Irene Mendoza

Un puñado de esperanzas


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paso de mi padre! Me aburre y odio aburrirme. ¡Llévame por ahí, Mark! Diremos que estaba tomando un capuchino con mis compañeras de función.

      —Perdona, pero acabo de empezar hoy y pretendo conservar este trabajo para pagar el alquiler y poder comer todos los días… Frank —dije con voz suave, sonando un poco paternalista y dedicándole mi mejor sonrisa.

      —No te asustes, nunca me pilla. —Sonrió guiñándome un ojo.

      Rebuscó en su bolso donde se advertían claramente las dos «ces» de Chanel y cogió una barra de labios dorada con la que se pintó los labios de rojo con dos firmes y seguras pasadas, e inmediatamente volvió a guardar la barra y sacó un paquete de cigarrillos.

      —¿Y a dónde se supone que debo llevarte?

      —¿Te gusta divertirte, Mark? —Sonrió desafiante, tendiéndome un cigarrillo sin inmutarse.

      «Fuma la misma marca que yo», pensé. Tomé el cigarrillo aceptando el reto y recordé lo que solía decirme mi abuelo: no existen las casualidades.

      La miré y le sonreí con una de esas sonrisas que siempre me funcionaban. Sus ojos se cruzaron con los míos, unos ojos suaves, grandes y dulces que me examinaban curiosos. Nos quedamos absortos el uno en el otro tan solo un segundo y finalmente ella me devolvió la sonrisa, una sonrisa preciosa, contagiosa, que me hizo sonreír de verdad. Creo que fue en ese instante cuando me enamoré de Frank.

      Capítulo 2

      Bye Bye Black Bird

      ¿Creéis en los flechazos? Yo nunca había creído en ellos. Reconozco que a veces he podido ser un tipo enamoradizo, pero pronto se me pasaba el interés. Siempre era solo curiosidad y no me duraba mucho, enseguida descubría que me gustaba más mi libertad y no dar cuentas a nadie.

      Yo tenía una máxima en mi vida que quería que me sirviese de epitafio:

      LA VIDA ES CORTA

      ROMPE LAS REGLAS

      SUEÑA COMO SI FUESES A VIVIR PARA SIEMPRE

      VIVE COMO SI FUESES A MORIR MAÑANA

      Y la aplicaba a rajatabla intentando no hacer un daño innecesario a nadie para no tener que arrepentirme de nada. No lo he hecho nunca, no me arrepiento. No merece la pena.

      Pero esa vez algo cambió y me di cuenta enseguida. Al mirar a aquella chica y respirar, el pecho se me llenó de un dolor cálido y supe que todo acaba de transformarse para mí, todos mis impulsos y mis esperanzas eran nuevos, y al oír su voz los viejos hábitos habían muerto para siempre.

      Porque tenía la sospecha de que ahora llegaría, que vendría esa parte de mi vida por fin, algo que me faltaba, lo más auténtico de mi existencia.

      «¿Te gusta divertirte, Mark?», me preguntó Frank.

      Acababa de meterme en problemas. De los gordos. Porque no pude decirle que no.

      «Con esa sonrisa ella podría conseguir lo que quisiese de mí y de cualquiera. La horma de mi zapato», pensé.

      —Me encanta divertirme, es mi especialidad —dije con un tono de lo más pedante.

      —Genial, entonces nos vamos a llevar muy bien tú y yo. ¡Uf, joder! Me rugen las tripas un montón. Estoy muerta de hambre —dijo Frank.

      —¿Quieres cenar algo primero?

      —Sí, estaría bien.

      —¿A dónde te llevo? —Sonreí divertido.

      —Sorpréndeme.

      Y lo hice, la llevé a un garito de Queens donde nos conocían a Pocket y a mí perfectamente, al pub de Sullivan. Allí trabajaba su tío como cocinero. Era una taberna al más puro estilo irlandés, como su dueño, y ponían las hamburguesas más deliciosas de todo Forest Hills.

