Irene Mendoza

Un puñado de esperanzas


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yo. Yo no había sido un buen chico. Él siempre intentó hacer lo correcto y no logró nada en la vida salvo una cirrosis que se lo llevó a la tumba. Cuando murió me dije que a mí no me iba a pasar lo mismo. Iba a tomar de la vida lo que quisiese sin pedir permiso a nadie.

      Él solo fue el hijo de un emigrante irlandés, un perdedor, uno más de todos los malditos descendientes de irlandeses que llegaron a Nueva York con mil esperanzas y que jamás consiguieron nada del famoso sueño americano, salvo ahogarlo en alcohol.

      Como me dijo una vez: no hay ninguna olla de oro al final del arcoíris.

      Mi padre hizo algo bueno por mí, me enseñó a tocar el piano.

      Aidan Gallagher, neoyorkino de Queens, era mi padre y tocaba el piano como nadie. Era su don. Él decía que todos tenemos un don.

      Nunca supe donde aprendió. En realidad, sé muy poco de él. Solo que jamás dejó de querer a mi madre, una chica venida del sur, descendiente de franceses, que le abandonó para irse a triunfar en Hollywood. Creo que solo la amó a ella porque jamás se le volvió a ver con ninguna mujer.

      Mi padre no era ningún inculto. Leía a James Joyce y a Scott Fitzgerald con veneración, a los clásicos de la literatura inglesa, y le encantaba el cine, el jazz, Van Morrison y los Mets tanto como la cerveza y el whisky. Mientras pudo trabajó en big bands para fiestas privadas de los ricos de Manhattan, pero cuando mi madre se fue y la adicción tomó el mando se escondió en garitos de mala muerte donde yo esperaba dormido a que terminase de tocar y cobrase, para sacarlo a rastras antes de que se lo gastase todo en alcohol y no en comida. Pero nunca tuve mucha suerte en esa tarea y creo que sobreviví gracias a la madre de Pocket y sus deliciosos platos de pollo frito.

      Un día ya no pudo tocar, le temblaban demasiado las manos y tuve que dejar de estudiar para cuidarle y ponerme a trabajar con mi abuelo. Me quería a su manera y siempre deseó que fuese a la universidad porque yo era un buen estudiante, pero no pudo ser.

      Pronto me di cuenta, junto con Pocket, de que eso de ganarse la vida no iba a ser tan sencillo, pero enseguida comprendí que contaba con un arma muy poderosa: mi físico.

      Luego estaba mi encanto con las mujeres. Soy simpático, buen conversador y las hago reír. Desde que tengo catorce años todas han querido lo mismo de mí, y a cambio yo he conseguido lo que he querido de ellas. Solía beneficiarme primero a la madre y luego a la hija, la edad no era un problema. Solo tenían que ser mayores de dieciocho y menores de… pongamos cincuenta, pero muy bien llevados, eso sí. Y ricas, claro.

      No penséis mal, yo no iba de ese rollo del típico crápula, caradura y machista. A mí me encantan las mujeres y estar en su compañía. Siempre me he llevado genial con ellas. Creo que son mucho más inteligentes, profundas y sutiles que nosotros. Nos dan cien mil vueltas a los hombres.

      Reconozco que todo lo que he conseguido y aprendido en esta vida ha sido gracias a bellas damas, aburridas de sus maridos ocupados y distantes, que solo querían divertirse un rato y que, a cambio de compañía, charla y sexo, me trataban bien. Me llevaban a comer y a cenar, me compraban cosas caras, me invitaban a fiestas y lugares con clase y, de vez en cuando, me conseguían un trabajo. Yo solo tenía que dejarme querer.

      Llegué a trabajar de jardinero de una rica y hermosa dama de la que no puedo decir el nombre. Su poderoso marido se enteró y tuve que salir por pies de aquella casa porque sacó una pistola. Aquello también tenía su peligro. En mi defensa diré que solo intentaba sobrevivir con las armas que poseo.

      Pero llevaba una mala racha, la famosa crisis mundial aún golpeaba con fuerza Nueva York y había mucha competencia, así que tuve que aceptar el trabajo que me ofrecía Pocket.

      Era fácil. Solo tenía que estar disponible para pasear a la hija de un millonario y mantenerme sobrio siempre. Y eso no significaba un problema. Ya no bebía. Lo había dejado. No quería ser como mi padre. Tenía mis vicios, claro, pero eran pocos porque solo me podía permitir uno: tabaco. Entre mis cuentas pendientes estaba conducir coches caros, pero con estilo, a poder ser antiguos y de importación.

