Wade Matthews

Improvisando


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es muchísimo más compleja. Para entenderla mejor, podemos diferenciar tres planos: la interacción con el modelo, la interacción con los demás músicos y la interacción con el público. Aunque debemos subrayar que estos tres planos no están en absoluto separados a la hora de improvisar: no sólo tienen lugar las tres a la vez, sino que se influyen y confunden entre sí constantemente.

      LA INTERACCIÓN EN LA IMPROVISACIÓN CON MODELO DISCURSIVO

      En primer lugar, el improvisador perteneciente a una de estas tradiciones interactúa con el modelo; al fin y al cabo, está tocando un blues, una soleá u otra forma tradicional preestablecida. Al tocar un blues, por ejemplo, el improvisador establece una relación con el modelo o conjunto de modelos que constituyen dicha forma dentro de su tradición. En una palabra, interactúa con ese modelo, siguiendo sus pautas con mayor o menor rigor según sus conocimientos, sus propias necesidades expresivas, sus capacidades o limitaciones instrumentales, etcétera. Como parte de esta interacción, hay que tener en cuenta también la influencia recíproca mencionada más arriba, en la que los temas de más éxito son incorporados al modelo, efectuando cambios de mayor o menor calado en él. Cabe así que un músico de excepcional talento pueda dejar su marca directamente en los modelos, y por extensión en todos los músicos posteriores de su tradición. Basta con pensar en Camarón de la Isla o Coltrane.

      En segundo lugar, en estas tradiciones el improvisador interactúa con los demás músicos, crea su blues o su soleá con ellos, y eso requiere, además de coordinación, una gran conciencia de lo que están haciendo. Obviamente, esta interacción está fuertemente determinada por los papeles de cada uno. Según la tradición de algunas etnias de Costa de Marfil, un participante en las ceremonias de máscaras podía ser castigado hasta con la muerte si se caía mientras bailaba ataviado con una de las máscaras sagradas. Ante semejante riesgo, el portador de la máscara no bailaba al son del tambor. Al contrario, el percusionista tenía que seguir el ritmo de los pasos del bailarín, simplificando su toque ante el primer indicio de fatiga. Igualmente, aunque confiemos que con menor riesgo, el guitarrista de flamenco ajusta sus armonías según la melodía del cantaor, y el solista de jazz ajusta su elección de notas teniendo en cuenta las sustituciones armónicas que elige el pianista. En este sentido, los recursos sonoros (rítmicos, armónicos o melódicos) que le brinda el modelo discursivo proveen a cada músico del material con el que articular esta interacción.

      Y en tercer lugar, el improvisador interactúa con el público.

      LA INTERACCIÓN ENTRE MÚSICOS Y PÚBLICO EN LA IMPROVISACIÓN CON MODELO DISCURSIVO

      Lo primero que debemos tener en cuenta a la hora de considerar esta interacción en tradiciones improvisatorias como el jazz o el flamenco es su naturaleza social. Se trata de músicas profundamente arraigadas en la cultura que las engendró,2 por lo que suelen ser consideradas músicas populares. Pero es justo ese arraigo lo que las hace también músicas cultas. Y si su música es culta, no lo es menos su público. Esta interacción con un público conocedor del modelo y de sus implicaciones es algo que ilustra a la perfección el concepto musical árabe de tarab, el cual, según Ali Jihad Racy, “enfatiza las actuaciones en vivo, colocando la creación modal instantánea en primer plano y tratando la música como experiencia extática”.3 Según Sabah Fakhri, uno de los vocalistas más conocidos y respetados por su relación con el tarab:

      El público juega el papel más significativo en llevar la actuación a un nivel más alto de creatividad […]. Me gusta que las luces de la sala se mantengan encendidas para poder ver a los oyentes e interactuar con ellos. Si responden, me inspiran a que dé más. De este modo, nos convertimos en reflejos el uno del otro. Considero que el público se ha convertido en mí, y yo en el público.4

      En ciertos círculos, el término tradicional puede entenderse hasta como un eufemismo referido a un arte que se contenta con reproducir convenciones sin más. Pero la innovación no se produce en un vacío, tiene que producirse en relación a algo, y en las músicas tradicionales ese algo es la tradición en sí, que funciona como modelo discursivo sobre el que se improvisa. Así, estas músicas son cultas no sólo porque pertenecen a una cultura, sino porque tienen su propia cultura. Y su público es culto porque entiende esa cultura.

