su segunda película, pero con la que se da a conocer ampliamente, y Magnolia, obra mayor en todos los sentidos y, sin lugar a dudas, una de las películas más interesantes y ambiciosas –megalómana, dirán algunos– del cine norteamericano de las últimas décadas, ambas definidas por una densidad temática y una complejidad formal muy infrecuentes, las escribe, produce y dirige antes de cumplir los treinta años; obras con las que se ha hecho acreedor a las expectativas depositadas en él como la gran esperanza del cine de su país y que probablemente lo han situado a la cabeza de los cineastas de su generación. Analizar las razones de esta posición privilegiada y la naturaleza de los valores cinematográficos que tan tempranamente ha alcanzado la obra de Anderson son, pues, los objetivos primordiales de este trabajo.
La condición de niño prodigio con que el director fue recibido por la prensa y dentro de la industria del cine estadounidense ha tenido, incluso, traslación argumental a su obra, a partir de la preocupación que en el propio Anderson generó el rápido prestigio adquirido con su segundo filme, Boogie Nights: su siguiente película, Magnolia –dos de cuyos protagonistas son un niño prodigio y un hombre que lo ha sido–, surge en buena medida de una pulsión de supervivencia a tan fulgurante éxito, del rechazo a las etiquetas de nuevo niño prodigio del cine norteamericano con que le bombardearon después del triunfo, tanto crítico como de público, de su anterior filme.
Independientemente de la precipitación que pueda suponer, habida cuenta del estadio aún incipiente de la obra de Paul Thomas Anderson, la referencia a Orson Welles –un director, por otro lado, muy admirado por él–, convertido desde hace mucho tiempo en paradigma de genialidad temprana, se ha hecho frecuente a la hora de hablar de nuestro hombre. Más allá, sin embargo, de la precocidad de ambos, lo cierto es que los dos cineastas se hermanan en las enormes pretensiones que han caracterizado su trabajo y en la actitud de sana intransigencia con que han abordado su obra, más problemática tal vez en el caso de Welles, más preocupada por su posible viabilidad comercial en el de Anderson, acaso más astuta en el momento de utilizar los propios resortes de la industria en su beneficio. La ambición artística de Anderson es indudable, como ha reconocido él mismo: «Cuando mire hacia atrás algún día, no quiero tumbarme en la cama como Jason Robards en mi película [se refiere al moribundo Earl Partridge, interpretado por este actor en Magnolia] y preguntarme: ¿qué diablos he hecho? Realmente pienso así: […] quiero hallar una utilidad a mi vida, quiero poder decir que hice algo verdaderamente grande»[1]. Sus películas podrán gustar más o menos, pero son innegables la inquietud, ambición y sinceridad artísticas que las mueven. No es gratuito, en esta clave, leer Pozos de ambición (There Will Be Blood, 2007), su quinto largometraje, como una película en la que el propio Anderson llevaría a cabo una reflexión implícita sobre su propia carrera y la actitud enormemente ambiciosa con que la ha abordado: el protagonista de esta obra de madurez es ahora un hombre devorado por su ambición desmesurada, de cuyos peligros este cineasta parece ser muy consciente. Daniel Plainview sería en la carrera de Anderson, así, una proyección deformada y muy oscura, una grotesca y terrorífica imagen de su director –como en cierta medida lo era Dirk Diggler, el también ambicioso protagonista de Boogie Nights, en otra parte de la misma–, la imagen en negativo de sí mismo, del mismo modo que Charles Foster Kane lo era, nada más iniciarla, al menos en el cine, de la de Welles. Lo cierto es que los paralelismos entre Daniel Plainview y Kane son indudables: dos personajes implacables y desmedidamente ambiciosos –cuyas fortunas, además, tienen su primer origen en sendas minas– que acaban completamente solos, recluidos en sus inhóspitas mansiones, devorados hasta la locura por su sed de poder. Pero si Ciudadano Kane (Citizen Kane, 1941) asienta una de las múltiples razones de su trascendental modernidad en la imposibilidad, por parte del periodista que en su investigación nos ha guiado por el relato, de descifrar la clave que presuntamente explicaría la verdadera naturaleza de Kane y las motivaciones que animaron su vida, en la constatación del absurdo que supone pretender el acceso a un conocimiento completo sobre el magnate –en realidad sobre cualquier hombre–, el relato, al menos, aún nos