Angy Skay

Matar a la Reina


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      —Tengo trabajo, señora Bravo —me burlé de ella—. Solo te llamaba para decirte que quiero ir a Huelva a final de semana. Si te parece bien, estaré el sábado y el domingo. Tengo que hacer un viaje de negocios dentro de unos días y no sé cuándo volveré.

      Más bien, tenía casi claro que no regresaría si alguien que no debía interceptaba mis planes antes de lo previsto, y por lo que había podido comprobar, últimamente, todo se me torcía de manera considerable.

      —¿A qué viene esa pregunta tan absurda? ¿Cómo va a molestarme que mi nieta pase dos días conmigo después de llevar casi un año sin verla? —Esto último lo dijo con retintín.

      —De verdad que no he podido hacerlo antes, ya sabes…

      —Sí. El club, el maldito club —terminó por mí. Resoplé cuando noté que la paciencia estaba llegando a su fin, hasta que ella, como siempre, intentó remediar el enfado de ambas—: Venga, te espero en casa el sábado con la mesa puesta. Te pones a hacer croquetas conmigo y hacemos las paces mientras tanto.

      Reí.

      —Está bien, nos vemos el sábado. Cuídate.

      —Cuídate tú, mi niña.

      Colgué la llamada a la vez que me sentaba ante el lienzo que tenía a medias desde hacía una semana. Cogí el carboncillo y comencé a dibujar pequeños trazos de la Catedral de San Basilio, en Moscú. Cómo echaba de menos mi país, sus gentes, las costumbres y todo lo que tuviera que ver con Rusia, pero en cierto modo me veía incapaz de volver allí, de revivir los momentos más duros de mi vida.

      La casa donde viví hasta los doce años continuaba intacta, cerrada y cuidada por un hombre que contraté cuando me mudé a Barcelona y empecé a ganar dinero con los negocios. No quería borrar de mi memoria los buenos momentos, pero en ese aspecto no era lo suficientemente valiente como para poner un pie en el mismo suelo en el que mi familia fue asesinada.

      Me concentré en el lienzo, dibujando con ansias la fotografía que descansaba en mis muslos. Me coloqué las gafas sobre el puente de mi nariz y seguí con mi tarea. Solo las necesitaba para pintar, ya que la vista se me cansaba en exceso, y entre eso y los pensamientos que rondaban por mi cabeza, los ojos se me nublaban.

      Escuché el sonido del colgador que tenía encima de la puerta de entrada. Lo compré en un mercadillo medieval en Barcelona poco antes de adquirir el pequeño local. Sin echar un vistazo hacia la puerta, la cual había olvidado cerrar, dejé que pasaran pensando que sería Eli, ya que solo dos personas más aparte de ella conocían la existencia de aquel lugar.

      —¿Se te ha olvidado algo? —pregunté sin mirar.

      No escuché nada por parte de la persona que entraba. Si era Eli, no tenía ganas de hablar con ella. Necesitaba estar sola, y lo necesitaba de verdad. Oí los pasos cada vez más cercanos. Elevé mi rostro hacia arriba y, debido a la impresión, mis ojos se quedaron fijos en la persona que tenía frente a mí.

      Iba con unos pantalones vaqueros ajustados que marcaban sus piernas más de lo normal, llevaba una camisa informal remangada hasta sus codos, de color crema, y su porte lucía firme y terso como hacía meses, quizá un poco más marcado. No pude pronunciar una sola palabra en cuanto mi mirada se clavó en la suya, con tanta intensidad que noté cómo mi corazón galopaba con fuerza en mi pecho. Me perdí en la profundidad de sus esmeraldas. Segundos después, guie mi vista delineando cada línea de su mandíbula cuadrada, de su fuerte mentón y de ese maldito cuerpo que lo hacía parecer endiabladamente poderoso.

      —Hola —murmuró.

      No fui capaz de contestarle. Me levanté del asiento impulsada por mis propios pensamientos y, dando dos pasos, me coloqué delante del caballete con el lienzo. Él, por su parte, dio un par de zancadas y llegó hasta mí. Su sonrisa se pronunció, dejando ver una clara y brillante dentadura blanca bajo esa capa de barba incipiente que adornaba su rostro.

