Angy Skay

Matar a la Reina


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un baño y un salón-cocina. Para mí sola tampoco necesitaba gran cosa. Era fácil de limpiar y lo tenía frente a mi negocio. ¿Qué más quería?

      —Sí. Spyke me espera —le respondí altanera.

      —Mmm… —Soltó una gran carcajada—. Tendrás que presentármelo algún día. Dicen que los perros se parecen a los dueños. —Sonrió.

      —Lárgate, Jack. Estoy trabajando.

      Me di media vuelta e intenté sentarme de nuevo, pero sus grandes manos lo impidieron cuando me giró por completo. Me observó desde su imponente altura, atravesando mis ojos y mi mente, y bajó con lentitud por mi mejilla. Escuché que aspiraba el olor de mi perfume, hasta que llegó a mi cuello, el cual mordisqueó con saña.

      —Te debo un azote, y de los buenos. Me has dejado la mejilla ardiendo —ronroneó.

      Tiró de mis caderas con fuerza hacia delante, dejándome entre la mesa y él. Subió despacio y, con fuerza, agarró mi pelo con una sola mano, para después estrellar sus labios contra los míos en busca de un ardiente y salvaje beso que no tardó en llegar. Me pedí a mí misma ser lo suficientemente capaz de parar aquel estúpido beso, pero no me vi con fuerzas de hacerlo.

      Su mano libre voló entre mis muslos para colarse por mi corto vestido y llegar a mis bragas. Tocó por encima de la tela, siendo testigo de la terrible humedad que se apoderaba de mis partes más íntimas. Creí desfallecer cuando la apartó para presionar con fervor el botón más sensible de todo mi cuerpo. Les di la orden a mis piernas de que se cerraran, intentando así evitar correrme allí mismo con ese simple roce. No contento con eso, bajó desesperado por mi cuello hasta mi hombro, donde mordisqueó más de la cuenta, para después continuar con un reguero de mordiscos hacia mis pechos.

      Su cuerpo se restregaba con frenesí, sus manos volaban como una mariposa suelta en medio de un campo, y nuestras respiraciones empezaban a entrecortarse tanto que pensé por un momento que moriríamos asfixiados si la ropa no empezaba a desaparecer. Notó mis labios hinchados, y vi su cabeza perdida en medio de mis dos montañas, devorándolas con delirio y saña. Agarré su pelo con fuerza cuando consiguió sacar uno de mis pezones de su boca a la vez que tiraba de él como un bestia. Me escuché gemir, y aunque intenté reprimirme en varias ocasiones, me fue imposible.

      —Ahora, dime, ¿no me has echado de menos? —ironizó, sin abandonar su cometido.

      Eché la cabeza hacia atrás cuando un gran jadeo salió de mis labios. No pude contestarle, pero tampoco fui consciente de que alguien entraba de nuevo en mi local, y esa no podría ser otra que Eli. Menos mal que las ventanas que daban al exterior estaban entabladas con grandes maderas, haciendo así que el local pareciera desde fuera una casa abandonada, pero si sabías dónde posicionarte, veías el interior a la perfección. Era mi lugar, mi escondite.

      Asomé la cabeza por encima del cuerpo de Jack y vi desde mi posición —ya que me encontraba al final del local— a Eli buscar por la estancia. Puse mis dos manos encima de su duro pecho, dándole a entender que parara, y él elevó sus ojos brillantes hasta que se toparon con los míos. De nuevo, perdí la orientación, perdí el sentido porque había dejado de tocar mi cuerpo de esa manera.

      —¿Mica?

      La dulce voz de Eli me sacó de mi estado y recuperé la capacidad de la vista, apartándola de inmediato de los prados verdes de él. Lo empujé lo suficiente como para que dejara que mi cuerpo se apartase del suyo, deseosa de que se marchara, y pude apreciar cómo ponía los ojos en blanco. Pero no fue así. Ese día, la suerte no estaba de mi lado en ese sentido, ni del suyo.