desvelaba en el último plano de la película el secreto que se escondía tras la misteriosa última palabra que pronunciaba Kane en el lecho de muerte, enigma aclarado que, siquiera sea de forma muy insuficiente, nos alumbraba sobre las razones que había detrás de algunos acontecimientos de su vida, sobre un sentimiento de pérdida anclado en su infancia como motor de buena parte de su conducta posterior; en Pozos de ambición, sin embargo y yendo más allá, no existe ya nada que explique el comportamiento de Plainview, su imparable viaje a la soledad y la locura. En ella ya no hay ningún tipo de clave explicativa; ésta, si es que existe, también es vedada al espectador: ya no hallamos ningún Rosebud, la inaccesibilidad de este saber es ya total, la opacidad del relato absolutamente desoladora. Ciudadano Kane encuentra su origen en una muerte y Pozos de ambición su clausura en otra –que en buena medida son dos: el verdugo que es Plainview es también la víctima de sí mismo–, por lo que si el relato de la primera asume en buena medida la búsqueda de un lenitivo ante el abismo de la muerte, de un sentido que al menos le otorgue un rostro inteligible (lo que no excluye, incluso, una lectura pseudorreligiosa: ese sentido, por precario que sea –tan precario como un trineo consumiéndose entre las llamas–, lo proporciona el narrador omnisciente, identificado con la cámara que desciende hasta el trineo y su secreto, es decir, con un demiurgo que no es otro que el mismo Welles, el Dios todopoderoso que administra el saber del relato y que proporciona un ligero paliativo al horrible vacío de la muerte), la película de Anderson concluye sin que el más mínimo atenuante del vacío –en forma de saber tranquilizador– haya sido encontrado.
En el Valle de San Fernando
Paul Thomas Anderson nació el 26 de junio de 1970 en Studio City, un área suburbana al norte de Los Ángeles, en el este del Valle de San Fernando, donde vive sus primeros años en el seno de una familia muy numerosa, resultado de los dos matrimonios de su padre –siendo fruto del segundo de ellos–; durante este tiempo convivió con sus padres y tres de sus hermanas –tiene cinco hermanos más, a raíz del anterior matrimonio de su padre–, hasta que aquéllos, en la infancia de Anderson, ponen fin a su relación, viviendo éste a partir de entonces con su padre.
El lugar en que nace el futuro director se convertirá en el escenario en que se desarrollan tres de sus películas –Boogie Nights, Magnolia y Embriagado de amor–. Sin embargo, en su juventud, acomplejado por su procedencia angelina, Anderson trató de vivir un tiempo en Nueva York, más que nada por la tópica aureola artística que esta ciudad lleva consigo. Reconoce Anderson que «pensaba que si no había nacido en la gran ciudad de Nueva York o en las verdes planicies de Iowa, no tenía nada que decir. Luego de hacer las paces conmigo mismo y con el lugar en que nací, descubrí que amaba Los Ángeles»[2], de modo que decidió que se iba a dedicar a hablar del tipo de personas que había conocido en la ciudad en que había nacido y vivido, y más concretamente las que había tratado en el Valle de San Fernando.
Por eso mismo resulta más llamativo que su primer trabajo profesional –el corto Cigarettes and Coffee– y su primer largometraje –Sydney–, a diferencia de sus tres películas siguientes, se sitúen no sólo fuera del Valle de San Fernando sino incluso de Los Ángeles; precisamente los trabajos en que sería previsible que el primerizo director buscara la seguridad de lo conocido –si bien es cierto que el mundo de los casinos de Las Vegas y Reno, donde se desarrollan el cortometraje y Sydney, los conocía muy bien debido a su afición al juego–.
Uno de los objetivos que se marcó con sus siguientes películas fue hacer del Valle de San Fernando un lugar cinematográfico. Y esto en un sentido que hay que precisar: el Valle de San Fernando ocupa siempre el fondo de las historias narradas en esos tres filmes, nunca se erige en protagonista de los mismos, ni siquiera por el papel que pudiera tener en la definición de los personajes –lo verdaderamente importante en su cine, como iremos comprobando– a partir de la interacción de éstos con el mismo.
A pesar de esto último, el Valle de San Fernando tiene particular trascendencia como factor contextual en la segunda película de Anderson, Boogie Nights, centrada en el mundo del porno. Este lugar es el centro de la producción pornográfica de Estados Unidos, lo cual sin duda potenció la fascinación