      No entendí por qué sentía que el alma quería escaparse de mi cuerpo, pero sí supe que la ira comenzaba a bullir en mi interior con fuerza. Intenté eliminar todos los pensamientos pecaminosos que pasaban por mi mente sobre la última vez que nos vimos. Olvidé por un momento su cuerpo encima de mí, sus movimientos bestiales, su rudeza a la hora de besar y lo bien que sabía moverse en la pista de baile. También dejé a un lado nuestras charlas sobre temas distintos en los que ambos no estábamos de acuerdo, las risas que conseguía que mi garganta pronunciara e incluso que solo lo conocía de unos días; en concreto, de seis. Toda esa parte la había obviado con Vanessa, dado el desagrado que me producían sus constantes preguntas sobre el tema.

      Me observó, queriendo traspasar mi alma, mi mente y todo mi cuerpo, sin embargo, notaba cómo mi mano derecha comenzaba a picarme. Antes de poder pensar en lo que estaba haciendo, le propiné un bofetón que le dobló la cara hacia el lado contrario.

      —¿Así recibes a todas tus visitas? —Se tocó la zona afectada, soltando un comentario junto con una sonrisa vacilona en la boca.

      Arrugué mi entrecejo tanto que creí que desaparecería. No podía verme en ningún espejo, pero estaba segura de que mis mejillas ardían de coraje. Benditos cojones los que tenía aquel hombre, y santa paciencia la que tenía yo.

      —¿A qué coño vienes después de tantos meses sin saber nada de ti?

      Y cuando decía «nada», me refería a «nada», literalmente. Nos conocimos en un bar, como le conté a Vanessa. A los pocos meses apareció por arte de magia en Barcelona y, casualmente, me lo encontré en la acera del club dando un paseo, ya que su hotel estaba al lado. Por muy absurdo que parezca, decidí dejarlo pasar a mi pequeño rincón y le mentí. Le mentí como una bellaca, diciéndole que me dedicaba a pintar cuadros y que sobrevivía de ello, pero no me atreví a contarle la verdad, a decirle que, frente a donde nos encontrábamos, regentaba uno de los clubes más prestigiosos de Cataluña.

      La segunda vez que nos vimos estuvimos cinco días juntos, lo que duró el tiempo de su estancia por vacaciones. Lo único que sabía de él era que se dedicaba a comprar empresas que estaban en quiebra, para después levantar y crear un imperio de ellas. Sabía que tenía treinta y cinco años y que no vivía en Barcelona. Lo demás era un misterio. Porque cada vez que nos encontrábamos, era imposible no tocarnos, como si una conexión superior a nuestras fuerzas lo impidiera. No hablábamos de nosotros, sino de nuestro entorno, y ese detalle nunca había llamado mi atención, hasta pocos días después de aquel.

      —Vengo a verte y me recibes pegándome una hostia. Todo muy bonito. ¿En qué estás trabajando?

      Pasó por mi lado, rozando mi cadera. Se asomó para ver el cuadro mientras yo permanecía paralizada en la misma posición de antes. Echó su cabeza hacia atrás lo suficiente para poder contemplarme, y tuve que desviar mis ojos, presa de la furia, para aniquilarlo con la mirada.

      —Vete —sentencié.

      —¿Vas a echarme?

      Se colocó justo enfrente de mí, dejando su boca a escasos milímetros de la mía. Noté su aliento acariciar mis labios. Mi sexo me amenazó, pidiéndome a gritos que le diera rienda suelta a la acción y me dejara de tanta gilipollez. No estaba enamorada de él, pero lo de los segundos platos me jodía en exceso.

      —¿Vienes aquí para echar tu polvo español? —Mi tono salió cargado de reproche.

      —¿Acaso eso es importante para ti?

      —No soy el segundo plato de nadie, ya te lo dije en una ocasión.

      —Y no he dicho que lo seas. He venido a España y me ha parecido oportuno visitarte —murmuró roncamente.

      Se aproximó más a mi cuerpo, de manera que ni el aire podía pasar entre nosotros. Sentí que mi pecho subía y bajaba a gran velocidad cuando puso una mano sobre mi cadera y la empujó hacia delante para que pudiera notar la extravagante dureza que tenía en medio de sus piernas. Retrocedí un poco por la incomodidad de mi cuerpo, y él se sorprendió.

      —¿Es que tienes a alguien esperándote