Ken Wilber

Antología


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de ese mecanismo de locura propio del mundo manifiesto y empieza a sufrir. Es entonces cuando va dándose cuenta de la Primera Noble Verdad, la estre-mecedora iniciación al mundo de la percepción cuya única regla es el fuego del deseo insaciable. No existe, pues, ningún mundo anterior ajeno al deseo, ningún estado previo «paradisíaco», sino una inmersión inconsciente en un mundo del que el yo va tomando conciencia lenta y dolorosamente.

      Es así como, en la medida en que va creciendo la conciencia del yo, pasa del infierno inconsciente al infierno consciente, donde puede permanecer durante toda su vida, buscando torpes consuelos que emboten sus sentimientos y aturdan su desesperación. La vida se convierte, entonces, en la búsqueda de lenitivos, de compensaciones con las que el yo trata de convencerse, al menos provisionalmente, de que el mundo de la dualidad es algo positivo.

      Pero el yo también puede proseguir su proceso de crecimiento y desarrollo y adentrarse en los dominios auténticamente espirituales, trascender la sensación de identidad separada y llegar a identificarse con la Divinidad. La fusión con lo Divino, una fusión o unidad que había estado presente –aunque de forma inconsciente– desde el mismo comienzo, relumbra ahora en la conciencia en una fulgurante explosión iluminadora que le pone en contacto con lo inefablemente ordinario, entonces es cuando actualiza su Identidad Suprema con el Espíritu, con la misma evidencia que la brisa fresca de un día claro de primavera.

      Éste es, pues, el proceso real de la ontogenia humana: desde el infierno inconsciente hasta el infierno consciente y, desde ahí, hasta el cielo consciente. Y en ninguna de esas fases el yo pierde su unidad con el Fundamento ¡porque, en tal caso, dejaría de existir! Dicho en otras palabras, la agenda romántica tiene razón en lo que respecta al segundo y tercer paso (el infierno consciente y el cielo consciente), pero se halla completamente equivocada en lo que respecta al estadio infantil (que no es tanto el cielo inconsciente como el infierno inconsciente).

      Ahora bien, el estado infantil no es el inconsciente transpersonal, sino el inconsciente prepersonal; no es transracional, sino prerracional; no es transverbal, sino preverbal; no es transegoico, sino preegoico. Y el curso del desarrollo humano –el curso, en suma, de la evolución– va desde la subconsciencia hasta la auto-conciencia y, desde ahí, hasta la supraconciencia; desde lo prepersonal hasta lo personal y, desde ahí, hasta lo transpersonal; desde lo inframental hasta lo mental y, desde ahí, hasta lo supramental; desde lo pretemporal hasta lo temporal y, desde ahí, hasta lo transtemporal […] o, dicho de otro modo, a lo eterno.

      Así pues, el desarrollo no es una regresión al servicio del ego, sino una evolución al servicio de la trascendencia.

      El ojo del Espíritu, 67-69

      * * *

      Desde el siglo XVIII hasta hoy en día, los ecorrománticos se han esforzado en mantener en marcha la maquinaria regresiva que les conducía a aquel estadio pasado en el que suponían que la cultura se hallaba menos diferenciada de la naturaleza. Con ellos comenzó la gran búsqueda del paraíso perdido.

      Pero su búsqueda no anhelaba el Espíritu atemporal del que nos alienan las tendencias contractivas del presente sino un espíritu que se hallaba supuestamente presente en algún remoto pasado –fuera histórico o prehistórico–, que terminó siendo «exterminado» por el gran crimen de la cultura.

      El destino final favorito del tren regresivo de los primeros románticos, como Schiller, por ejemplo, era la antigua Grecia porque, en su opinión, en esa época la mente y la naturaleza constituían una «unidad» (cuando lo que ocurría, por cierto, es que ni siquiera habían llegado a diferenciarse). Y resulta en especial curioso su olvido de que, precisamente por ese mismo motivo, uno de cada tres griegos era esclavo y que casi lo mismo ocurría con las mujeres y los niños. Es cierto que esas sociedades padecían muy pocas de las servidumbres de la modernidad […], pero también lo es que tampoco disfrutaban de sus considerables ventajas.

