manera, cada uno se encuentra ante la necesidad de decir libremente sí o no al modo en que Dios ha decidido, amorosamente, organizar las cosas y, especialmente, al modo en que Dios lo ha querido a él. El descubrimiento de la vocación será, entonces, el encuentro de cada uno consigo mismo, la mirada sobre sí mismo, tal como Dios le ve. Para verse así, hay que descubrir el «porqué» y el «para qué» de la propia vida.

      El porqué es fácil: se nos ha revelado. Dios creó las realidades inanimadas, los vegetales y animales, mandándolas existir («Dijo Dios: Hágase la luz, y se hizo la luz» (Gn 1, 3) al servicio del hombre. Pero al ser humano lo creó llamándole por su nombre, por amor, y lo ha hecho partícipe de su propia vida. Cada ser humano, único y e irrepetible —lo ha recordado tantas veces Juan Pablo II—, recibe la vida de Dios para ser no algo, sino alguien: alguien a quien Dios se dirige hablándole de tú y le llama a vivir con Él para siempre. Alguien que puede llamar Tú a Dios.

      Tener conciencia de esta realidad significa reconocer a Dios como nuestro origen y nuestro fin. Dios en la creación no ha hecho más que iniciar algo que completará después con la colaboración del hombre: ese es el para qué. Por eso nuestra norma primaria de actuación es vivir la libertad conscientes de nuestro origen y nuestro fin: en actitud de entrega, de diálogo con Dios, de correspondencia.

      2. La verdad impulsa al amor

      No hay nada más íntimo en el hombre que lo que constituye en cada momento el impulso interior de su vida (Dios). Lo explica muy bien Juan Miguel Garrigues, en su libro Dios sin idea del mal, cuando dice: «Dios quiere que su proyecto de amor bondadoso pase por nuestra imaginación, a través del instrumento de nuestra libertad. Quiere que juguemos con ese instrumento; no quiere escribirnos una partitura o un guión de antemano y pedirnos que los ejecutemos. Para Dios, no hay un guión escrito por anticipado porque la paternidad divina tiene esa cualidad única comparada con nuestra paternidad humana, que siempre vive en el presente de la libertad de sus hijos».

      Las normas divinas, su voluntad, no son externas o ajenas al bien propio del hombre, como la partitura y el poema no lo son al bien del músico y del declamador: se obedece, pero no desde fuera sino desde dentro de la obra creada.

      Alejandro Llano explica que el yo humano no es un recinto cerrado y agobiante: es un vector de proyección y de entrega. En cierto modo, es un vacío que clama por su plenificación. Ahora bien, para que esta plenitud de la vida lograda comience a desarrollarse es necesario proceder, simultáneamente, al vaciamiento de uno mismo y a la apertura amorosa. Mi peso interior no son mis ocurrencias, experiencias o caprichos, de los que más bien he de liberarme; lo que me afirma en la vida y me aporta voluntad de aventura —pasión por usar la vida y la libertad de un modo que valga la pena— es mi amor personal, definitivo e irreversible.

      Porque, en efecto, cuando el ser libre encuentra la verdad, tiene lugar el enamoramiento. En la persona la verdad y el amor están unidos. Afirma Polo que la verdad en el hombre es indisolublemente amor, superabundancia, más que un remedio necesitado. Someter la verdad al criterio de certeza —tratarla como un medio o instrumento para conseguir seguridad— constituye un error (es lo que les sucede a los que exigen una garantía abso­luta para decidirse a actuar). La verdad no está destinada primariamente a aquietar la sospecha o la duda, sino a movilizar. No deja de ser curioso que el padre de la mentira, que es Satanás, siempre actúe igual: induce al hombre a la sospecha y a la duda para paralizarle en el seguimiento de Dios, como hizo con Adán y Eva.

      3. Vocación, autenticidad y casualidad

      La vocación es el porqué y el para qué de la vida. El reconocimiento de mi vocación es el descubrimiento de mi identidad.

      Se oye mucho hablar de ser «auténticos», como sinónimo aproximado de espontáneos o sinceros, pero no se termina de entender bien en qué consiste ser auténticos. La autenticidad es más profunda que la sinceridad. Consiste en la adecuación entre lo que se piensa —se siente, se dice, se hace— y lo que se debe hacer por ser quien se es. Es vivir conforme a la realidad de mi deber ser; pero sólo en cuanto sé quién soy, puedo saber quien puedo —y por eso debo— llegar a ser. La madurez, consecuencia de la autenticidad con que se vive, es clave para poder ejercer nuestra libertad, para poder disponer de nosotros mismos. Son muchos los que no acaban de darse por no disponer de sí mismos: el que no se posee no se puede dar, porque nadie da lo que no tiene.

      Está de moda decir que todo es por casualidad. Dos moléculas se encuentran por casualidad, dos personas se encuentran por casualidad, se enamoran por casualidad...

      En la casualidad todo es fortuito, no hay elección, hay desorden, todo es inevitable. Una vida que se vive por casualidad es una vida suspendida entre el aburrimiento y la angustia por el fin. Un hombre escindido de su destino de redención es un hombre ciego (S. Tamaro).

      Porque los hombres no existimos por casualidad. «Toda la historia de la creación es una carta que Dios sigue escribiendo al hombre. La tarea del hombre está en esforzarse, momento a momento, para descifrarla» (A. Pigna). Frente a la vida «casual» se sitúa precisamente el compromiso de asumir la propia existencia con autenticidad, a base de decisiones libres y conscientes. Sin duda, somos lo que decidimos ser, pero sobre una base que no hemos decidido nosotros.

      En efecto, no hemos decidido ser, ni ser personas; en consecuencia, tampoco hemos decidido libremente ser libres, ni ser lo que somos. Decidimos algo de lo que somos, pero no quiénes somos, que es el asunto de la vocación.

      a) El hombre, en primer lugar, experimenta que no existe ni vive en