José Francisco Montero Martínez

Paul Thomas Anderson


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es su forma habitual de trabajar: en el proceso creativo que implica la realización de sus películas, lo primero que surge son ciertas imágenes o secuencias y luego inventa historias para darles cabida. Así, los guiones que ha escrito se han puesto en marcha «como una serie de cosas que me interesan, imágenes, palabras, ideas, y lentamente empiezan a tomar forma en las secuencias, los planos, y dialogan entre ellas»[16]. Por ejemplo, en el caso concreto de Magnolia fue decisivo desterrar ciertas actitudes de autocensura creativa y dejar que una idea le llevara a otra sin ponerse límites, lo cual desde luego es visible en el resultado final: el filme intenta acoger muchas de las preocupaciones y temas que interesan al escritor y director.

      Cine de actores, cine de personajes

      Anderson compagina a la perfección la brillantez formal de su puesta en escena con un interés primordial por centrarse en unos personajes ricos en matices y retratados con contornos de gran calado, donde todo el trabajo en la escritura del guión y en la puesta en imágenes va encaminado a iluminarlos en su complejidad. Nunca se trata de personajes monolíticos, ante los que se ofrezca una mirada maniquea, y tal vez la mejor muestra de ello radique en el personaje más sombrío que ha pintado el cine de Anderson, el Daniel Plainview de Pozos de ambición, que aun así no admite una visión unívoca y es capaz de demostrar en un momento ternura e inmediatamente después la mayor de las vilezas. El caso es que el virtuosismo narrativo de que hace gala su cine no es óbice para que la construcción de los personajes esté extraordinariamente conseguida y la labor de los actores sea uno de los aspectos más sobresalientes de sus filmes. Además, de este virtuosismo no se deriva sensación de distanciamiento y frialdad hacia sus criaturas sino todo lo contrario, la mirada hacia ellos denota, simultáneamente a su lucidez, siempre una extraordinaria cercanía.

      Las películas de Anderson evolucionan a partir, básicamente, de un ritmo emocional, son las emociones las que determinan la cadencia del relato –el mismo objetivo, por ejemplo, que el del cine de John Cassavetes, aunque con métodos bien distintos–. El gran logro de su cine radica en que hace convivir magistralmente una puesta en escena en que prácticamente nada es baladí, todos y cada uno de los detalles parecen estar pensados de forma muy premeditada –como tendremos oportunidad de comprobar–, con la sensación de fluidez del relato, la naturalidad de los intérpretes y la verdad que emana de los personajes. Una estrategia, pues, que, en la estela renoiriana, parte de lo cerrado de la planificación pero dejando siempre intersticios abiertos a la entrada de lo imprevisto.

      La mirada profundamente compasiva de Anderson hacia sus criaturas no está muy alejada de la de Roberto Rossellini o, de nuevo, Jean Renoir: si algo caracteriza hasta ahora a los personajes de Anderson es la densidad infrecuente de los conflictos a que se enfrentan, incluyendo entre otros el sentimiento de culpabilidad, el miedo pero también la necesidad de amor, el deseo de superación del rencor, la añoranza de la familia, la posibilidad del perdón, el carácter falaz de las apariencias, las consecuencias de la violencia… Si de algún lugar proviene la poderosa emoción que generalmente suscita la visión de una película de Paul Thomas Anderson, con toda seguridad ésta es provocada por la mirada frontal y abierta, compasiva pero en absoluto complaciente, hacia ellos: una mirada, en definitiva, insobornablemente respetuosa hacia los personajes –respeto extensible también, y como consecuencia, al espectador–.

      A lo largo de su carrera, Paul Thomas Anderson se ha rodeado de un equipo más o menos fijo de técnicos e intérpretes: como en John Ford o en John Cassavetes, entre muchos otros, los repartos de sus filmes desprenden la sensación de una gran familia reencontrada de película en película. En sus tres primeras obras –no en vano, tres filmes sobre la familia–, Paul Thomas Anderson gustó de contar, ya sea para los papeles principales como sobre todo para los secundarios –en la medida en que esta distinción sea pertinente en su caso–, con un grupo habitual de intérpretes: Philip Seymour Hoffman, Philip Baker Hall, John C. Reilly, Luis Guzmán, Melora Walters…, actores que en el cine de Hollywood han participado normalmente en papeles secundarios.