Джейн Остин

Orgullo y prejuicio


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      ―Parece una joven muy agradable ―dijo Bingley.

      ―¡Oh! sí, pero debe admitir que es bastante feúcha. La misma lady Lucas lo dice muchas veces, y me envidia por la belleza de Jane. No me gusta alabar a mis propias hijas, pero la verdad es que no se encuentra a menudo a alguien tan guapa como Jane. Yo no puedo ser imparcial, claro; pero es que lo dice todo el mundo. Cuando sólo tenía quince años, había un caballero que vivía en casa de mi hermano Gardiner en la ciudad, y que estaba tan enamorado de Jane que mi cuñada aseguraba que se declararía antes de que nos fuéramos. Pero no lo hizo. Probablemente pensó que era demasiado joven. Sin embargo, le escribió unos versos, y bien bonitos que eran.

      ―Y así terminó su amor ―dijo Elizabeth con impaciencia―. Creo que ha habido muchos que lo vencieron de la misma forma. Me pregunto quién sería el primero en descubrir la eficacia de la poesía para acabar con el amor.

      ―Yo siempre he considerado que la poesía es el alimento del amor ―dijo Darcy.

      ―De un gran amor, sólido y fuerte, puede. Todo nutre a lo que ya es fuerte de por sí. Pero si es solo una inclinación ligera, sin ninguna base, un buen soneto la acabaría matando de hambre.

      Darcy se limitó a sonreír. Siguió un silencio general que hizo temer a Elizabeth que su madre volviese a hablar de nuevo. La señora Bennet lo deseaba, pero no sabía qué decir, hasta que después de una pequeña pausa empezó a reiterar su agradecimiento al señor Bingley por su amabilidad con Jane y se disculpó por las molestias que también pudiera estar causando Lizzy. El señor Bingley fue cortés en su respuesta, y obligó a su hermana menor a ser cortés y a decir lo que la ocasión requería. Ella hizo su papel, aunque con poca gracia, pero la señora Bennet, quedó satisfecha y poco después pidió su carruaje. Al oír esto, la más joven de sus hijas se adelantó para decir algo. Las dos muchachitas habían estado cuchicheando durante toda la visita, y el resultado de ello fue que la más joven debía recordarle al señor Bingley que cuando vino al campo por primera vez había prometido dar un baile en Netherfield.

      Lydia era fuerte, muy crecida para tener quince años, tenía buena figura y un carácter muy alegre. Era la favorita de su madre que por el amor que le tenía la había presentado en sociedad a una edad muy temprana. Era muy impulsiva y se daba mucha importancia, lo que había aumentado con las atenciones que recibía de los oficiales, a lo que las cenas de su tía y sus modales sencillos contribuían. Por lo tanto, era la más adecuada para dirigirse a Bingley y recordarle su promesa; añadiendo que sería una vergüenza ante el mundo si no lo mantenía. Su respuesta a este repentino ataque fue encantadora a los oídos de la señora Bennet.

      ―Le aseguro que estoy dispuesto a mantener mi compromiso, en cuanto su hermana esté bien; usted misma, si gusta, podrá señalar la fecha del baile: No querrá estar bailando mientras su hermana está enferma.

      Lydia se dio por satisfecha:

      ―¡Oh! sí, será mucho mejor esperar a que Jane esté bien; y para entonces lo más seguro es que el capitán Carter estará de nuevo en Meryton. Y cuando usted haya dado su baile ―agregó―, insistiré para que den también uno ellos. Le diré al coronel Forster que sería lamentable que no lo hiciese.

      Por fin la señora Bennet y sus hijas se fueron, y Elizabeth volvió al instante con Jane, dejando que las dos damas y el señor Darcy hiciesen sus comentarios acerca de su comportamiento y el de su familia. Sin embargo, Darcy no pudo compartir con los demás la censura hacia Elizabeth, a pesar de la agudeza de la señorita Bingley al hacer chistes sobre ojos bonitos.