      En Europa, podemos aseverar que pocos son los melómanos que acuden a escuchar una interpretación de la Hammerklavier de Beethoven sin saber ya cómo suena. Casi todos la han escuchado muchas veces, y presumen de ello, y de las distintas grabaciones que poseen. De manera que van a escucharla para ver cómo la toca el intérprete de turno. Llegan, pues, además de con sus gustos personales, con su bagaje y sus criterios.

      Los oyentes de jazz son igualmente cultos: además de conocer el estilo, el lenguaje melódico, armónico y rítmico de esta música, a menudo tienen en su haber, y en su memoria, grabaciones de varias versiones de los temas que van a oír, e incluso varias versiones tocadas por los mismos músicos que protagonizan el concierto al que asisten. Lo mismo ocurre con el público de flamenco.

      El músico de jazz o de flamenco se encuentra, pues, en compañía de un público ávido de escucharle y capacitado para seguir sus ideas, reconocer sus citas, identificar sus influencias y medir su conocimiento de la tradición; un público que sabe disfrutar realmente con lo que toca ese músico, y que no escatima a la hora de expresar su aprobación y también su reprobación. De hecho, una de las cosas que distinguen estos públicos del de la música clásica europea es su tendencia a expresarse vocalmente en plena pieza, jaleando los toques más acertados u ocurrentes; mientras que, en las augustas salas de conciertos clásicos, no se oye más que las toses y el crujir de los envoltorios de caramelos.

      Aquí es donde podemos vislumbrar cómo la relación con el público afecta directamente a la relación que el improvisador establece con el modelo. Comentamos anteriormente que las tradiciones improvisatorias suelen estar profundamente arraigadas en una cultura. Lo normal, pues, es que tanto los improvisadores, como el público, compartan algunos, o muchos, de los rasgos de esa cultura. Entre ellos se encontrará probablemente una determinada actitud hacia la innovación. Más específicamente, estamos hablando de una actitud hacia la elasticidad con la que un improvisador interpreta el modelo.

      Algunos públicos pedirán que el músico siga las convenciones del modelo al pie de la letra; que ofrezca, por así decirlo, una improvisación modélica. Otros aceptarán, o incluso exigirán, una interpretación más personal, libre, inspirada, innovadora, transgresora, ecléctica, etcétera. Ahora bien, el grado de elasticidad interpretativa que acepta un público determinado puede depender de muchas cosas, entre ellas la función social de la música. Es decir, ciertos rituales son más propicios a la elasticidad que otros. En determinadas culturas, la música puede ser un elemento fundamental en los funerales, pero estos quizá no sean el lugar idóneo para tomarse libertades con el modelo musical; mientras que otras ocasiones más festivas puede que hasta lo requieran. En todo caso, las historias del arte y de la música están llenas de anécdotas sobre el rechazo violento de obras o interpretaciones excesivamente innovadoras, mientras que brillan por su ausencia las del rechazo de obras o interpretaciones excesivamente convencionales. Da que pensar.

      Por otra parte, debemos considerar, siquiera brevemente, el caso del público no culto, el que ha asistido al concierto para disfrutar del trabajo de los improvisadores, pero no sabe casi nada de su música. Es aquí donde el arte puede deslizarse fácilmente hacia el espectáculo, y el artista hacia el papel de showman. Esta tendencia es visible en la carrera de Louis Armstrong. Sus grabaciones con los Hot Five y los Hot Seven en la segunda mitad de la década de 1920, cuando era una figura totalmente integrada en el mundo del jazz, son Arte con mayúscula; pero, a medida que creció su fama, se encontraba cada vez más ante un público general, cuyas exigencias eran muy distintas a los de la cultura del jazz. Cada vez más alejado de las raíces sociales en las que tanto él como su música se habían formado, nunca dejó de ser un gran músico, pero en el plano artístico su trabajo fue dejando poco a poco de tener la misma relevancia en el mundo del jazz.

      Podríamos comentar,