landó del señor Bingley a Meryton y los Hurst no tienen caballos propios.
―Preferiría ir en el carruaje.
―Pero querida, tu padre no puede prestarte los caballos. Me consta. Se necesitan en la granja. ¿No es así, señor Bennet?
―Se necesitan más en la granja de lo que yo puedo ofrecerlos.
―Si puedes ofrecerlos hoy ―dijo Elizabeth―, los deseos de mi madre se verán cumplidos.
Al final animó al padre para que admitiese que los caballos estaban ocupados. Y, por fin, Jane se vio obligada a ir a caballo. Su madre la acompañó hasta la puerta pronosticando muy contenta un día pésimo.
Sus esperanzas se cumplieron; no hacía mucho que se había ido Jane, cuando empezó a llover a cántaros. Las hermanas se quedaron intranquilas por ella, pero su madre estaba encantada. No paró de llover en toda la tarde; era obvio que Jane no podría volver…
―Verdaderamente, tuve una idea muy acertada ―repetía la señora Bennet.
Sin embargo, hasta la mañana siguiente no supo nada del resultado de su oportuna estratagema. Apenas había acabado de desayunar cuando un criado de Netherfield trajo la siguiente nota para Elizabeth:
Mi querida Lizzy:
No me encuentro muy bien esta mañana, lo que, supongo, se debe a que ayer llegue calada hasta los huesos. Mis amables amigas no quieren ni oírme hablar de volver a casa hasta que no esté mejor. Insisten en que me vea el señor Jones; por lo tanto, no os alarméis si os enteráis de que ha venido a visitarme. No tengo nada más que dolor de garganta y dolor de cabeza.
Tuya siempre,
Jane
―Bien, querida ―dijo el señor Bennet una vez Elizabeth hubo leído la nota en alto―, si Jane contrajera una enfermedad peligrosa o se muriese sería un consuelo saber que todo fue por conseguir al señor Bingley y bajo tus órdenes.
―¡Oh! No tengo miedo de que se muera. La gente no se muere por pequeños resfriados sin importancia. Tendrá buenos cuidados. Mientras esté allí todo irá de maravilla. Iría a verla, si pudiese disponer del coche.
Elizabeth, que estaba verdaderamente preocupada, tomó la determinación de ir a verla. Como no podía disponer del carruaje y no era buena amazona, caminar era su única alternativa. Y declaró su decisión.
―¿Cómo puedes ser tan tonta? exclamó su madre―. ¿Cómo se te puede ocurrir tal cosa? ¡Con el barro que hay! ¡Llegarías hecha una facha, no estarías presentable!
―Estaría presentable para ver a Jane que es todo lo que yo deseo.
―¿Es una indirecta para que mande a buscar los caballos, Lizzy? ―dijo su padre.
―No, en absoluto. No me importa caminar. No hay distancias cuando se tiene un motivo. Son sólo tres millas. Estaré de vuelta a la hora de cenar.
―Admiro la actividad de tu benevolencia ―observó Mary―; pero todo impulso del sentimiento debe estar dirigido por la razón, y a mi juicio, el esfuerzo debe ser proporcional a lo que se pretende.
―Iremos contigo hasta Meryton ―dijeron Catherine y Lydia. Elizabeth aceptó su compañía y las tres jóvenes salieron juntas.
―Si nos damos prisa ―dijo Lydia mientras caminaba―, tal vez podamos ver al capitán Carter antes de que se vaya.
En Meryton se separaron; las dos menores se dirigieron a casa de la esposa de uno de los oficiales y Elizabeth continuó su camino sola. Cruzó campo tras campo a paso ligero, saltó cercas y sorteó charcos con impaciencia hasta que por fin se encontró ante la casa, con los tobillos empapados, las medias sucias y el rostro encendido por el ejercicio.
La pasaron al comedor donde estaban todos reunidos menos Jane, y donde su presencia causó gran sorpresa. A la señora Hurst y a la señorita Bingley les parecía increíble que hubiese caminado tres millas sola, tan temprano y con un tiempo tan espantoso. Elizabeth quedó convencida de que la hicieron de menos por ello. No obstante, la recibieron con mucha cortesía, pero en la actitud del hermano había algo más que cortesía: había buen humor y amabilidad. El señor Darcy habló poco y el señor Hurst nada de nada. El primero fluctuaba entre la admiración por la luminosidad que el ejercicio le había dado a su rostro y la duda de si la ocasión justificaba el que hubiese venido sola desde tan lejos. El segundo sólo pensaba en su desayuno.