      —Dime. —Cuando abandoné mi escondite, hice un movimiento con los ojos dirigido a Eli cuando para indicarle que no estaba sola.

      No me dio tiempo a pronunciar otra palabra más, ya que Jack salió de detrás de mí colocándose la camisa y con una sonrisa floreciendo en sus labios, además de con un enorme bulto entre las piernas que Eli no pudo evitar mirar.

      —Tengo que comentarte una cosa. Es un poco urgente —soltó sin más.

      Mi mente me martilleó al pensar que Carter podría haberse escapado, desbaratando todos mis planes. Comencé a ponerme nerviosa, y Eli lo notó. Le quitó importancia con un leve movimiento de ojos que solo ella y yo entendíamos, y pude soltar todo el aire contenido.

      —Tenemos pasta para cenar. ¿Te espero fuera?

      —No. Él ya se iba. —Lo miré.

      Jack frunció el ceño.

      —No, no me iba —contestó con un notable enfado.

      —Sí, sí te ibas —añadí, segura de mis palabras.

      Soltó un gran bufido y, acto seguido, se puso delante de mí para susurrarme al oído:

      —Te debo un azote, y de esta noche no pasa. —Su voz sonó sensual mientras su mirada recorría cada centímetro de mi boca.

      Dio media vuelta sin añadir nada más. Ni siquiera miró a Eli, quien lo observaba con verdadera admiración y sin pudor alguno. En ciertas ocasiones, era más sinvergüenza que nadie. Cuando la puerta se cerró y vi a través los tablones de madera que desaparecía por la calle de al lado subiéndose en un coche negro, pasé mis ojos a Eli.

      —Siento haberte jodido el polvo.

      Le hice un gesto con la mano para que no le diera importancia, aunque, en realidad, sí la tenía. ¿Cómo se suponía que íbamos a vernos después si ninguno de los dos tenía el teléfono del otro?

      —¿Era Jack? —me preguntó de nuevo.

      Asentí sin decir ni una palabra. Me acerqué a la pequeña nevera que tenía en una esquina del estudio y de ella saqué una botella de ron. Me eché en un vaso de cristal un buen chorro bajo la atenta mirada de mi amiga y me lo bebí de golpe. Le hice un gesto con la mano y ella me imitó, negando.

      —¿A qué viene tanta prisa? ¿Cómo sabías que estaba aquí?

      —Te he visto agobiada. Tenías que estar pintado.

      Sonrió a la vez que se apoyaba en otro de los caballetes más pequeños que se encontraban en la entrada. Me conocía muy bien.

      —¿Y bien? —le pregunté de nuevo.

      —Tiziano ha llegado de Italia, está esperándote en el club, y tenemos que terminar de organizar la fiesta para mañana.

      Asentí. Dejé la bata colgada en el mismo sitio de antes y me dirigí con pasos firmes a ver a mi italiano favorito; o, por lo menos, al que todavía me mostraba una lealtad de las que ya no quedaban.

      Dos de seis

      Jack Williams

      Comprobé en mi reloj la hora.

      Las doce de la noche.

      Mi teléfono móvil sonó y el nombre de Riley acaparó toda la pantalla.

      —¿Qué se te ofrece?

      —¡Maldito cabrón! Has dejado la nevera sin una puta cerveza.

      —Se te está pegando mi vocabulario, y eso no es bueno. Vas a tener que irte a otro sitio a vivir, o tu madre me matará.

      Lo oí suspirar.

      —Mi madre te mataría si viera que te has largado y me has dejado con una botella de agua congelada y un huevo.

      —¿Y? —le pregunté con una sonrisa bobalicona.

      —¿Ahora qué ceno yo?

      Parecía enfadado, pero su tono no hizo más que provocarme una enorme carcajada.

      —¿No sabes hacerte un huevo frito con patatas?

      —¡Ah! ¿Es que acaso hay patatas? —ironizó—. A ti nunca te han dicho que hay que dejar apañados a los que nos quedamos en casa, ¿verdad?

      —No,