       CAPÍTULO X

      El día pasó lo mismo que el anterior. La señora Hurst y la señorita Bingley habían estado por la mañana unas horas al lado de la enferma, que seguía mejorando, aunque lentamente. Por la tarde Elizabeth se reunió con ellas en el salón. Pero no se dispuso la mesa de juego acostumbrada. Darcy escribía y la señorita Bingley, sentada a su lado, seguía el curso de la carta, interrumpiéndole repetidas veces con mensajes para su hermana. El señor Hurst y Bingley jugaban al piquet y la señora Hurst contemplaba la partida.

      Elizabeth se dedicó a una labor de aguja, y tenía suficiente entretenimiento con atender a lo que pasaba entre Darcy y su compañía. Los constantes elogios de ésta a la caligrafía de Darcy, a la simetría de sus renglones o a la extensión de la carta, así como la absoluta indiferencia con que eran recibidos, constituían un curioso diálogo que estaba exactamente de acuerdo con la opinión que Elizabeth tenía de cada uno de ellos.

      ―¡Qué contenta se pondrá la señorita Darcy cuando reciba esta carta!

      Él no contestó.

      ―Escribe usted más deprisa que nadie. ―Se equivoca. Escribo muy despacio.

      ―¡Cuántas cartas tendrá ocasión de escribir al cabo del año! Incluidas cartas de negocios. ¡Cómo las detesto!

      ―Es una suerte, pues, que sea yo y no usted, el que tenga que escribirlas.

      ―Le ruego que le diga a su hermana que deseo mucho verla.

      ―Ya se lo he dicho una vez, por petición suya.

      ―Me temo que su pluma no le va bien. Déjeme que se la afile, lo hago increíblemente bien.

      ―Gracias, pero yo siempre afilo mi propia pluma.

      ―¿Cómo puede lograr una escritura tan uniforme?

      Darcy no hizo ningún comentario.

      ―Dígale a su hermana que me alegro de saber que ha hecho muchos progresos con el arpa; y le ruego que también le diga que estoy entusiasmada con el diseño de mesa que hizo, y que creo que es infinitamente superior al de la señorita Grantley.

      ―¿Me permite que aplace su entusiasmo para otra carta? En la presente ya no tengo espacio para más elogios.

      ―¡Oh!, no tiene importancia. La veré en enero. Pero, ¿siempre le escribe cartas tan largas y encantadoras, señor Darcy?

      ―Generalmente son largas; pero si son encantadoras o no, no soy yo quien debe juzgarlo.

      ―Para mí es como una norma, cuando una persona escribe cartas tan largas con tanta facilidad no puede escribir mal.

      ―Ese cumplido no vale para Darcy, Caroline ―interrumpió su hermano―, porque no escribe con facilidad. Estudia demasiado las palabras. Siempre busca palabras complicadas de más de cuatro sílabas, ¿no es así, Darcy?

      ―Mi estilo es muy distinto al tuyo.

      ―¡Oh! ―exclamó la señorita Bingley―. Charles escribe sin ningún cuidado. Se come la mitad de las palabras y emborrona el resto.

      ―Las ideas me vienen tan rápido que no tengo tiempo de expresarlas; de manera que, a veces, mis cartas no comunican ninguna idea al que las recibe.

      ―Su humildad, señor Bingley ―intervino Elizabeth―, tiene que desarmar todos los reproches.

      ―Nada es más engañoso ―dijo Darcy― que la apariencia de humildad. Normalmente no es otra cosa que falta de opinión, y a veces es una forma indirecta de vanagloriarse.

      ―¿Y cuál de esos dos calificativos aplicas a mi reciente acto de modestia?

      ―Una forma indirecta de vanagloriarse; porque tú, en realidad, estás orgulloso de tus defectos como escritor, puesto que los atribuyes a tu rapidez de pensamientos y a un descuido en la ejecución, cosa que consideras, si no muy estimable, al menos muy interesante. Siempre se aprecia mucho el poder de hacer cualquier cosa con rapidez, y no se presta atención a la imperfección con la que se hace. Cuando esta mañana le dijiste a la señora Bennet que si alguna vez te decidías a dejar Netherfield, te irías en cinco minutos, fue una especie de elogio, de cumplido hacia ti mismo; y, sin embargo, ¿qué tiene de elogiable marcharse precipitadamente dejando, sin duda, asuntos sin resolver, lo que no puede ser beneficioso para ti ni para nadie?

      ―¡No!