Las preguntas que Elizabeth hizo acerca de su hermana no fueron contestadas favorablemente. La señorita Bennet había dormido mal, y, aunque se había levantado, tenía mucha fiebre y no estaba en condiciones de salir de su habitación. Elizabeth se alegró de que la llevasen a verla inmediatamente; y Jane, que se había contenido de expresar en su nota cómo deseaba esa visita, por miedo a ser inconveniente o a alarmarlos, se alegró muchísimo al verla entrar. A pesar de todo no tenía ánimo para mucha conversación. Cuando la señorita Bingley las dejó solas, no pudo formular más que gratitud por la extraordinaria amabilidad con que la trataban en aquella casa. Elizabeth la atendió en silencio.
Cuando acabó el desayuno, las hermanas Bingley se reunieron con ellas; y a Elizabeth empezaron a parecerle simpáticas al ver el afecto y el interés que mostraban por Jane. Vino el médico y examinó a la paciente, declarando, como era de suponer, que había cogido un fuerte resfriado y que debían hacer todo lo posible por cuidarla. Le recomendó que se metiese otra vez en la cama y le recetó algunas medicinas. Siguieron las instrucciones del médico al pie de la letra, ya que la fiebre había aumentado y el dolor de cabeza era más agudo. Elizabeth no abandonó la habitación ni un solo instante y las otras señoras tampoco se ausentaban por mucho tiempo. Los señores estaban fuera porque en realidad nada tenían que hacer allí.
Cuando dieron las tres, Elizabeth comprendió que debía marcharse, y, aunque muy en contra de su voluntad, así lo expresó.
La señorita Bingley le ofreció el carruaje; Elizabeth sólo estaba esperando que insistiese un poco más para aceptarlo, cuando Jane comunicó su deseo de marcharse con ella; por lo que la señorita Bingley se vio obligada a convertir el ofrecimiento del landó en una invitación para que se quedase en Netherfield. Elizabeth aceptó muy agradecida, y mandaron un criado a Longbourn para hacer saber a la familia que se quedaba y para que le enviasen ropa.
CAPÍTULO VIII
A las cinco las señoras se retiraron para vestirse y a las seis y media llamaron a Elizabeth para que bajara a cenar. Ésta no pudo contestar favorablemente a las atentas preguntas que le hicieron y en las cuales tuvo la satisfacción de distinguir el interés especial del señor Bingley. Jane no había mejorado nada; al oírlo, las hermanas repitieron tres o cuatro veces cuánto lo lamentaban, lo horrible que era tener un mal resfriado y lo que a ellas les molestaba estar enfermas. Después ya no se ocuparon más del asunto. Y su indiferencia hacia Jane, en cuanto no la tenían delante, volvió a despertar en Elizabeth la antipatía que en principio había sentido por ellas.
En realidad, era a Bingley al único del grupo que ella veía con agrado. Su preocupación por Jane era evidente, y las atenciones que tenía con Elizabeth eran lo que evitaba que se sintiese como una intrusa, que era como los demás la consideraban. Sólo él parecía darse cuenta de su presencia. La señorita Bingley estaba absorta con el señor Darcy; su hermana, más o menos, lo mismo; en cuanto al señor Hurst, que estaba sentado al lado de Elizabeth, era un hombre indolente que no vivía más que para comer, beber y jugar a las cartas. Cuando supo que Elizabeth prefería un plato sencillo a un ragout, ya no tuvo nada de qué hablar con ella. Cuando acabó la cena, Elizabeth volvió inmediatamente junto a Jane. Nada más salir del comedor, la señorita Bingley empezó a criticarla. Sus modales eran, en efecto, pésimos, una mezcla de orgullo e impertinencia; no tenía conversación, ni estilo, ni gusto, ni belleza. La señora Hurst opinaba lo mismo y añadió:
―En resumen, lo único que se puede decir de ella es que es una excelente caminante. Jamás olvidaré cómo apareció esta mañana. Realmente parecía