Armando Palacio Valdes

Maximina


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y la conversación secreta que los novios sostenían, los denunciaban claramente. Las señoras sonrieron primero, hablaron luego entre sí y, por último, pusieron los medios para trabar conversación, consiguiéndolo presto. No tardaron tampoco en informarse de cuanto deseaban saber; con lo cual, se les despertó, sin saber por qué, una viva simpatía hacia Maximina, y procuraron demostrársela colmándola de atenciones. La niña, que no estaba avezada á ser objeto de ellas, mostrábase confusa y acortada, sonriendo con aquella apariencia vergonzosa que la caracterizaba.

      Esto concluyó de seducir á las gallegas. Decididamente la tomaban bajo su protección. Eran solteras todas, y el hermano lo mismo. Ninguno había querido casarse «por el dolor que les causaba la idea solamente de separarse»: esto afirmaban á una voz. Por lo demás, ¡Virgen del Carmen, las proporciones que habían despreciado! Una de ellas, Dolores, al decir de las otras dos, había estado en relaciones seis años con un estudiante de derecho, en Santiago. Al concluir la carrera, Dolores, sin saber por qué, cortó las relaciones, y el estudiante se fué á su pueblo, donde despechado se casó inmediatamente con una prima rica. Otra, Rita, había tenido unos amores contrariados por su papá. El joven que amaba era poeta; estaba pobre. Nada pudo vencer la resistencia del papá á aceptarlo por yerno. Desesperado, desapareció, cuando menos se pensaba, de Santiago, después de haberse despedido tiernamente de Rita (los pormenores románticos de esta despedida no quiso la interesada que se contasen), y no volvió á saberse más de él. Algunos aseguraban que había perecido entre las garras de un tigre, buscando en California una mina de oro. En cuanto á la tercera, Carolina, era una verdadera locuela. Nunca habían conseguido sus hermanos que sentase la cabeza. Cuando más creído tenían en casa que estaba enamorada y que la cosa iba seria, ¡pum! de la noche á la mañana dejaba plantado al novio, y lo reemplazaba con otro. Carolina, que tendría unos cuarenta y cinco años, mal contados, quiso ruborizarse al escuchar estas afirmaciones, y exclamó sonriendo graciosamente:

      —¡No haga usted caso, Maximina! ¡Qué tonta es esta niña!... Yo no puedo negar que me gusta la variación; pero ¿á quién no le gusta un poco? Á los hombres hay que castigarlos de vez en cuando, porque son muy malos, ¡muy malos! No se enfade usted, Sr. Rivera... Por eso yo me dije... lo que es á mí no me la da ninguno.

      —Eso consiste—dijo Rita—en que todavía no te has enamorado de veras.

      —Podrá ser. Hasta ahora no he sentido esos afanes y esas fatigas que pasan los enamorados, según dicen. Ningún hombre me gusta más de quince días.

      —¡Qué horror!—exclamaron riendo Dolores y Rita.

      —No digas esas cosas, loca.

      —¿Por que no he de decir lo que siento, Rita?

      —Porque está mal visto. Las jóvenes deben tener cuidado con las palabras.

      —Vamos, Carolina—manifestó Miguel revistiéndose de gravedad,—yo, en nombre de la humanidad, le suplico que aplaque usted sus rigores y haga pronto á algún hombre feliz.

      —Sí, ¡buenos pillos están ustedes!

      —¡Muchacha!—gritó Dolores.

      —Déjela usted, déjela usted—interrumpió Miguel.—Con el tiempo ya llegará á sentar esa cabecita. Tengo esperanza de que no tardará alguno en vengarnos á todos.

      —¡Ca!...

      Á todo esto, el hermano, que era un señor obeso con grandes bigotes blancos, roncaba como una foca. Maximina escuchaba sorprendida aquellas cosas, que apenas podía comprender, y miraba á Miguel de vez en cuando, tratando de inquirir si hablaba en serio ó se estaba burlando.