      En resumen, me gustaba el jazz y las mujeres bonitas, elegantes, con clase e inteligentes. Y si eran francesas o hablaban francés, más. No sé por qué, pero siempre me habían chiflado las francesas. Era una fijación que puede que tuviese que ver con mi madre. Pero prefiero no pararme a pensarlo mucho.

      Ahora sé que ella, Frank, fue la horma de mi zapato. Françoise Valentine Sargent Mercier, medio francesa. Todo un peligro.

      Hasta entonces, yo, Marcus Gallagher, sobrevivía y era relativamente feliz, lo suficiente. No había tenido mucha suerte en la vida, pero me conformaba. Hasta que la vi. Nunca me había sentido solo hasta que la conocí a ella. Ni fui tan ingenuo ni tuve esperanzas tan elevadas, como diría Dickens.

      El día que la vi por primera vez fue mi primer día de trabajo como chófer.

      Chófer disponible a cualquier hora del día o de la noche, horario completo. En parte me fastidiaba tener que prescindir de mis noches bohemias tocando jazz al piano, pero pagaban muy bien por una vez.

      Pocket me dio la dirección de la casa del señor Sargent, un diplomático de una larga casta de antepasados ilustres, entre ellos el famoso retratista estadounidense John Singer Sargent.

      El señor Sargent era viudo, gran mecenas del arte y millonario, y tenía una hija a la que yo debía llevar de su casa frente a Central Park a su mansión en Los Hamptons, a sus clases de danza, de compras por Manhattan o a la ópera. Al parecer, la niña, hija única, era el ojito derecho de papá y trabajaba en un musical de Broadway como bailarina. Quería ser actriz, pero sin la ayuda de papi. Adorable.

      Me afeité y me corté el pelo esa misma tarde, me presenté en el teatro donde trabajaba, en el musical West Side Story, y esperé a que saliese por la puerta de emergencia, por donde pasaban los actores y bailarines. Tenía orden de llevarla directamente a casa del señor Sargent sin demora.

      —A pesar de lo que ella te diga —me advirtió el mismísimo Sargent. Sonreí para mis adentros. Una niñita díscola. Solo faltaba que fuese guapa.

      ¡Y vaya si lo era! Estaba apoyado en el coche, un elegante Mercedes Maybach negro con las lunas tintadas, asientos de cuero, con la música puesta. Sonaba Yellow, de Coldplay, y sentí una señal divina o algo parecido porque de pronto vi a una chica menuda salir corriendo del teatro, despidiéndose de las demás compañeras entre risas, mientras se ponía un abriguito amarillo. Aquel precioso torbellino vestido de amarillo corrió hacia mí y supe que era ella. Guapa, elegante, con vaqueros ajustados, una camiseta de rayas y el pelo recogido en una coleta. Puro charme francés.

      En aquel preciso instante, Chris Martin cantaba para ella.

      Entró como una tormenta dentro del coche y no me dio tiempo ni de abrirle la puerta. La seguí, me senté al volante y me volví hacia el asiento trasero.

      —Hola, ¿te vas a quedar ahí toda la noche? —dijo sonriendo y soltándose la coleta.

      —Eh… no, claro —respondí molesto por mi falta de reflejos.

      «Parezco nuevo», pensé rabioso mientras me acomodaba en el asiento del conductor.

      Por el retrovisor me fijé en su rostro, ya sin una gota del maquillaje de la función. No pude evitarlo. Era preciosa, de piel tersa y pecosa, con las mejillas coloradas por el frío. No tendría más de veinte años. De labios llenos, con una forma muy sensual. El de arriba un poco más abultado en el centro. Dientes perfectos, los típicos dientes de niña bien y ojos de color miel. De pelo largo, castaño muy claro, con reflejos rubios que acababa de despeinar y que le daba un aire muy sexy, cuando hacía un momento, aún con la coleta, me había parecido la típica alumna modosita de colegio de monjas.

      Un tenue perfume suave y dulce lo invadió todo. Y pensé que era su pelo el que olía tan bien, como a miel y limón o algo parecido.

      —Me llamo Françoise, pero todos me llaman Frank —dijo tendiéndome la mano sin dejar de sonreír—. ¿Y tú eres…?

      —Mark