      En la actualidad, sin embargo, la antigua Grecia ha perdido el favor de los románticos porque, al estar inmersa en una estructura agraria, también eran patriarcales. Es así cómo los románticos volvieron a poner nuevamente en marcha la dinámica de la regresión hasta recalar en las sociedades hortícolas, el punto de mira actual de las ecofeministas porque estas sociedades se hallaban gobernadas por la Gran Madre y solían ser matrifocales.

      Dejemos de lado la ceremonia ritual característica de casi todas las sociedades hortícolas: el sacrificio ritual humano necesario, entre otras cosas, para garantizar la fertilidad de las cosechas. Olvidémonos también de que, según los sorprendentes datos aportados por Lenski, entre un 44 y 50% de esas sociedades se hallaban enzarzadas de manera continua o intermitente en escaramuzas bélicas (y que lo mismo ocurría con las pacíficas sociedades de la Gran Madre). Dejemos, por último, de lado que, según el mismo Lenski, el 61% de esas sociedades se basaban en la propiedad privada, que el 14% eran esclavistas y que el 45% de ellas tenía establecida la institución de la dote de la novia. No parece, por tanto, que, como afirman los ecomasculinistas, esas sociedades hortícolas fueran tan «puras y tan prístinas».

      Los ecomasculinistas («los ecólogos profundos») dan todavía un paso m ás atrás y consideran que «el auténtico estado puro y prístino original» era el de las sociedades recolectoras. De hecho, según los ecomasculinistas, las sociedades hortícolas, tan idolatradas por las ecofeministas, no se hallaban tan cerca de la naturaleza como pretendían porque dependían de la agricultura, que ya constituye una violación de la naturaleza. Para ellos, las únicas sociedades realmente puras y prístinas eran las de los cazadores y recolectores.

      Ignoremos también los datos que evidencian que cerca del 10% de estas sociedades eran esclavistas, que el 37% de ellas tenía establecida la institución de la dote de la novia y que el 58% guerreaban de manera continua o intermitente.

      ¡Pero ése debería ser el estadio puro y prístino porque ya no es posible volver más atrás! Así es como los ecomasculinistas terminan ignorando los aspectos desagradables de cualquiera de estas sociedades y lo convierten en el estadio del buen salvaje. Punto y final.

      Porque, lógicamente, no se trata de regresar a la época de los simios por el hecho de que los simios carecieran de esclavitud, dote, guerra, etcétera, no sería serio extraer la conclusión de que todo lo que ocurrió después del Big Bang haya sido un error colosal. Pero ésa es, sin embargo, la conclusión a la que necesariamente arribará si confunde diferenciación con disociación, si cree que toda diferenciación es un error y si considera que el roble es culpable de haber dado muerte a la bellota.

      De este modo, la búsqueda de un estado puro y prístino en el que realmente pudiera tener lugar la tan ansiada inserción en la naturaleza de los románticos nos lleva cada vez más y más hacia atrás, pero en ese proceso vamos también eliminando cada vez más y más estratos de profundidad del Kosmos. Así, comenzamos tratando de curar la depresión mediante una regresión y curamos la enfermedad desembarazándonos de la profundidad y siendo cada vez más superficiales.

      Breve historia de todas las cosas, 385-387

      * * *

      Ahora bien, existe, en realidad, una caída de la Divinidad, del Espíritu, del Fundamento primordial, y eso es precisamente lo que los románticos tratan de definir antes de incurrir en la falacia pre/trans. Pero esta caída se llama involución, el movimiento a través del cual todas las cosas se alejan de la conciencia de su unión con lo Divino, imaginando ser mónadas separadas y aisladas, alienadas y alienantes. Sólo después de que este proceso involutivo haya tenido lugar –y el Espíritu devenga inconsciente y se identifique con las formas inferiores y más bajas de su propia manifestación– es posible la evolución, el despliegue del Espíritu en un gran espectro de conciencia que va desde el Big Bang hasta la materia, la sensación, la percepción, el impulso, la imagen, el símbolo, el concepto, la razón, lo psíquico, lo sutil y lo causal, un camino que conduce al reconocimiento, la autorrealización y la resurrección en el Espíritu. Y en cada una de esos distintos estadios –la materia, el cuerpo, la mente, el alma y el espíritu–, la evolución va tornándose más y más consciente, dándose más y más cuenta, despertando cada vez más, a toda la dicha –y obviamente