      Ahora que lo pienso, si hubiese sido un chico malo, esa noche la hubiese llevado de garito en garito hasta emborracharla y así aprovecharme de ella, pero supongo que en el fondo no lo soy tanto porque en sus ojos vi algo que me infundió ternura, algo dulce que me invitaba a protegerla de este jodido mundo. Así que me porté como un buen chico y la llevé a cenar a mi barrio. Y eso pareció gustarle, como quien va de excursión a algún lejano país exótico.

      Me dediqué a fijarme en Frank mientras cenábamos, no podía apartar mis ojos de aquella chica. Había algo en ella… una especie de frenesí salvaje, una hiperactividad. Lo observaba todo a su alrededor y por supuesto sacaba conclusiones. Daba su opinión, sin cesar, jurando como un camionero. Y eso me hacía reír.

      «Es… simpática, inteligente y realmente expresiva», pensé. No como todas las niñas pijas que había conocido. Ninguna había logrado emocionarme lo más mínimo. Ninguna tenía alma.

      «No es para ti», recapacité de inmediato, bajando a la tierra y siendo el que siempre había sido, un tío práctico. Pero esa sonrisa suya hacía creer en sueños y cosas bonitas. Como cuando era niño y tenía la mágica idea de que un día llegaría alguien y me diría que yo había heredado una fortuna de un pariente muy rico que había muerto en alguna parte y entonces todo sería sencillo, mi padre dejaría de beber y ya nunca nos faltaría de nada.

      —¿Y tus amigas? —pregunté.

      Recordé que todas aquellas niñas bien solían llevar adosadas un par de amigas que siempre dificultaban la tarea de quedarme a solas con ellas. La solución solía ser tirarme también a las amigas.

      —Estarán todas con sus novios pijos y aburridos. O esquiando en Aspen o en el club de tenis de Los Hamptons, pescando marido —criticó lúcida e insolente, masticando su hamburguesa doble a dos carrillos.

      —¿Y tú? ¿No te vas de vacaciones? —reí.

      No me atreví a preguntarle si ella también buscaba marido, pero tuve la sospecha de que eso no iba con Frank.

      —Prefiero trabajar en la obra. Es mi primer sueldo —dijo orgullosa y sonreí con ternura al escuchar su entusiasmo—. Estoy solo de sustituta, pero da igual. Me encanta mi trabajo, adoro actuar y no quiero un jodido marido rico, ya tengo mucho dinero, o lo tendré. Dentro de un año, cuando cumpla veintiún años y herede lo que me dejó mi madre.

      —Tu madre… —empecé a decir, pero Frank enseguida se me adelantó. No podía estar callada.

      —Mi madre fue Valentine Mercier, la famosa mezzosoprano francesa.

      —Sí, la recuerdo. Era muy hermosa. No sabía que tenía una hija —dije extrañado.

      —Ella lo prefería así. A una gran diva le hace mayor decir que tiene una hija —dijo encogiéndose de hombros y dejando de sonreír.

      —¿Ah, sí? —pregunté sonriéndole con toda mi alma e intentando que ella también lo hiciera.

      En ese momento supe que no quería verla triste jamás.

      —Ella era genial, no sé qué pudo ver en mi padre —bufó y enseguida volvió a sonreír—. ¿Y tú, Gallagher?

      —¿Yo? —reí—. Yo trabajo para el señor Sargent. Ahora él paga mi apartamento, mi comida y mi tabaco.

      —No pareces ningún idiota, no sé qué mierda haces trabajando de chófer.

      —No te callas nunca, ¿eh? —Sonreí hechizado por aquella niña impertinente.

      —No, ¿te ofendo?

      —Para nada, pero… no todos nacemos en el Upper East Side, chéri.

      —Pronuncias fatal, mon amour —dijo con un gracioso y perfecto acento francés.

      —Es que soy de Queens, nena. Y mi abuelo era irlandés, del condado de Cork, y nunca he salido de Nueva York —dije exagerando el acento irlandés.

      —¿Nena?