      Las señoritas de Cuervo (que éste era su apellido) iban á Madrid á pasar una temporada. Todos los años hacían lo mismo. El resto del invierno lo pasaban en Santiago, y el verano en una aldea muy pintoresca donde se espaciaban á su talante, corriendo como cervatillas por el campo, subiéndose á los árboles para comer las cerezas y los higos y las manzanas, bebiendo el agua en las manos, haciendo excursiones en borrico á las aldeas vecinas (¡qué risa! ¡cuánto se divertían, madre mía!), presenciando las faenas agrícolas y bebiendo la leche que el criado acababa de ordeñar.

      —Esta Carolina se pone insufrible en cuanto llegamos. Se sale por la mañana y nadie vuelve á saber de ella hasta la hora de comer. Con el bocado en la boca vuelve á salir, y hasta la noche.

      —¡Pues tú puedes hablar, Lola! Yo me voy con las demás muchachas á buscar nidos ó á lavar la ropa al río... Pero tú te pasas las horas muertas dando palique desde el corredor á los galanes que te hacen la rosca...

      —¡Jesús, qué atrocidad! Supongo, Sr. Rivera, que usted no creerá á esa aturdida, insustancial... ¡Figúrese usted que los galanes que allí hay son todos labradores!...

      —Eso no importa—manifestó Miguel.—También tienen los labradores corazón y pueden amar las cosas bellas. No dudo que usted tendrá mucho partido entre ellos.

      —En cuanto á eso—respondió Lola con rubor—si he de decir la verdad, sí, señor, me quieren mucho. Todos los años, en cuanto saben que vamos á llegar, se preparan los mozos para darme una serenata y cortan un arbolito para ponérmelo delante de la ventana.

      —La serenata no es á ti sola—interrumpió vivamente Carolina.—Es á todas.

      —Pero el árbol sí—respondió malhumorada Lola.

      —El árbol, bueno; pero la serenata no—replicó aquélla un poco picada.

      Lola le dirigió una mirada penetrante y siguió:

      —Figúrese usted, Rivera, si tendrán pasión por mí, que cuando vinieron los ingenieros á construir un puente, yo dije que no me gustaba que lo pusiesen donde lo tenían marcado, sino más arriba. Pues en cuanto los mozos se enteraron de lo que yo había dicho, se presentaron á los ingenieros y les dijeron que el puente se había de hacer donde la señorita Lola quería, y que no se pensara en otro sitio, porque ellos lo estorbarían. Y como los ingenieros no quisieron variar el plano, así se está el puente sin construir hace ya cuatro años.

      —Todo eso—dijo Miguel,—no tanto le honra á usted como á esos inteligentes jóvenes.

      —¡Son tan buenos los pobrecillos!

      —Nada santifica tanto el alma como el amor y la admiración—volvió á decir sentenciosamente Rivera.

      Lola dijo—¡Ah!—y se ruborizó.

      Aquellas tres señoritas vestían de un modo inverosímil y, si podemos decirlo así, anacrónico. Sus trajes eran vistosos, pintorescos y hasta un si es no es fantásticos, como sólo se consiente á las niñas de quince años. Carolina llevaba el cabello partido en dos trenzas con lacitos de seda en las puntas, y apretaba su flaco y arrugado cuello una cinta de terciopelo azul, de donde pendía una crucecita de esmeraldas. Las otras, como un poco más formales, lo llevaban recogido, aunque no con menos perifollos.

      La noche ya había llegado tiempo hacía. La familia Cuervo propuso que se cenase, convidando galantemente á sus nuevos amigos con las viandas que llevaban: Aceptaron éstos presentando también las suyas, y en buen amor y compaña se pusieron á engullirlas, extendiendo previamente las servilletas sobre las rodillas. El hermano, que había despertado muy apropósito, comió como un elefante. Durante la cena dijo pocas frases, pero buenas. Una de ellas fué:

      —Yo, para el tomate, ¡soy un águila!

      Miguel se le quedó mirando un buen rato, y al cabo comprendió la profundidad que guardaba este concepto estrambótico.

      Había llegado á establecerse entre todos una confianza ilimitada. No siendo bastante llamar á Miguel por su nombre en vez del apellido, Dolores propuso á Maximina que se tratasen de tú.

      —Yo no puedo tener confianza con una amiga si no la tuteo... Además, entre chicas es la costumbre.

      La joven sonrió avergonzada de aquella extraña proposición. Las gallegas,